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Columna
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Cambio sin épica

Josep Ramoneda

Decía Jacob Burckhardt que “las auténticas crisis son raras”. La de 2008 pertenece a esta categoría. Ni se advirtió su llegada, ni se previeron sus devastadoras consecuencias. La comunicación entre gobernantes y gobernados se ha roto. Los dirigentes políticos se dirigen a los suyos en los términos de siempre y no les creen. De una manera casi fatalista se ha impuesto la idea de cambio y, sin embargo, se multiplican las voces, muchas de ellas de tradición progresista, que hablan de la renovación imposible, que dicen que lo nuevo puede ser peor que lo viejo y que las promesas de hoy pueden ser grandes frustraciones mañana.

Este rosario de admoniciones de gente cansada expresa el estado de espíritu de un régimen gastado. El conformismo bipartidista, adaptado a la crisis, ha borrado las expectativas. Ya en 1946, Albert Camus había escrito en Combat: “No hay vida viable sin proyección en el futuro, sin promesa de maduración y de progreso. Vivir contra un muro es la vida de los perros”. Las nuevas generaciones vivirán peor que las de sus padres, se dice con maldita resignación. El propio Camus sabía perfectamente que la vida “es una búsqueda sin término”, como dice José María Ridao, pero sabía también que el sentido es necesario para vivirla. La política no puede renunciar al sentido.

Nadie promete volver a empezar. Simplemente, se apela a recuperar la dignidad perdida
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Lo que ha ocurrido estaba inscrito en la composición social y demográfica del país. La fantasía de una sociedad homogénea, en la que una gran mayoría de ciudadanos creían pertenecer a una gran clase media, saltó en pedazos. Un país de gente mayor y con las nuevas generaciones condenadas al paro no lo tiene fácil para generar expectativas de futuro. Las élites económicas viven en un mundo aparte y ha cundido la sensación de que la vieja clase política también se largó. La imagen de la casta y el pueblo funciona. De ahí ha brotado un hartazgo que no es coyuntural: de momento, los pronósticos que anunciaban la recuperación de los partidos de siempre y el pinchazo de las halagüeñas perspectivas de los recién llegados no se cumplen.

En esta sociedad de gente mayor y escasas expectativas las ansias de cambio no tienen nada que ver con las ilusiones revolucionarias del pasado. Nadie promete volver a empezar. Simplemente, se apela a recuperar la dignidad perdida. No hay un gran relato al que adherirse: lo viejo chirría, pero lo nuevo todavía no ha tomado cuerpo. Sólo hay la conciencia compartida de que no se puede seguir así. Los viejos partidos no saben cómo dar respuesta a este sentimiento porque les pone directamente en cuestión. Y los electores se apuntan a la novedad sin hacer muchas preguntas y con un entusiasmo perfectamente descriptible. No hay épica. Sólo demanda de reconocimiento. Una sociedad sin expectativas es una sociedad varada. Las mitificadas generaciones de la transición soportamos mal que otros intenten sacar el barco de la arena para volver a encarar el futuro.

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