La lucha por los alimentos en Angola
Pequeños gestos en la aldea más remota del continente africano pueden lograr grandes cambios en la vida de muchas personas
Se dice que una persona, un hogar, una comunidad, una región o una nación gozan de seguridad alimentaria cuando todos sus miembros tienen en todo momento acceso físico y económico para adquirir, producir, obtener o consumir alimentos sanos y nutritivos. Y en cantidad suficiente como para satisfacer sus necesidades de dieta y preferencias alimentarias de modo que puedan tener vidas dinámicas y saludables.
La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos que garanticen el derecho a la alimentación para toda la población; con base en la pequeña y mediana producción, respetando en todo momento la propia cultura y la diversidad de modos de producción y comercialización que, en el campo o en el mar, sigan sus habitantes; y, por supuesto, valorando las tradiciones que pueda haber en relación con la gestión de los espacios rurales —especialmente cuando se trata de población indígena—, en los cuales la mujer desempeña un papel fundamental.
A lo largo de la historia, el hambre ha sido uno de los principales retos de la cooperación internacional al desarrollo. La desnutrición y la malnutrición llevan años en las agendas de las instituciones que luchan contra la pobreza. Así quedó reflejado en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, donde la comunidad internacional se marcaba la meta de reducir a la mitad, antes de 2015, el porcentaje de personas que pasaban hambre en 1990. A menos de un año de la fecha límite para conseguir este objetivo, 842 millones de personas sufren hambre crónica en el mundo; 827 millones de ellos viven en países en desarrollo.
Según la FAO, la medida del hambre o frontera a partir de la cuál hablamos de subnutrición, supone consumir menos de 2.100 kcal/día. ¿Qué consecuencias directas tiene no alcanzar esos niveles de consumo? Cuando una persona no ingiere las calorías suficientes, encontrará dificultades para llevar una vida activa y sana, disminuirá su capacidad de aprender; y, en su caso, el embarazo se convertirá en un estado de alto riesgo. Los efectos son devastadores en el caso de los niños, en los que una mala nutrición durante los dos primeros años de vida provoca daños irreversibles en su proceso de crecimiento, con graves consecuencias en su desarrollo físico e intelectual, que les impedirán desplegar sus capacidades en el futuro con normalidad.
Esta inseguridad alimentaria que sufren muchas familias del mundo está relacionada con el margen de acción que los países tienen para diseñar sus políticas agrarias y de distribución de alimentos; es decir, con su soberanía alimentaria.
Angola es un claro ejemplo de país en el que su población tiene que enfrentarse, día tras día, a la inseguridad alimentaria y a la falta de soberanía alimentaria. Es un caso que resulta cuanto menos paradójico, ya que la capital angoleña es conocida por ser la ciudad más cara del mundo. Sin embargo, el 54% de sus habitantes viven con menos de 1,25 dólares al día, situación en la que el hambre constituye una amenaza constante.
Nuestra experiencia en Angola nos permite afirmar que la falta de seguridad alimentaria en este país está provocada por múltiples factores: la incapacidad de los agricultores —ya que la guerra ha provocado que no se transmita el conocimiento entre generaciones—, la ausencia de tecnología, la falta de estructuras organizadas de carácter asociativo—como pueden ser las cooperativas— que faciliten la producción y distribución de alimentos, la ausencia de una legislación adecuada, etc.
Esta situación exige un trabajo coordinado entre todos los actores con visión de largo plazo. Es necesario abordar los problemas de forma ordenada y sostenible, sin sustituir a las familias en su responsabilidad. Existen soluciones sencillas que pueden lograr grandes impactos.
El desarrollo de escuelas de campo, la introducción de nuevas técnicas agrícolas, las mejoras tecnológicas adaptadas y accesibles a las comunidades locales que no tienen recursos y formación suficiente, son algunas de las soluciones que deben aplicarse y proveerse bajo esquemas de mercado.
Nuestra experiencia en el país es alentadora. Resulta increíble el alcance que tienen las escuelas de campo en la transformación de las técnicas agrarias y en la productividad de los cultivos. Introduciendo cambios tan sencillos como un sistema de almacenamiento del grano que evite su deterioro o la selección de mejores semillas, el fortalecimiento de las cooperativas o la formalización de la propiedad de las tierras, se logran cambios significativos en la rentabilidad que las familias campesinas sacan de sus producciones.
Hablamos de un trabajo a largo plazo que permite a campesinos que viven en situación de inseguridad alimentaria poder diversificar sus cultivos y acceder a alimentos con los que dar de comer a sus familias, así como comercializar el excedente, con el consiguiente aumento de sus ingresos. Por ejemplo, para una producción de soja de 600 kilos, los resultados económicos pueden variar de 300 euros si no se dispone de sistemas de almacenamiento a los 715 euros si parte de la producción se conserva en barriles durante un periodo de hasta seis meses. Además, esta opción permite reservar una cantidad de 200 kilos para consumo propio de las familias.
Para que esto sea sostenible en el tiempo, es imprescindible contar con el apoyo de empresas locales, autoridades y campesinos. Es necesario conocer los actores locales para que las soluciones sean eficaces y eficientes, con una mirada puesta siempre en que estos campesinos puedan tener unas condiciones de vida justas.
La lucha contra el hambre conlleva la suma de grandes esfuerzos que no siempre resulta fácil alcanzar. Sin embargo, pequeños gestos en la aldea más remota del continente africano son capaces de conseguir grandes cambios en las vidas de muchas personas. Un trabajo desde la base y con los propios agricultores más desfavorecidos como protagonistas consigue transformaciones reales y, lo más importante de todo, sostenibles en sus vidas y las de los suyos.
José Ignacio González-Aller Gross es director general de Fundación Codespa.
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