A la caza de la ‘Encyclopédie’
Arturo Pérez-Reverte publica un extracto de su nueva novela 'Hombres buenos' (Alfaguara), que llegará a las librerías el próximo 12 de marzo. El libro arranca con la aventura de dos miembros de la RAE de finales del siglo XVIII, que fueron a París a buscar casi de forma clandestina la ‘Encyclopédie’ francesa.
A finales del siglo XVIII, dos miembros de la Real Academia Española recibieron el encargo de viajar a París para conseguir de forma casi clandestina 28 volúmenes de la ‘Encyclopédie’ de D’Alembert y Diderot. Una intriga basada en hechos reales que sirve de arranque para Hombres buenos (Alfaguara), la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, que se publica el 12 de marzo y a la que pertenece este extracto.
Cruje el piso de madera cuando, tras los postres, un mozo trae la bandeja con una cafetera humeante, agua y una botella de licor, así como avío para fumar. Solícito con sus dos comensales, Vega de Sella, el director de la Real Academia Española, hace él mismo los honores: una taza colmada y una copita de marrasquino al bibliotecario, don Hermógenes Molina, y un dedo de moscatel al almirante Zárate, cuya austeridad –apenas ha probado el carnero verde y el vino de Medina del Campo– es notoria entre los miembros de la Docta Casa. Los tres están sentados en torno a una mesa del comedor pequeño de la fonda La Fontana de Oro, por cuya ventana abierta alcanza a verse el tráfico de calesas y gentío que sube y baja por la carrera de San Jerónimo.
–Es toda una aventura –está diciendo Vega de Sella–. Con la que, no necesito insistir en ello, ganan ustedes el reconocimiento de sus compañeros y de la Academia… Por eso quería agradecérselo a los dos con esta comida.
–No sé si estaremos a la altura –comenta el bibliotecario–. De lo que se espera.
Vega de Sella hace un ademán confiado, mundano, pletórico de oportuno afecto.
–De eso no me cabe duda –apunta, alentador–. Tanto usted, don Hermógenes, como el señor almirante, cumplirán como quienes son... Tengo la absoluta certeza.
Dicho eso, se inclina sobre la mesa y acerca el extremo de un cigarro habanero a la llamita de la vela encendida que trajo el mozo con el tabaco.
–Absoluta certeza –repite, recostándose en el respaldo de la silla mientras su sonrisa deja escapar una nube de humo azulado.
Los compañeros académicos no se han equivocado al depositar su confianza en ustedes... ¿ya tienen fecha para el viaje?”
Los compañeros académicos no se han equivocado al depositar su confianza en ustedes... ¿ya tienen fecha para el viaje?”
–Lo haremos lo mejor que podamos, señor director.
–No me cabe duda.
–Confío mucho en el señor almirante –añade el bibliotecario–. Es hombre viajado, tiene mundo. Y habla muy bien francés.
Se inclina levemente el aludido desde la silla donde se encuentra con la espalda recta, rígido y formal como de costumbre, apoyados en el borde de la mesa los puños de su impecable casaca de frac negra, rematada por un corbatín ancho de seda, de nudo perfecto, que parece obligarle a mantener aún más erguida la cabeza. Vivo contraste, en toda su cuidada persona, con el desaliño entrañable del bibliotecario.
–También usted lo habla, don Hermógenes –apunta, seco.
Mueve éste la cabeza con negativa humilde, mientras Vega de Sella, entre volutas de humo, dirige una mirada valorativa al almirante; aprecia al viejo marino, aunque, como casi todos los académicos, desde cierta distancia. No en vano Pedro Zárate y Queralt tiene fama de hombre retraído y excéntrico. Brigadier retirado de la Real Armada, autor de un notable diccionario de Marina, el almirante es sujeto alto, delgado, todavía apuesto, de aire melancólico y maneras rígidas, casi adustas. Lleva el cabello gris moderadamente largo, aunque empieza a escasearle, sujeto en corta coleta con cinta de tafetán. Lo más llamativo de su rostro son los ojos de color azul claro, muy acuosos y transparentes, que suelen mirar a los interlocutores con una fijeza que se torna inquietante, casi fastidiosa, cuando la sostiene demasiado.
–No es igual –protesta don Hermógenes–. Lo mío es sólo teórico. Textos leídos y cosas así. El latín me chupó la vida, dejándome poco espacio para otras disciplinas.
–Pero usted lee a Montaigne y a Molière de corrido, señor bibliotecario –dice Vega de Sella–. Casi tan bien como a César o Tácito.
–Una cosa es leer una lengua, y otra hablarla con despejo –insiste el otro, humilde–. A diferencia de mí, don Pedro la ha practicado mucho: cuando navegaba con la escuadra francesa tuvo ocasión de utilizarla de sobra… Ésa es una de las razones por las que ha sido elegido para este viaje, naturalmente. Lo que sigo sin entender es por qué lo he sido yo.
El director modula una sonrisa perfecta. Casi dolorida por verse obligada a subrayar lo obvio.
–Porque es hombre de bien, don Hermógenes –precisa–. Sensato, estimable y competente bibliotecario para la Docta Casa. Alguien de fiar, igual que nuestro señor almirante. Los compañeros académicos no se han equivocado al depositar su confianza en ustedes… ¿Ya tienen fecha para el viaje?
Mira a uno y a otro dedicando a cada cual el mismo tiempo exacto, unos segundos de atención extrema. Solícita amabilidad de hombre fino. Esos detalles, en los que la delicadeza de Vega de Sella se muestra natural, contribuyen a que su majestad Carlos III lo tenga por su ojo derecho en materia de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua castellana, por otros llamada española. Se rumorea que está a punto de caerle al cuello el Toisón de Oro. Por los servicios.
–La organización se la dejo a mi compañero de viaje –aclara el bibliotecario–. Como militar tiene práctica en disponer cosas. Presencia de ánimo y demás. A mí todo eso me viene grande.
Vuélvese el director hacia don Pedro Zárate.
–¿Qué tiene pensado, almirante?
Pone éste un dedo en la mesa y otro a cierta distancia, y recorre con la vista el espacio entre ambos, cual si calculase millas en una carta náutica o un mapa.
–El camino de posta más corto: de Madrid a Bayona y de allí a París.
–Cosa de trescientas leguas, me temo…
–Doscientas sesenta y cinco, según mis cálculos –repone el otro con frialdad técnica–. Casi un mes de viaje. Sólo de ida.
–¿Cuándo tienen previsto salir?
–En dos semanas estaremos listos, supongo.
–Bien. Me da tiempo para organizar la provisión de fondos. ¿Ya hicieron el cálculo?
El almirante saca de la vuelta de una manga de su casaca una hoja de papel doblada en cuatro y la extiende sobre la mesa, alisándola mucho. Está llena de cifras con una letra manuscrita clara, muy recta y limpia.
–Aparte los ocho mil reales para la Encyclopédie, estimo cinco mil para gastos de estancia y transporte, así como tres mil para pagar la posta de cada uno de nosotros. Ahí está todo al detalle.
–No es mucho dinero –observa Vega de Sella, admirado.
–Bastará. No preveo otros gastos que los de subsistencia. La Academia no está para excesos.
–No quisiera que su bolsillo…
Con un punto de altanería, los ojos claros sostienen la mirada de Vega de Sella mientras éste se fija en una pequeña cicatriz horizontal que, medio oculta entre las arrugas del rostro, se extiende desde la sien al párpado izquierdo de su interlocutor. Aunque el viejo marino nunca habla de ello, corre entre los académicos que es marca de un astillazo recibido en su juventud, durante el combate naval de Tolón.
–Hablo por mí, señor director, no por don Hermógenes –dice el almirante–. Pero mi bolsillo es cosa mía.
Vega de Sella chupa su cigarro y mira al bibliotecario, que asiente con sonrisa afable.
–Confío a ciegas en los cálculos de mi compañero –dice éste–. Si él tiene la sobriedad espartana del marino, yo estoy hecho a vivir con poco.
–Como gusten –se da por vencido el director–. En unos días nuestro tesorero les entregará parte en metálico para el viaje, y el resto en carta de crédito para un banquero de París: la casa Vanden-Yver, que es gente de fiar.
Alza el almirante un dedo índice y lo asesta, marcial, sobre la hoja con los gastos del viaje.
–Se dará cumplida cuenta, por supuesto, de hasta el último real –el tono es solemne–. Con los recibos correspondientes.
–Por favor, querido amigo… No creo necesario llegar a extremos contables, con ustedes dos.
–Me reitero en lo dicho –insiste el otro con su sequedad usual, mientras mantiene el dedo índice en la nota de gastos como si le fuera la honra en ello. Vega de Sella observa que sus uñas, a diferencia de las sucias y largas del desaliñado bibliotecario, son muy cortas y están cuidadas hasta la perfección.
–Como quiera –admite–. Pero hay un detalle a considerar: la posta ordinaria no está bien provista: hay pocas diligencias que hagan el trayecto completo, y los caminos son terribles. Y ustedes no están para ir a lomos de mulas, si me permiten la confianza… Ninguno de nosotros lo estamos.
La suave broma suscita una sonrisa bonachona en don Hermógenes, aunque el almirante se mantiene impasible. En todo lo referido a su persona, don Pedro Zárate suele conducirse con reservada coquetería, incluso en lo tocante a la edad. Pese a su todavía buena figura, a la ropa que le cae como un guante y a su pulcra apariencia, los académicos le calculan de sesenta a sesenta y cinco años, aunque nadie está al corriente de su edad exacta.
–El viaje de regreso –expone el almirante– puede complicarse con la carga. Veintiocho volúmenes en cuerpo grande pesan mucho. Habrá que habilitar transporte; y, dada la situación, las aduanas y demás, no es prudente mandarlos sin custodia.
–Un coche, sin duda –sugiere Vega de Sella, tras pensarlo–. Lo ideal sería uno particular para ustedes solos. Y caballos en vez de mulas, porque tienen mejor paso y son más rápidos… –en ese punto tuerce el gesto, pensando en los gastos–. Aunque no sé si será posible.
–No se preocupe por eso. Nos arreglaremos con la posta ordinaria.
Lo medita el director un momento más.
–Yo tengo un coche inglés –concluye– que es perfecto para tiro de caballos. Quizá podrían disponer de él.
–Muy generoso de su parte, pero nos compondremos con lo que haya… ¿No le parece, don Hermógenes?
–Pues claro.
El director los imagina componiéndose cada uno a su estilo. Al bibliotecario, sometido a las incomodidades del camino con su habitual bondad resignada, haciendo bromas de todo a la propia costa, inalterable de humor y de ilusiones. Al almirante, estoico y cuidadoso de su apariencia, envuelto en la rígida disciplina militar como recurso ante las postas interminables, las ventas de mala muerte, los pucheros de bacalao seco y garbanzos, el polvo y los incidentes del viaje.
–También necesitarán un doméstico.
Don Hermógenes lo mira, sorprendido.
–¿Perdón?
–Un criado… Alguien que se encargue de las cosas menudas.
Se miran con cierto embarazo. Vega de Sella está al corriente de que don Hermógenes, desastroso en lo particular, vive mal atendido y peor alimentado por una anciana sirvienta que ya atendía la casa en vida de su mujer. Don Pedro Zárate, sin embargo, es el caso opuesto. No se ha casado nunca. Desde su retiro de la Real Armada vive en compañía de dos hermanas suyas solteronas, de muy parecidos edad y físico –suele verse a los tres pasear los domingos bajo los olmos del Prado, cerca de su casa de la calle del Caballero de Gracia–, que consagran sus vidas a cuidar de él. Y esa abnegación femenina, devotamente fraterna, parece tener a gala que nadie en la Academia vista con la impecable y sobria elegancia del hermano: las casacas oscuras –ellas mismas cortan los patrones y vigilan al sastre–, siempre en paño fino azul, gris o negro, se adaptan a la perfección a la alta y flaca figura del almirante. Sus chalecos y calzones competirían en buena lid con los de cualquier aristócrata francés, las medias son impecables, sin una arruga ni un zurcido visible, y el planchado de camisas y corbatines habría hecho palidecer de envidia al mismísimo duque de Alba.
–Puedo cederles a alguien de mi casa –propone Vega de Sella.
–¿Y su sueldo? –se inquieta don Hermógenes–. Porque no sé el señor almirante, pero yo…
Frunce el ceño el aludido, incómodo. Es obvio que, por educación y carácter, le molesta tratar de dinero; aunque, pese a su cuidado aspecto, no le sobre. Vega de Sella sabe que don Pedro Zárate y las hermanas, sin apenas patrimonio particular, viven de algunos ahorros, la pensión de brigadier, y poco más. Que en esa desastrosa España eterna de injusticia y pagas atrasadas, donde marinos y militares retirados mueren a menudo en la miseria, ni siquiera se cobra con regular puntualidad.
–Es criado de mi casa, como digo. Me limitaría a cedérselo a ustedes.
–También muy espléndido por su parte, señor director –dice don Hermógenes–. Es muy amable. Pero no lo creo necesario… ¿Opina lo mismo, señor almirante?
Asiente don Pedro.
–Es un lujo del que podemos prescindir –estima, seco.
–Como prefieran –admite Vega de Sella–. Pero el coche y el cochero los pondré yo. Alguien de confianza. No irán a discutirme eso.
Asiente de nuevo don Pedro, esta vez sin despegar los labios. Adusto, muy serio, su aire es tan inescrutable como de costumbre; pero el rostro tiene una expresión melancólica. Tal vez, concluye el director, es su modo de expresar preocupación. Se trata de un viaje largo, azaroso. Extraña y noble aventura propia de su prodigioso tiempo: traer las luces, la sabiduría del siglo, hasta aquel humilde rincón de la España culta, su Real Academia. Y eso va a intentarse mediante dos hombres buenos, íntegros, arriscados, que viajarán a través de una Europa cada vez más revuelta, donde los viejos tronos se tambalean y todo parece cambiar demasiado deprisa.
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