La tragedia del genio
Tesla fue un genio, posiblemente. Su época no lo comprendió por esa razón, y nosotros todavía tenemos dificultades para entender su importancia
Uno de los mejores relatos de Stanisław Lem narra las dificultades a las que se enfrenta un equipo de científicos dispuestos a encontrar (y reivindicar) a los grandes genios del pasado. En especial a aquellos escritores cuya genialidad los hizo incomprensibles para el público, y cuyos libros pasaron desapercibidos.
Naturalmente, y contra lo que se podría pensar, la búsqueda no es sencilla y, cuando Lem glosa la obra del genio, el resultado es decepcionante: irrita y agota al lector. La tragedia del genio (si algo así existe) está toda en el relato de Lem. Buscamos la genialidad en las obras, no solo literarias, del pasado. Pero somos incapaces de reconocerla, debido a que el gusto se conforma mediante analogías: nos gusta algo porque nos ha gustado anteriormente algo que se le parece. La industria (no solamente la editorial, con sus añagazas del tipo “si le gustó A, le gustará B”) lo sabe desde hace décadas.
Pensaba en esto recientemente mientras recorría la exposición que el Espacio Fundación Telefónica dedica a Nikola Tesla en Madrid estos días. Tesla fue un genio, posiblemente. Su época no lo comprendió por esa razón, y nosotros todavía tenemos dificultades para entender su importancia, en buena medida debido a que nuestro mundo no se parece demasiado al que Tesla imaginó, por lo menos de momento. Sus inventos son los testimonios materiales de un instante en el que la historia pudo tomar una dirección y escogió otra. Y por ello sus inventos y su legado parecen incomprensibles, deseosos de comunicar su misterio, pero incapaces de hacerlo, ya que solo es posible reconocer el genio de forma retrospectiva, cuando las novedades que introdujo son parte de la normalidad. Esa es la tragedia de Tesla, pero también la de todos nosotros, también como lectores.
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