Una ópera del siglo XXI, al desnudo
Cuando Gerard Mortier supo que dirigiría el Teatro Real, llamó inmediatamente al compositor español Mauricio Sotelo para encargarle una ópera. Eligió a Federico García Lorca y su misteriosa y surrealista obra ‘El público’. Este martes, cinco años después, se estrena la pieza. Entramos en las tripas del teatro para ver los últimos ensayos de la obra.
La muerte le visitó en el podio cuando quedaban siete minutos. Una presión enorme le partió el pecho, la visión se fue nublando y el sudor le empapó la camisa. Terminó de dirigir su obra completamente ciego y se tambaleó como pudo hasta el camerino. Ya no volvió a salir en los aplausos. El compositor y director Mauricio Sotelo (Madrid, 1961) llegó al hospital en el coche del pianista de milagro: infarto agudo de miocardio. Sucedió el 1 de marzo de 2010, pero aquella noche el encargo ya estaba hecho. Su artífice, Gerard Mortier, sentado en el auditorio mientras todo el desastre ocurría, se lo había encomendado algunas semanas antes. Al final fue él quien no vivió para ver el estreno mundial el próximo martes de El público, de Federico García Lorca, en el Teatro Real, la obra con la que quería contribuir a la modernización de la cultura operística española. Una historia, como en la mayoría del universo lorquiano, donde casi todo puede explicarse a través del amor y de la muerte.
Así nace una ópera en el siglo XXI. Y esta comenzó hace cinco años con una conversación en un restaurante de Madrid entre Sotelo y Mortier, fallecido en marzo de 2014 tras pelear contra el cáncer sentado en la mesa de trabajo hasta el último día. “Me contó que llevaba muchos años fascinado con Lorca y con El público. Él creía que a España le faltaba una tradición operística potente y quería aportar algo. Me dijo: ‘Amo esta obra, pero no la comprendo. Tu misión es ayudarme a mí y al público a hacerlo’. Creía que el misterio y todo el surrealismo de la pieza solo se podría aprehender o entender a través de la música. Esta obra, claro, está dedicada a él”, señala el compositor al final de una pausa de los primeros ensayos. Son las 16.30 y sobre un esbozo de la escena diseñada por el pintor y escultor alemán Alexander Polzin, el bailaor Rubén Olmo y los cantaores Arcángel (que también estaba en el escenario con Sotelo el día del infarto) y Jesús Méndez empiezan ya a dar forma física, con voz y movimiento, a una partitura que todavía solo ha sonado en el cerebro de su compositor. Son los primeros pasos de El público.
El Teatro Real en ocasiones como esta es un enorme taller donde se construyen las óperas. Un ecosistema autosuficiente y artesanal donde cada departamento –pese a los malditos recortes– se ocupa de una pieza del engranaje de la gran criatura. Un estreno mundial significa poner a girar a destajo toda la maquinaria. Las puertas de este submundo creativo se abren para El País Semanal durante unos días y muestran cómo cada elemento ha crecido en paralelo en esta ópera surgida de aquella conversación. Han pasado cinco años y quedan pocos días para el estreno de una producción en la que habrán participado unas 200 personas (músicos, regidores, iluminadores, sastres, utileros, maquinistas…). Pero todavía en decenas de estancias de los 65.000 metros cuadrados del gran coliseo se injertan cabellos en las pelucas, se cosen los vestidos, se levantan los decorados con grúas y se engrasa la maquinaria que dará vida a esta pieza surrealista y laberíntica que Lorca escribió en Cuba en 1930, justo después de su traumático e inspirador viaje a Nueva York.
Pero toda ópera debe empezar con un buen libreto. Las palabras hacen la música. Así que, tras su infarto, Sotelo recibió la visita en el hospital del escritor, músico y amigo de la infancia Andrés Ibáñez (Madrid, 1961). Ambos habían coincidido en el colegio Ramiro de Maeztu y tejieron su relación en los recreos, donde el amor por la música les unió mientras el resto de niños jugaban en el patio. A esa edad Ibáñez ya era capaz de componer piezas dodecafónicas y escribía óperas, recuerda Sotelo. Un “bicho raro, raro”, como le señala con cariño su amigo. Al salir del hospital empezaron a hablar y a darle vueltas al proyecto. Pero Ibáñez no lo dudó ni un segundo. “Me parecía una obra perfecta para hacer una ópera. El público es puro teatro, sueño, magia… y eso es lo que es la música. El reto era no traicionar la obra. Me plantee escribir un libreto nuevo, pero no tenía sentido”, señala el autor en una de las salas del edificio del Teatro Real. Y entonces se propuso condensar la obra de Lorca y hacerla cantable sin modificar las palabras originales. Había que reducir sin recortar la fuerza. Ese era el reto. A partir de ahí, Sotelo podría trabajar en su compleja partitura.
Hubo otro nombre en la génesis del proyecto: Pablo Heras-Casado (Granada, 1977). El director empezaba entonces a despuntar en los podios internacionales, y Mortier, entre otros encargos (como la inauguración de su primera temporada en Madrid con Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny), quiso encomendarle la dirección musical de la pieza. No podía ser otro. Por su enorme y precoz talento, y por su vinculación con el mundo del que procedía Lorca. Era perfecto. “Si no le contratamos ahora, dentro de un tiempo ya no tendrá fechas para nosotros”, le dijo a Sotelo, que entonces se encontraba en el Instituto de Estudios Avanzados de Berlín (Wissenschaftskolleg). Acertó de pleno.
Cinco años después, en la sala de ensayos de la octava planta, Heras-Casado da las primeras instrucciones a la soprano Isabella Gaudí. Ahora le toca a él terminar de engrasar la compleja y simbólica obra del compositor y convertir en ondas sonoras todas las horas de trabajo depositadas en los pentagramas. El Klangforum de Viena (36 músicos), la prestigiosa orquesta especialista en música contemporánea que interpretará la obra, todavía no ha llegado a Madrid. Apenas tendrá 10 días para los ensayos. De momento solo hay un piano y la percusión de Agustín Diasera. Comienzan abordando el prólogo, el aria del Pastor Bobo. El bailaor vestido de caballo, con pezuñas y aire transexual, como también irán los cantaores durante las representaciones. Y funciona. Sotelo está encantado con los primeros avances. “Es muy bueno, entiende perfectamente la obra”, susurra mientras Heras-Casado ajusta, con su asistente Pedro Pablo-Prudencio, algunos detalles de la partitura. El creador asistiendo a la materialización de su pensamiento musical. Una situación rara en el mundo operístico. Dicen que no, pero se nota que hay nervios.
“El público’ es puro teatro, sueño, magia... y eso es lo que es la música”, explica el libretista Andrés Ibáñez
Crear una ópera en el siglo XXI, tal y como lo concebía Gerard Mortier, tiene algo de sentarse en una gran mesa de trabajo y ser capaz de fusionar distintas disciplinas artísticas colocándolas al servicio de una gran historia. La Gesamtkunstwerk (obra de arte total) wagneriana no tiene límites hoy día. El cine, el videoarte, la electrónica, el mapping visual… En esta ocasión, por ejemplo, estaba claro que, además de los elementos electrónicos que contiene la composición de Sotelo, el flamenco tendría un papel importante en El público. Ahí están los cantaores, el percusionista, el bailaor y el genial guitarrista Juan Manuel Cañizares. Y puede que en esa mezcla resida una de las dificultades en el encaje de una pieza de la que no existen referencias anteriores para orientarse. “Las diferencias de canto entre la ópera y el flamenco son evidentes. Los lenguajes para comunicarte con ellos son distintos. Nosotros, por ejemplo, contamos compases. Ellos agrupan en secuencias rítmicas distintas. Hacen estructuras, frases… no leen partitura, aunque tienen un sentido de la afinación perfecto. Pese a todo, sus ritmos para mí son completamente familiares, he mamado todo eso”, señala Heras-Casado. Arcángel lo confirma, aunque admite que lo más complicado para ellos ha sido lo de actuar sobre el escenario. “Todo lo hemos hecho buscando la forma de supervivencia que tenemos los flamencos”, resume.
Mientras todo eso sucede, en la quinta planta, entre maniquíes, patrones y telas, 20 personas se encargan de la sastrería de la obra. Carlos Palomo es el responsable para esta producción, y su misión y la de su equipo consiste en interpretar los deseos, no siempre tangibles, de cada diseñador. En este caso, los del figurinista polaco Wojciech Dziedzic. “Ellos hablan de conceptos, nosotros tenemos que transformarlo en realidad”, explica Palomo, mientras muestra algunas de las piezas de vestuario de la producción. La revolución esta vez ha sido el descubrimiento de una tela sedosa que permitirá crear una sensación de transparencia gaseosa con el movimiento. El resultado, colgado ya en los burros, es espectacular. Y hecho en casa. Pero algunas piezas de esta obra son tan rompedoras y delirantes que su confección ha de externalizarse. En este caso, en un pequeño taller del barrio de Lavapiés, donde el diseñador libanés Assaad Awad, autor de trajes y complementos que han lucido estrellas del pop como Lady Gaga o Madonna, termina estos días de perfilarlas.
De la sastrería, entre otras piezas únicas para esta producción, saldrán los trajes de los protagonistas. El barítono José Antonio López, por ejemplo, interpreta a Enrique, un director teatral que debe afrontar su verdadera condición sexual y artística interpelado por su amor prohibido por Gonzalo. La dualidad y el juego de máscaras de la vida tienen su plasmación a través dos formas de entender el arte: el Teatro al Aire Libre, convencional y con ánimo de agradar al espectador, y el Teatro Bajo la Arena, guiado por una voluntad de revelar el misterio, lo inconfesable y sacudir los valores establecidos. De ahí, en parte, el laberinto metafórico que plantea en el suelo del escenario Alexander Polzin. Una metáfora también de la complejidad de una obra que a ratos puede parecer una ensoñación delirante y que terminará arrojando al público una imagen de sí mismo reflejado a través de enormes espejos colocados en una escena desnuda.
Pero las tripas del Real también son un laberinto. Imposible salir de ahí sin un mapa o un acompañante. Junto a la sastrería se encuentra el departamento de caracterización, todo un universo de pelucas a medida, bigotes y maquillaje donde estos días 10 personas se encargan de que los actores dejen de parecerlo y encarnen físicamente a sus personajes. No paran nunca. Cuando no se preparan materiales, se maquilla a los cantantes antes y durante la función. Para complicarlo más, el final de unas obras se solapa con la preparación de las siguientes. Su jefa, Rosa Caballero, cuenta cómo estos días, mientras terminaban las funciones de Hansel y Gretel, el departamento trabajaba ya en unas enormes pelucas de dos metros de largo que lucirán los caballos, tres personajes clave de la obra que representan esos instintos desbocados tan presentes en las piezas de Lorca. “Aquí todo está conectado. Cuando se mueve una ficha, se mueven todas”, señala mientras una compañera peina cuidadosamente una cabellera artificial.
Y cuando las piezas de este dominó empiezan a moverse, el temblor alcanza también los talleres de utilería en los sótanos del edificio, donde se crean todo tipo de artefactos –desde coches clásicos a tamaño real hasta un cadáver a imagen y semejanza de uno de los cantantes– o se diseñan los efectos especiales de las producciones con una pericia extraordinaria. Estos 24 artesanos (para esta producción trabajan 20) son capaces de inventar y construirlo casi todo. Ahora preparan unos cascos con gigantescas crestas de colores que deberán colocarse en la cabeza de varios niños. Sin un departamento así sería imposible mantener un teatro de ópera creativa que no se ciñese a producciones de repertorio ya representadas. Pero en el Real siempre se puede ir más abajo, y a 16 metros bajo tierra se encuentra la sala de ensamblajes. Soldadores, ebanistas… son los maquinistas y los mecánicos escénicos, que se encargan de montar en el subsuelo el escenario que luego irá subiendo hasta colocarse a la altura del patio de butacas. Carlos Abolafia, un tipo curtido en la trastienda del escenario al que no parece impresionarle ya ninguno de estos descomunales subsuelos, mira hacia su equipo y cuenta cómo este “oficio se transmite de padres a hijos”.
A Gerard Mortier, en cambio, nunca le sucedió eso. Su padre era panadero y él decidió estudiar Derecho. Pero siempre consideró que la ópera, en la tradición de Monteverdi, debía ser un teatro político. “Tiene que ocuparse de lo que la ley no puede resolver”, solía reivindicar. Buscaba siempre una función social en todo lo que subía a escena. Por eso, cuando supo que vendría a España, pensó en fraguar una de sus aportaciones a través de la figura de Lorca. Lo hizo primero con Ainadamar, la composición de Osvaldo Golijov que montó Peter Sellars. Y ahí conoció a Robert Castro, director teatral que entró en el universo lorquiano por primera vez ya hace mucho dirigiendo Así que pasen cinco años. Castro vive hoy en el barrio de Harlem de Nueva York, justo enfrente de la residencia donde Lorca pasó los últimos días de una estancia más bien angustiosa. “Cuando llegó a Cuba y escribió esta obra, estaba descubriendo quién era realmente. Diría que El público trata sobre ese amor radical que trasciende el género y la forma. El poder de subversión es peligroso, pero el único camino para el progreso es la revolución”, explica Castro en una de esas mañanas en las que llega el primero al ensayo.
Laura García-Lorca, sobrina del poeta y entregada desde el primer minuto al proyecto, no tiene duda de que el resultado final será bueno. “Es una obra complicada, pero quizá no tanto para ópera. Tiene muchas capas y carece de respuestas únicas. Justamente creo que es un lenguaje que se puede acercar más a la música”. Todavía no ha visto nada. El martes, cuando baje el telón al final del segundo acto, la historia habrá terminado. Quedarán siete funciones más, pero el trabajo de gestación de una ópera del siglo XXI habrá concluido. Mauricio Sotelo podrá relajarse. Será el momento de disfrutar de la obra con amigos, como el legendario pianista Alfred Brendel, que vendrá a verla a principios de marzo. Empieza a imaginárselo y sonríe. Especialmente teniendo en cuenta lo mal que pintaba aquella noche de 2010 cuando todo estuvo a punto de irse al garete. “Cuando pase la primera función, me sentaré con un buen vino y me preguntaré qué ha pasado desde aquella conversación con Mortier”.
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