Joanne Liu: “El ébola es una muerte extremadamente cruel”
Recién llegada de la batalla contra el ébola en Monrovia (Liberia), la presidenta de Médicos Sin Fronteras relata la soledad del médico en la lucha contra una epidemia jamás vista.
Joanne Liu apuntaba maneras desde el minuto uno. Su primera misión con Médicos Sin Fronteras en Mauritania, que le llevó, tras dos días en coche escuchando en bucle una casete de Celine Dion, a perderse en medio de la nada para llegar a un lugar llamado Bassikounou, concluyó con su dimisión y un regreso adelantado. La actividad en el campo de refugiados no se correspondía con la acción con que ella había soñado y, además, no le gustaba cómo se estaban haciendo algunas cosas. En la organización se dieron cuenta de su determinación. Y ella superó su decepción con espíritu montañero: “Esto es como la escalada’, pensé. Cuando te caes tienes que volver a subir enseguida; si no, no volverás a subir jamás”.
Liu pronuncia estas palabras en una pequeña sala de reuniones en el cuartel general de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Ginebra (Suiza). Dos semanas después de aquel episodio, ocurrido en 1996, se embarcó en una nueva misión rumbo a Sri Lanka.
El tsunami de Indonesia, el terremoto de Haití, los bombardeos en Siria. Tras 20 misiones en 16 países, Liu, de 49 años, nacida en Charlesbourg (Canadá) en el seno de una familia que regentaba un restaurante chino, el China Garden, en la ciudad de Quebec, llegó el año pasado al puesto de presidenta de Médicos Sin Fronteras, una ONG en continua expansión que cuenta ya con 30.000 empleados en 67 países.
Mujer de acción, concede esta entrevista en una tarde de diciembre, al poco de llegar de la primera línea de lucha contra el ébola. Se muestra como una persona determinada, exigente: si hay algo que no soporta, dice, es la incompetencia. Habla francés con su acento quebequés y desliza en su discurso, varias veces, expresiones en inglés.
¿Se han sentido ustedes solos durante la crisis del ébola? Absolutamente. Ha habido momentos de gran soledad para MSF, de gran angustia y casi de desesperación. Los primeros casos confirmados oficialmente se dieron en marzo, y el primer actor, al principio de la epidemia, fue MSF. Los demás solo llegaron a lo largo del verano, y con cuentagotas. En junio vimos que era una epidemia sin precedentes, que estaba fuera de control. Muchos al principio nos criticaron por invocar al lobo, nos acusaron de ser alarmistas. No queremos dar lecciones, pero nos llevó dos meses despertar a todo el mundo en cuanto a la amplitud de la crisis. No sé qué más podríamos haber hecho para que nos escucharan. E incluso una vez que fuimos escuchados, no fuimos necesariamente comprendidos.
¿Finalmente sintieron que les habían comprendido? Todo el mundo ha comprendido que el ébola es una gran epidemia. En la historia, jamás habíamos visto algo así, se navega en lo desconocido. La gente entendió el sentido de la urgencia. Pero eso no necesariamente se tradujo en despliegue rápido de acción. No es fácil trabajar con el ébola, es una enfermedad altamente contagiosa que, una vez contraída, tiene una alta tasa de letalidad. Todo actor que se roza con el ébola se roza con la muerte. Nuestro mensaje fue escuchado al final del verano, no porque lo gritáramos bien alto, sino porque el ébola llamó a la puerta de los países del Oeste con pacientes infectados que eran repatriados a sus naciones de origen.
Como ocurrió en España… Primero el cura, un cirujano, luego las enfermeras. De pronto fue como un despertador: “Cuidado, esto no ocurre solo en un país lejano de África”.
Y todo el ruido mediático que generó también el caso de Estados Unidos. Supongo que para ustedes debió de ser duro ver que un solo caso se amplificara tanto. Por supuesto. Nos dimos cuenta de la psicosis que eso iba a crear. Comprendemos la ansiedad que puede suponer como desafío de salud pública. Cuando se ve todo lo que se movilizó por un caso, y no quiero hacer malas comparaciones… la gente comprendió que es complicado trabajar con el ébola. Dos casos en España, algunos en Estados Unidos. Y por otro lado, países de África Occidental sufriendo una epidemia, hablamos de una escala de millares de casos… Todo el mundo pudo ver la noción de humildad después de eso.
Usted describió la situación como estar en una primera línea de fuego con una ametralladora disparando todo el tiempo. Hablaba del factor del miedo y de la exposición. Antes de ir le pregunté a la gente cómo vivía la situación sobre el terreno. Médicos Sin Fronteras trabaja en 67 países, muchas veces en zonas de conflicto o posconflicto; nuestros equipos se ven confrontados a la violencia, escuchan bombardeos, oyen disparos, están extremadamente expuestos, es extremadamente estresante. Uno de nuestros compañeros, de logística, me miró a los ojos y me dijo: “Hace 20 años que trabajo con MSF, pero cuando me he visto en una misión contra el ébola, tenía la sensación de estar en una línea de frente con metralletas que no paraban de dispararme”. La amenaza está presente todo el rato, no hay tiempos muertos. Estuve en Siria cuando se produjeron los bombardeos del año pasado. Estoy allí, cielo azul, sé que va a haber bombardeos, un avión, escucho la bomba que cae, oigo la ambulancia, los pacientes llegan a mi sala de urgencias, me ocupo de ellos, dos horas de caos, paciente estabilizado, se lo llevan a la sala de operaciones, y después dos o tres horas en las que prácticamente jugamos a las cartas, hasta el siguiente ataque. Pero durante esas dos o tres horas tomamos aire. En los centros de ébola uno no tiene un instante de respiro.
¿Es la situación más complicada a la que ha tenido que hacer frente? No es la más complicada, no me gusta comparar, no comparo las complejidades ni las tragedias. Pero creo que lo que es notorio en este caso es el factor de miedo, de exposición, la confrontación cotidiana con la muerte. Es algo que no resulta fácil. En otros contextos, como en la República Centroafricana, vemos llegar muchos heridos, oímos hablar de muertos, pero no los tenemos delante, no mueren delante de nosotros. En el caso del ébola, con una media del 50% de pacientes que mueren, se ve rápido: tienes una tienda de campaña con diez pacientes, hay cinco que no saldrán de allí. Enfrentarse a eso, cotidianamente… Cuando trabajo en Sainte-Justine, en Montreal, un hospital que ve 70.000 pacientes al año, la media de fallecimientos en urgencias es de seis por año. Eso se cumple en unas cuantas horas o en un día con la crisis del ébola. Ya no estamos tan acostumbrados a confrontarnos con la muerte. Y no es solo eso: es una muerte extremadamente cruel.
Porque están solos… Porque están solos y el humano no está hecho para morir solo, rodeado de cosmonautas. Y eso es lo que pasa con el ébola. No hay nada que te rasgue más que ver a un niño morir sin su madre, ¡no es posible! Humanamente, tenemos todos ganas de llorar. El doctor Darren, uno de mis colegas, dice que hay un momento en que notas bruma en tu máscara, pero no es bruma, es que emocionalmente es insoportable…
Con el ébola, la amenaza está presente todo el rato. No hay tiempos muertos”
¿Qué lecciones han extraído de la crisis del ébola en cuanto a la respuesta de la comunidad internacional? La OMS tenía una unidad de respuesta de emergencia que, por razones presupuestarias, se cerró hace dos años. Es difícil de saber. Lo que es seguro es que ha habido un problema de gobernanza internacional para tomar el liderazgo en la respuesta al ébola. Desde el principio hemos dicho que no es una organización internacional privada la que debe hacer esto. Tenemos instancias que hemos creado, en particular la Organización Mundial de la Salud (OMS). Forma parte de sus cometidos, o al menos así se percibe. Como bien ha dicho usted, han tenido problemas de financiación recientemente y eso les ha restado capacidad operativa. Pero la gente espera que sean capaces de responder de manera significativa en estos casos. No quiero fustigar a la OMS, pero yo recuerdo haber tenido reuniones con ellos en las que les hemos dicho: hace semanas que decimos que se trata de una epidemia sin precedentes, fuera de control, y solo hay una persona legitimada, y que va a ser escuchada, para hacer un anuncio así: la directora general de la OMS.
¿Y cómo se soluciona este problema de gobernanza mundial? No creo que haya que privatizar esta cuestión. Si hoy la OMS no tiene la capacidad por equis razones, ¿habría que pensar en devolvérsela? Porque una historia como la del ébola se volverá a repetir, será otro virus, u otra cosa. O se devuelve esa capacidad a la OMS, o se crea una nueva instancia internacional a partir de la ONU que pueda hacerlo. Es prioritario darse un mecanismo internacional para responder a la próxima gran crisis de salud pública de alcance global.
¿Cómo hace usted para gestionar la vuelta a Europa después de una situación tan extrema? ¿Cómo se adapta? ¿Le parece que en esta parte del mundo vivimos en una burbuja? Yo lo suelo llamar el síndrome del veterano. Es como el que va a la guerra, vuelve a casa, intenta explicar lo que ha pasado y nadie le comprende excepto otro veterano que ha vivido lo mismo. Es verdad que cuando vuelves de sitios difíciles es complicado que tu entorno entienda lo que tú has vivido. La gente no sabe lo que es tener un paciente fallecido de seis años, ponerlo en una bolsa, desinfectarlo y enviarlo al crematorio. Son esas cosas las que te quedan cuando vuelves, son ese tipo de flases. Recuerdo cuando volví de Darfur, donde veía a 200 pacientes por día; fue un horror el número de niños que fallecieron. Cada vez que me llegaba uno en Montreal, les preguntaba a los padres: “¿Están seguros de que su hijo está malo?”. Tuve una guardia de urgencias cuando acababa de regresar de una crisis nutricional donde los niños de tres años tenían el peso de uno de seis meses. Mandé a todo el mundo para su casa. Nadie estaba enfermo: o se estaba muriendo, o no estaba enfermo. La verdad es que la gente nos dice: “Debe de ser terrible ir a trabajar a esos sitios”. Pero yo tengo muchas más dificultades al volver. Muchos de mis colegas comparten esta opinión. Mi shock nunca es ir allí, sino volver.
Y cuando regresa, ¿en qué se traduce ese shock?, ¿cómo hace ese reajuste? Cuando estás en medio del desierto, eres el único médico en mil kilómetros a la redonda, la gente camina durante tres semanas para venir a verte… Me ocurrió cuando estuve en el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia. La gente llega en un estado en el que no te planteas si se trata de una urgencia o no. Cuando vuelves a Montreal, al hospital de Sainte-Justine, y alguien te llega a las cuatro de la tarde y te dice que su hijo tiene fiebre desde las doce, piensas: “¿Ah sí? ¿Y qué más?”. Y entonces te das cuenta de que en nuestro caso, de vez en cuando, hay grandes urgencias, pero en su mayoría son urgencias percibidas, una inquietud, una ansiedad parental enorme. ¿Está el niño malo? Pues no; se ha cogido un catarro en la guardería y ya está. Eso es lo que es difícil, ¿cómo ser cínico y tener siempre empatía hacia tus pacientes? Porque tú no tienes por qué juzgar por qué vienen. Es en eso en lo que yo necesito un reajuste.
Claro… Recuerdo que había ocasiones en que las enfermeras me decían: “Creo que es mejor que no vea a este paciente”. Porque sabían que necesitaba compensar, reajustarme.
Nuestros pequeños problemas… Es la bobología de nuestro mundo occidental, de vez en cuando, cuando regresas, resulta difícil.
¿Se replantea uno al volver la manera en que funciona nuestro mundo? La realidad de los países de África Occidental resulta distante, la gente no tiene una imagen mental. El humano en general, me gusta decirme esto a mí misma, me reconforta, tiene un poco de empatía en la base. Pero el hecho de que la gente se vea impotente con estas crisis hace que pierdan el interés. “¿Nosotros qué podemos hacer?”, me preguntan. Hay tres maneras de implicarse. Uno: romper nuestra indiferencia sobre lo que pasa en otros lugares, porque ya solo con hablar de ello ejerceremos presión, haremos un mundo mejor; dos: contribuir con recursos, enviar dinero, ayudar moralmente a gente que va a estos lugares; y tres: decidirse a ir uno mismo, hacer un voluntariado.
Usted, de hecho, se fue como voluntaria a Malí, con la organización Carrefour Internacional, un viaje que, según leí, tuvo gran importancia en su vida y le llevó a querer ser médico en África. ¿Imaginaba que sería algo como lo que acaba de vivir con el ébola? En general uno no sabe en lo que se embarca hasta que está en ello. Es como cuando uno empieza un crucero. Bueno, yo no lo he hecho nunca, pero se ven las fotos, la gente en las piscinas, y cuando empieza el viaje el cielo se cubre, das vueltas en cubierta… Cuando uno se embarca, hace una apuesta. De adolescentes tenemos una visión romántica de las cosas. Yo leí libros sobre Médicos Sin Fronteras desde la adolescencia, y me decía: “Eso es lo que hay que hacer”. Y, efectivamente, tras mi estancia en Malí me dije: “Es esto, voy a trabajar en África”.
¿Qué pasó en ese primer viaje? ¿Qué le hizo pensar que era eso lo que tenía que hacer? El desfase con respecto a los recursos: el acceso a los cuidados, al agua, a la Seguridad Social… Ver a niños mendigar por todas partes, conocer la tasa de mortalidad de los menores de cinco años… Me dije que aquello no era normal, quería contribuir. Elegí Médicos Sin Fronteras porque soy una persona de acción. Soy pediatra de urgencias, hice mi especialidad en Estados Unidos.
Sí, además se fue a un hospital muy concreto [Bellevue, en Nueva York] para formarse específicamente en urgencias pediátricas, ¿no? Sí, todo estaba planificado. Desde que soy muy joven he tomado decisiones. Mis elecciones profesionales han ido orientadas a poder llevar una competencia notoria a otros países, y no a trabajar en naciones extranjeras que dieran buenos rendimientos.
Joanne Liu
Tuvo como primera misión con Médicos Sin Fronteras actuar en un campo de refugiados mauritano en Bassikounou, cerca de la frontera con Malí. Corría el año 1996. Otro campo de refugiados en Kenia, programas para ayudar a las víctimas de violación en la República Democrática del Congo, el tsunami de 2004 en Indonesia, el terremoto y la epidemia de cólera en Haití, los bombardeos del año pasado en Siria… Y van 20 misiones en 16 países en apuros. Liu, nacida hace 49 años en Charlesbourg (Quebec, Canadá), accedió en 2013 a la presidencia de Médicos Sin Fronteras, organización que nació el 21 de diciembre de 1971 y que en 1999 fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz.
James Orbinski, que fue presidente de MSF Internacional de 1998 a 2001, dice de usted que tiene grandes habilidades de liderazgo. Y gente que la conoce bien nos cuenta que es usted una persona muy práctica y con mucho sentido común. ¿Se ve reflejada en este retrato? Bueno, nunca he tenido un papel de mucho liderazgo hasta ahora; considero que aún estoy haciendo un aprendizaje; es una gran lección de humildad estar en este tipo de puestos. Y tengo un equipo que me sostiene. Me extraña que la gente no haya hablado de mi franqueza, porque me lo dicen a menudo. Yo al gato le llamo gato. Es, sin duda, una de mis características: ser muy, muy franca.
¿Y esto le acarrea problemas? Sí, he tenido ciertos problemas. De vez en cuando visto un poco lo que digo, lo intento, pero soy bastante directa. Afortunadamente, estoy en una organización que es bastante directa.
Nació en el seno de una familia que regentaba un restaurante chino en Quebec. ¿Supuso un gran esfuerzo para los suyos y para usted el que se convirtiera en médico? Vengo de un país relativamente rico y en el que se tiene acceso a la educación. Incluso formando parte de la clase obrera, con un cierto talento puedes tener acceso a estudiar para médico.
¿Trabajó en el restaurante de sus padres? Claro que trabajé, la cultura del trabajo infantil… Trabajamos todos en el restaurante de mi padre: mis hermanos, mis hermanas, mis primos. Todos.
¿Y en aquella época ya soñaba con ser médico? Yo era una adolescente, tenía en torno a los 13 años. Pero el último año antes de entrar en Medicina aún trabajaba en el restaurante de mi padre. Le extrañó un poco que yo quisiera estudiar Medicina. Formo parte de una cultura que es bastante conservadora.
¿Fue complicado? Cuando mi padre supo que yo iba a estudiar Medicina me dijo: “Con demasiada educación no encontrarás nunca un marido”.
¿Y es cierto que tuvo problemas de acoso en el colegio con sus compañeros por sus orígenes? Ah, sí, claro. Hay que remontarse a los años setenta en los suburbios de Quebec, una china en la escuela primaria. Cuando eres pequeño, si eres gordo, pelirrojo, chino o negro, te caen de todos los lados. Los niños toleran muy mal la diferencia.
Ha contado usted que estuvo en Siria. Sería interesante conocer qué opinión tiene sobre un episodio que resultó bastante polémico en agosto de 2013, cuando Médicos Sin Fronteras informó de un ataque con armas químicas por parte del régimen de Bachar el Asad que luego sirvió como desencadenante de la intervención de Estados Unidos en el conflicto. Yo no estaba en este puesto aún.
Sí, pero ¿qué opinión tiene de ese episodio? Es un poco difícil decirlo porque lo viví desde Canadá, de manera muy distante. Recuerdo que me enteré a la vez que todo el mundo, por las redes sociales. Mi primera reacción fue preguntar a los compañeros: “¿Es información de primera o de segunda mano?”. Por ahí iban todas las discusiones internas. Es evidente que nuestra información fue instrumentalizada hasta un cierto punto. Pero eran testimonios de médicos con los que manteníamos una relación de trabajo desde hacía varios meses y confiábamos en lo que nos contaban.
¿Es uno de los episodios en que más se ha instrumentalizado la información de Médicos Sin Fronteras? Nos instrumentalizan permanentemente.
¿En qué? Creo que en aquella ocasión, con la información que teníamos en nuestras manos, hicimos un comunicado de prensa. Luego ese comunicado fue reproducido y en cierto modo manipulado.
¿Por quién? Bueno, la gente lo sintetiza y publica que “MSF dice…”, cuando lo que nosotros decíamos era: “Una red de médicos nos informa de que hay síntomas que se corresponden con intoxicación por armas químicas”. Es lo que decíamos, dejábamos bien claro que no lo decíamos nosotros, sino que nos lo decían a nosotros.
O sea, que piensa que MSF lo hizo bien. En esto no hay bien ni mal. Yo no creo ni en el bien ni en el mal en general. Creo que siempre estamos en tonos grises.
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