Viajes entre la ficción y la no ficción
En Alburquerque busqué esa Piedra del Berrocal del niño descendiente mezcla de moros y judíos viviendo entre los cristianos
Navegar es preciso. Buscar excusas para llegar a algún sitio. Un lugar que se quede en nuestra memoria o en nuestras fotos para poder decir: yo estuve allí. ¿Y qué? Para qué buscamos botellas de whisky escondidas en aquella casa en Oxford, al lado del Misisipi, en algún lugar de Yoknapatawpha. O salimos huyendo de los mosquitos, y de las rancheras de María Alejandra, en el hotel del cónsul Firmin en Cuernavaca, bajo aquel volcán donde entre borracheras e iluminaciones escribió un tal Malcolm Lowry. No conservamos fotos de aquella noche en el derruido castillo de Lacoste, del poco divino Marqués de Sade. Ni de la rápida huida de ratones demasiado humanos en la habitación de La Louisiane en Saint Germain Des Pres donde se cruzaban –cada uno con sus gustos– Sartre y Genet. Sí tenemos una hermosa postal de la cocina azul donde el gran Louis Armstrong soplaba la trompeta, bebía café y tocaba a su mujer –supongo– en ese modesto chalet en un lugar de Queens, Corona. Lejos, muy lejos de los tiempos de las pérgolas, el tenis y las elegantes cuevas de jazz en los hoteles de Manhattan. No quería ser incoloro.
Mis viajes literarios, a golpes de mitomanías y decepciones, de rebajas de la realidad y felices encuentros con el deseo, tienen su comienzo en la adolescencia. En incursiones furtivas al interior de una iglesia golpeada por la Guerra Civil en Alcalá de Henares. La misma donde hace algo más de 467 años bautizaron a Miguel de Cervantes. El viaje para fumar, y otras picardías, refugiándonos al lado de aquella pila bautismal abandonada, fue el primero a un lugar literario de no ficción. También visitábamos, por prescripción de bachilleres alcalaínos, su casa natal de la calle Mayor, al lado de la renovada donde nació Manuel Azaña. Una casa más falsa que Judas, en expresión políticamente incorrecta de los niños que nos educamos en los años de la OJE y el FEN.
Maneras de vivir y de viajar que no se corrigen con la edad. Buenas para curarte del nacionalismo –del de Reus, Lavapiés o el Morrazo– pero que no te quitan la pulsión de visitar como un groupie lugares que otros han contado, vivido o imaginado. Una noche de invierno, hace ahora casi treinta años, fui un viajero en Lisboa atrapado por una novela sobre el año de la muerte de Ricardo Reis. Me alojé en el hotel Bragança, cerca de ese lugar donde acaba el mar y empieza la tierra, en la misma habitación que nunca ocupó Reis. Al día siguiente, en compañía de Lorenzo Díaz, le conté a Saramago mi noche en aquel hotel, entonces prostibulario y ahora cool, y se sorprendió. El futuro Nobel, recién enamorado de una periodista española llamada Pilar, ya estaba pensando en pasiones reales.
Así somos, si así os parece. Hace dos semanas, con el libro de Landero y el impulso que provoca la emoción compartida de las afinidades literarias, me escapé a Alburquerque, Extremadura. Recordé otro Albuquerque, el de un poeta añorado y nocturneado de nombre Ángel González en Nuevo México, tan lejos de la realidad, tan cerca de Cernuda. Aquí busqué esa Piedra del Berrocal del niño descendiente de los hojalateros, mezcla de moros y judíos viviendo entre los cristianos, de aquellos conversos de la raya portuguesa llamados Landero. Una familia metáfora de este lugar llamado Extremadura. Extrema, dócil, aventurera, viajera, ilustrada y necesaria. Encontré la piedra y no era una de las siete maravillas, como había pensado el niño de campo que hizo su viaje real desde Valdeborrachos, la finca donde creció en unas casas fabricadas por sus antepasados. Allí siguen, entre las ruinas de nuestras emociones, más allá de la literatura. Mi penúltimo viaje literario y sin fotos. Tengo que hacerme mejor periodista. O mejor japonés, más fácil.
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