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Juego de espejos rotos

Llevando al límite la reinvención personal, los impostores despliegan un juego de espejos que envuelve también a los burlados, y que mezcla la comedia y el drama.

Gregor MacGregor, célebre estafador escocés del siglo XVIII.
Gregor MacGregor, célebre estafador escocés del siglo XVIII.Berto Martínez

En los primeros años 2000, mientras Enric Marco se regodeaba en su papel de superviviente del genocidio nazi, la barcelonesa Alicia Esteve estrenaba el personaje que la catapultó a la fama: Tania Head, otra superviviente, en este caso del atentado contra las Torres Gemelas. Contó con detalle su escapatoria del infierno en el que perdió a Dave, su prometido. Presidió con loable dedicación una asociación de víctimas del 11-S y se codeó con las autoridades hasta que The New York Times destapó en 2007 su ficción: ni trabajaba en Merril Lynch, ni había vivido el atentado. Dave era el único elemento real en su relato. Pero ella nunca lo había conocido.

Las tragedias inspiran a los impostores. La realeza, también. Mary Baker y Franzisca Schanzkowska se coronaron con dramáticas puestas en escena. La primera, en una playa inglesa, en 1817. Vestía ropas estrafalarias y hablaba un lenguaje rarísimo. Logró explicar que había escapado de un barco pirata: era la princesa Carabú de las islas Javasu, allá por el océano Índico. Nadaba desnuda, disparaba flechas y adoraba al dios Alá Talá, haciendo las delicias de las fuerzas vivas de Gloucestershire. Hasta que alguien descubrió que la princesa exótica era en realidad una humilde criada. Tuvo una vida trepidante, acabó vendiendo sanguijuelas e inspiró una película de Michael Austin en 1994.

Alicia Esteve, falsa superviviente del 11S.
Alicia Esteve, falsa superviviente del 11S.Berto Martínez

Schanzkowska, por su parte, se dio a conocer en Berlín en 1922. Aquella hermosa joven que estaba a punto de suicidarse en el río Spree dijo llamarse Anna Anderson y acabó confesando ser la gran duquesa Anastasia, hija pequeña del infortunado zar Nicolás II. Schanzkowska, polaca y semianalfabeta, llegó a desconcertar a los jueces y a la propia familia Romanov con la profusión de datos que aportó durante décadas. Los análisis genéticos practicados en 2007 a los restos de la familia del zar acabaron con la superchería. Para entonces, Franzisca-Anna-Anastasia había pasado a mejor vida. Pero tuvo tiempo de ver a Ingrid Bergman en su papel, en la película dirigida en 1956 por Anatole Litvak.

La princesa Carabú y la falsa Anastasia cabalgaban sobre el delirio. Pero el militar escocés Gregor MacGregor, que combatió en América junto a Simón Bolívar (y se casó con una prima del Libertador) estaba muy cuerdo cuando regresó a Inglaterra como el príncipe de Poyais. MacGregor repartió folletos y vendió parcelas y bonos de aquel país caribeño tan próspero como ficticio. El rey Jorge IV lo nombró sir para promover las relaciones bilaterales. Decenas de colonos viajaron hasta Poyais para encontrarse con la muerte en la insalubre Costa de los Mosquitos nicaragüense. Mac­Gregor no sirve como ejemplo edificante: huyó a Francia y cuando gastó su fortuna regresó a Venezuela, donde recibió el rango de general y una pensión vitalicia.

Frank Abagnale, en cambio, se pasó del lado de los buenos. Ha colaborado con el FBI en la lucha contra el fraude y hoy diseña cheques antirrobos. Eso después de haber sido uno de los estafadores más precoces de la historia. Ha pasado a la posteridad con el rostro de Leonardo di Caprio en la película Atrápame si puedes, de Steven Spielberg.

El francés Jean-Claude Romand también ha inspirado películas, pero del género dramático. A lo largo de 18 años, Romand tejió una existencia ficticia como exitoso investigador de la Organización Mundial de la Salud. En realidad no pasó del segundo año de Medicina, y no tenía trabajo. Sacaba el dinero a sus amigos con inversiones inexistentes. En 1993, cuando la trama se hizo insostenible, asesinó a su esposa, hijos y padres. Su familia, dijo, no habría soportado saber la verdad. Hoy cumple cadena perpetua y es el protagonista del libro El adversario, de Emmanuel Carrère.

Jean-Claude Romand asesinó a su familia cuando estaban a punto de descubrirle.
Jean-Claude Romand asesinó a su familia cuando estaban a punto de descubrirle.Berto Martínez

El límite borroso entre la realidad y la impostura forma parte de nuestras vidas. Artur Baptista da Silva se presentaba como consultor económico de la ONU y deslumbró a sus compatriotas portugueses con frases como esta: “Nos preocupan las consecuencias sociales de las medidas de austeridad, que llevan a Portugal al desastre”. Justo lo que quería oír un país ahogado por los recortes y los impuestos. Da Silva se convirtió en gurú. Daba conferencias, pontificaba en televisión. Cuando una periodista se tomó la molestia de documentarse, todo saltó por los aires. Al final, resultó ser un expresidiario condenado por falsificación de documentos. Da Silva nunca cobró por sus conferencias. Y con sus parrafadas absurdas dejó en evidencia a los expertos.

Justamente en Lisboa corre una leyenda sobre un impostor inanimado. Es la estatua del rey Pedro IV, emperador de Brasil, en la plaza del Rossio. Hay quienes aseguran que el imponente jinete es Maximiliano de Austria, emperador de México, cuyo bronce quedó varado en Lisboa en 1867, cuando se supo de su fusilamiento en Querétaro. Poco importa. Como decía el pintor Elmyr de Hory, cuyas falsificaciones adornan museos por todo el mundo: “Si cuelgas una pintura falsa y la dejas el tiempo suficiente, termina por volverse auténtica”.

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