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EL PULSO
Columna
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En el nombre del hijo Máximo

La imagen popular retrataba al hijo de los Kirchner en el salón de su casa, aferrado a una consola de PlayStation

Martín Caparrós
Máximo Kirchner, hijo de Néstor y Cristina.
Máximo Kirchner, hijo de Néstor y Cristina.Alejandro Pagni (getty)

Hasta ahora, todas sus apariciones públicas eran una sola: segundos en una película de homenaje póstumo a su padre donde, sonriente, pronunciaba una frase rara:

–Jugábamos a los soldaditos y pasaba papá y rompía todo. Eso hacía Néstor, por ahí estabas jugando y de repente pasaba y rompía todo… Creo que por ahí nos estaba enseñando algo.

Máximo Carlos Kirchner era, si algo era, la gran incógnita de la política argentina. No porque hubiera despertado muchas expectativas: cuando se hablaba de él se entreveía, tras nieblas de misterio sostenido, de silencio incesante, a un muchacho robusto y ya mayor, 37 años cumplidos, que nunca había hecho nada. Uno que había dejado sus estudios de periodista deportivo y dedicaba sus días lentos a administrar las propiedades que sus padres amasaron tan veloces. La imagen popular lo retrataba en el salón de su casa aferrado a una consola de PlayStation y un teléfono más o menos smart, siempre en un sillón muelle, lastrado por su destino singular: Máximo –sus padres lo bautizaron Máximo– Kirchner es, probablemente, la única persona en el mundo que nació de dos presidentes. Su papá lo fue entre 2003 y 2007; su mamá, desde entonces. Chelsea Clinton lo envidia entre bambalinas.

No está claro a qué jugaba Máximo en la Play; los rumores aseguran que, con el teléfono, manejaba los hilos de una agrupación juvenil oficialista que él mismo había bautizado, tiempo atrás, La Cámpora del nombre de un presidente peronista que duró mes y medio. Favorecida por su madre y presidenta, La Cámpora fue ocupando cada vez más espacios en el aparato del Estado: desde el director de Aerolíneas Argentinas hasta la embajadora en Washington –pasando por varios miles de funcionarios más–, sus militantes suelen cobrar salarios oficiales.

Pero la presencia del heredero era virtual, furtiva, hasta el viernes 12 de septiembre. Fue entonces cuando apareció, sin anunciarse, en un acto de su grupo –y finalmente habló. Lo aplaudían los suyos a rabiar, él vacilaba y se sonaba la nariz. Se sacaba el pelo de la cara, miraba sus papeles; hablando, el hijo se parecía más al padre que a la madre: sucinto, tosco, desmañado.

–Pero si este Gobierno, si Cristina –y lo que voy a decir ahora quizás… voy a tener que pedir la casa de un compañero hoy para dormir, porque creo que Cristina se va a enojar, pero es lo que pienso y lo voy a decir–: si Cristina está tan mal o es tan mala o no sirve, ¿por qué, si están tan interesados en terminar con esta experiencia política, si quieren acabar con el kirchnerismo, terminar, peronismo, póngale el nombre que más le guste a cada uno, por qué no dejan y compiten con Cristina, le ganan a Cristina, y sanseacabó?

Gritó, impetuoso, y los suyos vitoreaban: era el momento central de su discurso. Máximo Kirchner hablaba de las próximas elecciones y parecía desechar el hecho de que la Constitución dice que su mamá no tiene derecho a presentarse a ellas –y que ya intentó cambiar la ley pero no lo logró. Desde ese día, miríadas de analistas intentan desentrañar qué dijo en realidad el heredero doble: que el “kirchnerismo” no apoyará a ningún otro candidato, que todavía buscan la reelección de la señora, que él mismo se prepara. Nada parece del todo inverosímil. En la Argentina –y en tantos otros sitios–, desde que los partidos políticos no tienen proyectos políticos que funden su cohesión, la única garantía de lealtad son esos lazos que no pueden romperse: el parentesco. Allí, como en toda tribu que se precie, la sangre es ley, política, sustento.

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