Cuando la rebelión pasaba por el garaje
Durante los sesenta, se formaron en EE UU miles de grupos juveniles que ensayaban en los garajes de barrios residenciales


Cuidado con las etiquetas. Los músicos odian que alguien cuelgue una etiqueta a su obra; lo ven como una ofensa, un atentado contra su unicidad. No hagan caso: las etiquetas acotan, publicitan, agrupan a ovejas que pastaban en soledad. Sirven para construir la taxonomía esencial para dar sentido a la inmensidad de grabaciones. Son especialmente útiles las que se aplican retrospectivamente: ofrecen el milagro de la segunda oportunidad a una porción de ese 95% de discos que pasan inadvertidos en cualquier época.
De las etiquetas creadas a posteriori, la más afortunada ha sido el garage rock. La denominación parte de una curiosidad sociológica: durante los años sesenta, se formaron en Estados Unidos miles de grupos juveniles que frecuentemente ensayaban en los garajes de barrios residenciales. Algunos de ellos tuvieron un éxito, a veces a escala regional, ocasionalmente nacional. En 1972, Lenny Kaye recopiló 27 de esas piezas bárbaras en Nuggets, un doble elepé que tuvo un inmenso impacto. La iniciativa del futuro guitarrista de Patti Smith legitimó el rock de garaje (aunque en las notas del disco, Kaye también hablara de punk rock). Nuggets abrió la veda para que en todos los países se realizaran catas similares. En España se hizo inicialmente en una colección pirata llamada Viñedos. Ahora el sello madrileño Munster Records publica algo parecido, pero legal, y con abundante información. La serie se titula Algo salvaje y el primer volumen contiene 28 exabruptos registrados entre 1963 y 1972.
Alguien preguntará: “Pero ¿tanto rock de garaje se hizo en España?”. Tiene sentido la duda: el garage estadounidense era visceral, lúbrico, basado en el fuzz y otras técnicas de alteración del sonido. Por el contrario, en la España franquista había escasa tecnología… y censura.
Pocos conjuntos se pasaban de la raya. Músicos y discográficas interiorizaban los límites de lo permisible: Los Polares recreaban una canción de los británicos Pretty Things que se refería sibilinamente al LSD y lo transformaban en un aviso sobre la droga, que ofrece como alternativa el sol y “un buen amor”.
El antólogo de Algo salvaje, Vicente Fabuel, ha excavado incansable en la cantera nacional. Su entusiasmo le permite detectar la fiereza de piezas sueltas de artistas de primera división (Brincos, Miguel Ríos, Pekenikes, Lone Star, Sírex) y encajarlas con barbaridades extraídas de la serie B.
Para entendernos: una persona normal ve un vinilo encabezado por un disparate como Juanita Banana y lo desecha inmediatamente; Fabuel se encuentra con un disco de Los Beta con esa canción ofensiva e investiga hasta que localiza una pieza rescatable, Sin corazón. ¿Más raro aún? Un conjunto llamado Daikiris interpretando –¡en euskera!– un tema de los venezolanos Impala. Que también están presentes en la colección.
Ah, sí: lo que el estudioso Àlex Oró bautizó como la Legión Extranjera. El boom del turismo atrajo a numerosos grupos foráneos, que traían modernidad y equipación puntera. Algunos hasta se españolizaron: los Tomcats ingleses transformaron A tu vera, el éxito de Lola Flores, que hicieron desembocar en un turbulento acelerón (rave-up, según la jerga de la época). El cantante, Tom Newman, entraría luego en la historia como productor de Tubular bells, el extraordinario estreno de Mike Oldfield.
No deberíamos sorprendernos: si algo definió a los años sesenta fue la posibilidad de la reinvención, el impulso aventurero. El cambio de chaqueta era el pan de cada día: unos se endurecieron, otros se suavizaron. En Algo salvaje, suenan Los Botines, con el vocalista Camilo Blanes gritando una recriminación titulada Eres un vago. Poco después, aquel chico reaparecería como Camilo Sesto.
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