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EL PULSO
Columna
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Crimen y coquetería

Christine era una tutsi que perdió a su familia. Le pedí una foto. Se arregló el pelo y compuso un gesto teñido de coquetería

Un mosaico de fotos para un homenaje del genocidio, en 2006.
Un mosaico de fotos para un homenaje del genocidio, en 2006.Radu Sigheti (Reuters)

Este verano se han cumplido los 20 años de una de las mayores atrocidades cometidas por la especie humana en el pasado siglo XX: el genocidio ruandés, aquellos cien días en que las milicias radicales hutus, conocidas como Interahamwe (significa “los que matan juntos”), ejecutaron a más de 800.000 personas, en su mayoría miembros de la minoría tutsi y unos pocos miles de hutus moderados. Todo ello sucedió ante la pasividad –y en algunos casos con la complicidad– de Estados Unidos, Francia y Bélgica, este último fue el país al que Ruanda perteneció como colonia antes de su independencia. Las matanzas cesaron cuando un ejército tutsi proveniente de Uganda derrotó a los hutus e instaló en el poder a Paul Kagame, un tusti-ugandés que continúa como presidente.

Viajé al país cuatro años después de la masacre y encontré una bella y desolada Ruanda que aún lloraba a sus muertos. La iglesia de Nyamata, en las afueras de la capital Kigali, fue uno de los escenarios de los crímenes masivos de 1994 y el nuevo Gobierno la había dejado tal y como quedó al entrar en ella los Interahamwe. Hoy se considera como una suerte de memorial que recuerda los horrores de aquellos días. Allí se refugiaron más de 5.000 tutsis, en su mayoría mujeres y niños, buscando la protección de los dos curas católicos italianos que regentaban el templo. Pero los misioneros huyeron, los hutus la asaltaron y, durante dos días, asesinaron sin tregua. Uno de los verdugos confesó al tribunal que le juzgó meses después: “Me dolía el brazo. El machete pesaba tanto que apenas podía golpear con fuerza sobre los cráneos. No es sencillo matar, porque la gente se resiste a morir. Y gritan tanto que llegan a dolerte los oídos”.

Recorrí el escenario del crimen pisando huesos. El paso del tiempo había devorado la carne de los muertos. Pero quedaban calaveras, costillares, tibias y fémures mezclados con restos de ropas, libros de oraciones destrozados, zapatos, cestos de mujeres, bastones de ancianos, vasijas de plástico, la muñeca de una niña… Olía a cuero viejo y lagartos de cola roja corrían a esconderse a mi paso. Sobre el ara, cuatro calaveras miraban hacia la nave: una de ellas conservaba un punzón de acero que le entraba por un ojo y le salía por la nuca. No había cruz en el altar: Cristo se había ido para siempre de Nyamata.

Salí. La guardesa del lugar se llamaba Christine Mukaluyengi y era una tutsi alta y delgada de unos cuarenta y pocos años, de gran belleza y mirada extraviada. Fue la única superviviente de la matanza en la que perdió a sus padres, a su marido y a sus nueve hijos. Se salvó porque quedó enterrada bajo varios cadáveres. Mientras charlábamos, señaló su vientre y dijo: “Sólo me queda un hijo, lo llevaba dentro… Es por él por lo que sigo viviendo y trabajo aquí: para darle de comer. No tengo otro lugar adonde ir. Y al menos estoy cerca de las almas de los míos”.

Le pedí permiso para fotografiarla. Encogió los hombros, se arrimó a la pared de la iglesia para posar y me dijo: “Un momento”. Y mientras yo esperaba, se arregló el pelo y las ropas y compuso un gesto teñido de coquetería.

En aquella sorprendente actitud yo no percibí ánimo alguno de frivolidad o locura, sino que sentí admiración, al presenciar hasta qué punto los humanos podemos ser valerosos, amando la vida sin condiciones. Y me acordé de algo que siempre me decía mi padre: “Que no te den Dios o el diablo todo lo que eres capaz de soportar”.

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