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Columna
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El protocolo del PIN

Este número, secreto y personal, es, por ejemplo, la llave de entrada al crédito de nuestra tarjeta

Jordi Soler

Algo va muy mal cuando uno de los elementos capitales de nuestra existencia responde al ridículo nombre de PIN. PIN, como usted bien sabrá, es el acrónimo, en inglés, de número de identificación personal (personal identification number). Este número, secreto y personal, es, por ejemplo, la llave de entrada al crédito de nuestra tarjeta, o la clave para transferir dinero de nuestra cuenta de banco, es decir, que puede ser, si nos descuidamos, la puerta a la ruina. Como suele suceder con las cosas importantes de la vida, el PIN nos ha ido imponiendo sus protocolos. Cuando se va a sacar dinero de un cajero automático, en la pantalla se nos recomienda que protejamos nuestro PIN y que lo tecleemos cuando estemos muy seguros de que nadie nos espía, lo cual entraña una modesta, e invariable, coreografía, que consiste en voltear a un lado y luego al otro antes de marcar los números en el teclado.

Pero este voltear a un lado y al otro hay que hacerlo de acuerdo con el protocolo del PIN, es decir, con cierto disimulo, porque quien lo hace sin disimular le está diciendo al de al lado que lo cree capaz de fisgonearle el número secreto. El momento se parece, y aquí es donde el protocolo toca la escatología, a ese en el que dos hombres, en mingitorios contiguos, se vigilan con disimulo para que a ninguno se le ocurra fisgonear en los asuntos del otro. Pero este protocolo se ha desfigurado con la irrupción de las terminales inalámbricas que lleva hoy el camarero a la mesa, para que el cliente pague la cuenta tecleando su PIN. En cuanto el que paga va a teclear, el camarero ejecuta una ostentosa torsión, mira para otro lado, y lo mismo hacen quienes lo acompañan en la mesa, para que esté seguro de que nadie va a fisgonearle el PIN.

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