No está todo perdido
Cuando topo con milagros a pesar de que soy atea, me entran dudas sobre si no debería creer en Dios
Cuando tenía solo seis años le preguntó a la canguro que una noche fue a cuidar de él y de su hermana si quería acompañarle al tejado para ver las estrellas. Supongo que en aquel mismo instante la chica, que sospecho era creyente, vería reforzada su fe. Con el tiempo el niño aprendió a manejar el telescopio. A los 14 dijo que quería estudiar astronomía. Estos son algunos de los intereses que ahora que tiene 23 incluye en su currículum. La literatura. Y cita a varios autores: Kafka, Dostoievski, Sartre, Proust, Benjamin… La música en general, clásica y jazz en particular: Bach, Debussy, Schubert, Szymanowski (del que confieso no haber oído hablar en mi vida), Janáçek, Chopin, Sibelius… Tocar el piano, jugar al ajedrez, la filosofía, la fotografía analógica, la pintura (Schiele, Velázquez, Van Gogh, Brueghel, Klee). ¿Y qué más? Cocinar, arreglar cosas, trabajar la madera, pasear, las noches estrelladas en el campo, las tormentas, escribir, los animales y la naturaleza en cada uno de sus aspectos… Cuando leí este inventario, del subidón llegué hasta el cielo.
Sé que no es más que uno entre muchísimos y que las estadísticas me devolverían de inmediato al cochino piso desde el que alcé el vuelo. No diré su nombre. De apóstol. De uno de los cuatro evangelistas. Su atributo, un hombre con alas. Tímido, aunque buen conversador, mide un metro ochenta y cinco y acaba de terminar la carrera de Física. Quizá no encuentre trabajo, aunque tendrá mucho que hacer. Cuando topo con milagros así, a pesar de que soy atea, me entran dudas sobre si no debería creer en Dios. Pero no. Basta con fortalecer mi confianza en el ser humano. Y me duermo pensando que no está todo perdido.
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