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Columna
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El Nirvana por copas

El bebedor aficionado, cuando visita una ciudad, siempre lleva un par de direcciones de los bares de de vinos. Si alguien visita Barcelona es obligado que vaya a Mon Vínic (la vinoteca con más referencias de la ciudad) al bar de la cervecería Moritz (donde, a veces, puedes encontrar el mítico L’Ermita, de Álvaro Palacios, ¡a copas!) o el Hotel Omm (tienen Sílex a copas!). O la tienda Vila Viniteca, donde puedes comprar una botella, que te puedes tomar en la tiendecita de al lado, con unos quesos increíbles.

En Madrid está el Museo del Vino, o Vivir el vino… En Pontevedra, la Vinoteca Bagos. En fin, para buscar un lugar donde tomar un vino en una ciudad nueva, no hay como seguir blogs gastronómicos. Lo que nos lleva a los vinos míticos. Todo coleccionista ha soñado con beberse algún mito. Los mejores vinos del mundo. ¿Los entenderé? se preguntará ese coleccionista. ¿Sabría apreciar el precio del Petrus? ¿Del Mouton Roschild? ¿Del Romanée Contí? ¿Del Sílex? ¿Del champan Salon? ¿De l’Ermita? ¿De Espectacle? ¿Del Vega Sicilia? ¿De El Pisón? ¿De La Faraona? ¿Valen lo que cuestan? Es un debate tan intenso como el del arte. ¿El arte vale lo que vale? Al bebedor aficionado se le pone carne de gallina sólo con ver la etiqueta de Petrus, esas letras rojas, ese dibujo de San Pedro…

Me han invitado alguna vez a vinos míticos. Estupor y temblores. Se me han saltado las lágrimas. Pero diré, en mi descargo, que jamás he llorado con películas de gran consenso lacrimógeno como La vida es bella. Supongo que alguien que ame el arte o la moda morirá con solo ver la caja de unos zapatos míticos.

Lo bonito del bar de vinos es que la persona que te sirve la copa o la botella ama el vino tanto como tú. Sabe lo que hace. Le gusta hablar del vino que te sirve. Te quiere aconsejar. Es por esta razón que el amante del vino y el sumiller acaban haciéndose muy amigos. Me ha pasado en todos los bares de vinos que he pisado. Tengo tanto en común con los sumilleres, admiro tanto su trabajo…

Y esto también es así, porque en estos bares siempre te encuentras a un tonto nuevo rico y esnob que viene con la lista en el bolsillo de las buenas añadas (a él no le gusta que le estafen con una añada simplemente buena, él espera la mítica) y pide con una confianza y seguridad insultante para el camarero que sabe veinte veces más que él. No escucha las explicaciones que le dan y tiene un mal beber. Enseguida habla en voz alta, hace fotos de lo que ha pagado con grandes aspavientos. Le gusta que se sepa lo que bebe.

Alguna vez suele devolver alguna botella con el pretexto de que “está picada”. Se lo enseñaron en el cursillo de cata y (aunque no escuchó demasiado) a él no le dan gato por liebre, estos sumilleres son todos unos memos. Una vez un tipo engominado (el típico señorito que deja propina del mismo modo que si te estuviera indultando en el corredor de la muerte) se quejó de que un vinazo que había pedido estaba “mal”. El camarero no discutió. Se llevó la botella y le ofreció otra cosa. La botella era un maravilloso El Pisón (creo que 08) que, una vez se hubo ido, compartimos con gran emoción, porque estaba increíble. Háganse amigos de los camareros de los bares de vino

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