El suizo que resucita las librerías
Con 28 años Joël Dicker ya ha dado su golpe de mano editorial. Es el nuevo fenómeno de ventas en Europa con su novela ‘La verdad sobre el caso Harry Quebert’. Defiende a los libreros frente a Amazon y muchos lo ven como el nuevo Stieg Larsson. Él no.
¿Por qué sigue uno leyendo? Si este libro es un raro artefacto que a priori no entraría entre las propias debilidades de un lector con algunos cientos de títulos a la espalda, ¿por qué cualquiera que haya entrado en esta historia se encuentra pasando impacientemente página tras página, mientras se agolpan entre ellas sospechosos de un crimen en cierto modo –y, entiéndanlo, estamos en el juego de la ficción– medio merecido, aunque la víctima sea una cargante adolescente, mezcla de la Lolita de Nabokov y la Laura Palmer de David Lynch, todas a una? ¿Cuáles son los mecanismos mediante los cuales este escritor tan joven, tan audaz, llamado Jöel Dicker, hijo de una librera ginebrina y un profesor de francés, abierto a la mentalidad global, ha dado una patada a las tradiciones que se le suponen y ha escrito una novela genuinamente americana, pero en francés, titulada La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara) y ha cantado ¡bingo! en el pachucho mercado editorial?
¿Hasta qué punto logra desconcertar, intrigar, atiborrarte de desternillantes y bien desmedidos clichés, jugar contigo –aunque lo niegue, quizá porque no le resulta elegante reconocerlo–, y te marea, te vuelve loco hasta que ya no sabes qué pensar, en quién pensar ni bien ni mal, de qué treta sospechar más, cuál de los móviles se acercan con mayor apego a la lógica que el propio libro, la propia historia, se empeña en borrar cuando saltas de una hoja a otra sin solución de continuidad?
Ni lo sabes, ni te lo explicas. Y, por supuesto, Dicker, amable, alto –que no altivo–, desprendiendo una tímida pero bien medida dosis de seductora coquetería alejada de los márgenes donde se mueven los enfants terribles –tiene 28 años–, pero acoplada perfectamente en su buena y exquisita educación suizo-francófona, no nos lo va a aclarar.
El hombre que ha logrado el fenómeno editorial del año, no solo en España y en el mundo hispanohablante, sino en Europa, donde ha sobrepasado la treintena de países, parece haber llevado una vida tranquila. Pero eso se está acabando. El frío atravesado por los tímidos rayos de sol aclimatados entre la nieve de los Alpes que envuelven la ciudad en la que ha crecido y vive Jöel Dicker no le impidió urdir una intriga ardiente, que crea compulsión en cientos de miles de lectores sin que aún haya aterrizado en Estados Unidos, capítulo que se cerrará este próximo verano.
¡Por dios! ¡No! No leo en dispositivos electrónicos ni en teléfonos”
¿Y qué dirán por aquellos cientos de pueblos típicos, con su sheriff típico, sus manadas de adolescentes típicas suspirantes por un príncipe azul y que vienen a ser presas fáciles para los maniacos en esos lugares que se asemejan tanto a la Aurora imaginada por Dicker en New Hampshire para enmarcar su rocambolesca y adictiva historia?
Parece nervioso ante ese reto. Publicar en Estados Unidos supone algo serio para él. Quizá lo soñó algún día cuando demostró habilidades al editar su revista de animales en el colegio con solo 10 años. Pero, de hecho, esa proverbial tranquilidad de cafés, jardines, lagos y barrios pudientes que le acompaña en Ginebra va cediendo su paso al estrés y los viajes. Es el precio del éxito. No rápido, ni llegado a través de una carambola. Sino buscado con ahínco, después de haber redactado seis novelas –cuatro de las cuales no quiso ningún editor– y publicado solo dos. La anterior, titulada Les derniers jours de nos pères, que será publicada también por Alfaguara. “Estaba decidido a seguir, a ser escritor”, comenta Dicker, agazapado en un café desierto del centro de su ciudad, donde se ha convertido en una celebridad. “Los suizos se alegran del éxito de sus conciudadanos”.
Ahora puede presumir de haberlo logrado. Y no solo convertirse en un escritor a plena dedicación, sino en uno de éxito. Quizá fuera el gusto por el olor a páginas recién impresas que le contagió su madre librera en un establecimiento especializado en literatura infantil de la ciudad, puede que el empeño de su veterano editor francés, Bernard de Fallois, quien a sus 87 años se ha desgañitado para consagrar a Dicker en Francia y de ahí después en Italia, España… Algo que ha logrado con creces y –se impone insistir en este punto porque supone doble mérito– ¡con una novela 99,9% americana escrita en francés!
“No se trataba de algo intencionado. Para mí es una novela francesa porque está escrita en francés”, asegura el autor ante la confesión de que el lector que tiene enfrente tuvo que dirigirse a las primeras páginas para comprobar que el título original se leía en la lengua materna del autor. Pero raramente en una novela francesa alguien diría: “¡Palomitas!, sí, pídelas con mucha mantequilla”, ni se desarrollaría en la costa este, un lugar por otra parte nada ajeno a la educación sentimental de Dicker, puesto que por allí pasó varios veranos de su infancia, ni poblaría sus páginas con camareras celosas que sirven batidos y hamburguesas o garden parties...
¿Por qué sigue uno leyendo entonces? Si todo puede resultar inquietantemente previsible, ¿será porque de pronto da un triple salto mortal hacia el más difícil todavía que puede dejarte pasmado? ¿Tendrá que ver con que las historias prohibidas encierran a su vez un tenebroso juego de muñecas rusas en el que uno queda atrapado hasta que se le salta el sueño en pedazos por la ansiedad?
Dicker hace justicia a sus maestros en la ficción. “Entre Ken Follett y Dostoievski entran muchas cosas”. Pero no Stieg Larsson, a quien se le compara a menudo –hacía tiempo que el mercado buscaba uno que estuviera vivo y a ser posible tan joven como el suizo–, pero a quien Dicker no tiene el gusto de haber leído. ¿Clasificamos su novela? “Es complicado, muchos libreros no saben en qué estanterías colocarla. Algunos la meten en la sección de crimen y no se equivocan porque de hecho existe un crimen y al final se resuelve, pero si no hubiese metido eso, también funcionarían los mismos personajes, en el mismo lugar, con sus propias historias”.
Personajes que no rehúyen el cliché, como el propio Dicker aduce. “Esa palabra tiene sus connotaciones buenas y malas. Pero para una novela como la mía funciona. Si yo escribo dragón, todo el mundo sabe de lo que estoy hablando: de un monstruo que escupe fuego por la boca. Ahora, dentro de ese cliché, el lector puede pintarlo a su manera: unos lo verán rojo; otros, verde; es su responsabilidad y su manera de construir la historia conmigo”.
Pero el escritor va más allá en lo referente a esos términos. “Cuando dicen que esta es una novela muy americana, quizá se refieran, entre otras cosas, a que los autores de Estados Unidos utilizan, dentro de sus propias reglas, su país como un personaje más en sus novelas. Yo también he introducido eso”.
Y así, el espacio nos lleva de la gran ciudad, donde el protagonista Marcus Goldman sufre una enconada crisis creativa que a punto está de hacer saltar por los aires su credibilidad como escritor, a un tranquilo pueblecito donde vive retirado su mentor, el propio Harry Quebert, acusado de asesinar a un amor imposible y demasiado joven. Mientras, el tiempo se sobrepone en capas durante las tres épocas en que se sucede la historia: entre mediados de los setenta, finales de los noventa, en plena era Clinton, y la cercana actualidad, con un Obama pendiente de su reelección.
“Prefiero que mi parte la ganen los libreros a que se la lleve Amazon”
Puede que Dicker concibiera la rocambolesca y entretenidísima trama de su obra sin ni siquiera tomarse en serio que lo fueran a publicar. De ahí el deslumbramiento de sus lectores –entre ellos, los estudiantes que le votaron para el Premio Goncourt joven y los de la Academia francesa, que también le galardonaron– y que acumulan acción o giros de los personajes más allá de toda presunción, de toda sospecha. ¿Lo hizo para reírse un poco de todo? “No era mi intención…”, asegura. “Aunque escribí esta novela a mitad de camino entre un lector y un autor. Cuando avanzaba, no sabía cómo se resolvería la trama, ni en qué medida crecerían o tendrían presencia personajes como la madre del autor, por ejemplo”.
Fue libérrimo al concebir una historia que apareció con 6.000 ejemplares de partida en Suiza y una vez publicada en Francia explotó, consagrada por críticos como el influyente Bernard Pivot, hasta convertirla en el botín más buscado por los editores internacionales en la Feria de Fráncfort de 2012.
Pero ese espíritu de libertad creativa no piensa perderlo. “Es con lo que más disfruto, y la presión del éxito no me la va a quitar. Ahora estoy escribiendo, y el placer de hacer aparecer o asesinar a un personaje esta misma noche porque me da la gana nadie me lo puede quitar”. ¿Quiere decir eso que su próxima novela también llevará ingredientes de thriller? “No lo sé todavía, no puedo asegurarlo”.
Aquellas cuatro novelas que tiene guardadas en un cajón, no le importa mucho que se publiquen o no. “Quizá cuando me muera. No es mi prioridad sacarlas a la luz. Prefiero escribir nuevas historias que dar salida a las viejas, y no es que fueran mejores o peores que Harry Quebert, simplemente no convencieron”. No fue el caso de su éxito. Llegó a manos de Bernard de Fallois por medio del editor Vladímir Dimitrijevic, que murió en un accidente de tráfico y no pudo disfrutar del éxito de su nueva promesa.
Fueron lectores exigentes ambos editores, pero en el caso del francés, todo un referente en el negocio a nivel europeo, en cuanto la copia cayó en sus manos supo que se convertiría en un éxito. “He aprendido muchas cosas con él, me adoptó…”. Y Fallois confía tanto en su lealtad que pese a que a Dicker le rondan las mejores firmas de la francofonía, sabe que no le abandonará. Cuando el autor le cuenta que le ha llamado uno u otro para invitarle a cenar, se limita a aconsejarle: “Vaya y diviértase…”.
Quizás publique las cuatro novelas que me rechazaron cuando me muera. Prefiero escribir nuevas historias"
No parece que el dinero sea una de las prioridades de este escritor naciente y creciente. Si no, que se lo digan a Amazon. El propio Dicker se negó a que su libro se vendiera en Francia mediante la tienda virtual. “Prefiero perder ese dinero a que los libreros se queden sin su parte. No me parece justo”. Como tampoco lee en dispositivos electrónicos ni en teléfonos. “¡Por Dios! ¡No!”, exclama medio escandalizado.
“Prefiero formatos grandes, tangibles, como este”, afirma mientras dedica el ejemplar a su visitante. “Ando ahora en que Goldman ha acudido a ver al rico del pueblo… llevo lo menos siete sospechosos, aunque estoy por pensar en quién queda menos salpicado por todo por el momento”, confieso. Él sonríe sin dar pistas. No ve uno el momento de acabar para montarse en el avión y ahí, encerrado, sin llamadas ni deberes, limitarse a seguir leyendo. También preguntándose qué fue lo que desde las primeras líneas de su libro le llevó a ser profético cuando un admirador de su alter ego narrador en crisis le suelta al protagonista: “Su libro me tiene atrapado, señor Goldman, es imposible dejarlo. ¿Qué edad tiene? ¡Solo 30 años y ya está forrado!”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.