No al cataclismo
Más vale reconocer la verdad: tenemos un problema. Hace unas semanas cometí en esta columna la ingenuidad deliberada de intentar razonar dos obviedades: una jurídica y la otra política. La política es que, si en unas elecciones la mayoría de los catalanes dice de forma inequívoca que quiere la independencia, hay que celebrar un referéndum y, si en él se confirma ese deseo, hay que concederlo, “porque es muy peligroso, y a la larga imposible, obligar a alguien a estar donde no quiere estar”; para poder hacer todo eso, añado hoy, es necesario reformar la Constitución –empezando por el artículo 2.1, que consagra la ficción de “la indisoluble unidad de la nación española”– y abrir un camino legal similar al que los canadienses abrieron con la llamada Ley de Claridad, hoy por hoy quizá el único instrumento capaz de canalizar civilizadamente las aspiraciones independentistas surgidas en Estados democráticos semejantes al nuestro. La obviedad jurídica es que el llamado derecho a decidir no existe, que no ha sido argumentado en serio por jurista alguno ni figura en ningún ordenamiento legal y que, pese a ello, desde hace un año la vida política catalana gira increíblemente en torno a esa ficción –la democracia no consiste en decidir lo que a uno le da la gana, sino en decidir dentro de los márgenes de la ley, que es la expresión de la voluntad popular–, una argucia inaceptable urdida para intentar llevar a algunas personas adonde no está claro que quieran ir. Dicho de otro modo: si los catalanes declaramos con claridad (no con trampas) que queremos la independencia, el Estado no puede hacer oídos sordos a esa voluntad y debe habilitar una vía legal para darle una salida pacífica, porque, en democracia, lo que no es ley es violencia. Por lo demás, mi artículo mencionaba de pasada una última obviedad, y es que por momentos hemos vivido en Cataluña sumergidos en otra ficción, la ficción de unanimidad creada por el temor a expresar la disidencia: ¿quién, salvo quien saca un rédito de ello, osará poner en duda un derecho en apariencia tan radicalmente democrático (y en realidad tan notoriamente falso) como el llamado derecho a decidir? La salvaje reacción de la caverna catalana a mi intento de recordar esas obviedades fue la esperada confirmación de esta última obviedad. Cuando se llega a este punto, cuando ya no interesa dialogar ni argumentar, sino sólo salvar o condenar, señalar a amigos y enemigos, es que tenemos un problema muy grave. Ya no quedan lectores ni ciudadanos: ya sólo quedan hinchas. La sociedad se ha partido. Y, cuando una sociedad se parte, va al cataclismo.
La sociedad se ha partido. Y, cuando una sociedad se parte, va al cataclismo
¿Vamos al cataclismo? Hay gente muy bien informada que viene advirtiéndolo desde hace tiempo, y no sólo en privado. El itinerario sería el siguiente. Primero, quizá en 2014, el Parlamento de Cataluña hará una declaración unilateral de independencia. Luego pueden ocurrir dos cosas, la más verosímil de las cuales es que el Gobierno español suspenda la autonomía y declare el estado de sitio. A partir de ahí, todo es posible, sin excluir un estallido de violencia. Pero no es necesaria la violencia: lo más que probable es que toda España se sumiría en una crisis profundísima, de consecuencias imprevisibles y de duración indeterminada. Ese sería el cataclismo, al que habríamos llegado sobre todo por dos motivos: la irresponsabilidad de unos iluminados que no han dudado en cabalgar un centauro nacido de un cruce entre la crisis económica y el idealismo sentimental y la buena voluntad mal informada de mucha buena gente; y la incompetencia política y la necedad sin remedio del nacionalismo español. No intento comprar legitimidad a unos y otros para poder atacar a los dos: sé muy bien que, en esta historia, no todos tienen la misma responsabilidad; pero también sé que todos tenemos alguna. Incluidos usted y yo, discreto lector.
Me encantaría terminar diciendo que todavía estamos a tiempo, que, si todos arrimamos el hombro, el cataclismo puede evitarse. Terminaré así. Puede evitarse. No al cataclismo. Pero la verdad es que no estoy seguro de no haberme puesto hoy a escribir sólo para que, dentro de 20 o 30 años, cuando mi hijo me pregunte por qué no paramos un desastre que aún están pagando él y sus hijos, yo al menos pueda enseñarle este artículo.
elpaissemanal@elpais.es
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