No era una película
Espera, que no me acuerdo del título… –su hija pequeña cerró los ojos y frunció las cejas–. Porque esto que nos estás contando es una película, ¿verdad?
No era una película, aunque todos habían visto películas parecidas, familia de ciudad que se va al campo, joven ejecutivo amenazado por la mafia que se esconde en una granja, madre soltera reconvertida en una okupa rural… Ellos eran una familia, desde luego. Ella, hasta que se quedó en el paro, había sido una ejecutiva, directora del departamento de marketing de la filial de una multinacional farmacéutica, billetes en business y hoteles de cuatro estrellas para arriba. Y no era madre soltera, sino viuda, con tres hijos que ya no eran pequeños, que tampoco eran mayores, que seguían dependiendo de ella para subsistir, aunque el mayor estaba a punto de licenciarse como ingeniero agrónomo. Esa fue la clave, que tenía un hijo ingeniero agrónomo.
–Pero… pero ése no era el plan, mamá, yo escogí la carrera porque me gustaba, y la finca del abuelo, pues sí, ahí está, algún día habrá que hacer algo con ella, pero tanto como mudarnos a una casa en ruinas en un pueblo de Toledo, pues…
Ella tomó aire y les contó la verdad con la poca delicadeza que podía permitirse. Su propuesta no era el plan A porque no había plan B. Tampoco era una oferta porque ya no había margen para eso. Se le estaba acabando el paro, la herencia de su marido no iba a durar eternamente, la alternativa era seguir viviendo como antes hasta que se acabara el dinero, poner en venta la casa, alquilar habitaciones mientras no se vendía, desangrarse lentamente en infinitas noches en blanco, comer sólo pasta y arroz, y no salir del hoyo.
Aquellos nombres, aquellas historias… Y si ellos pudieron… ¿nosotros no vamos a poder?
–Mis abuelos vivieron de esas tierras. Y sus padres, sus abuelos, antes que ellos. Y todos vivieron bien, y aquí estamos nosotros. Es una buena tierra, el olivar, la viña, ya lo conocéis. Yo lo único que os pido es que lo intentemos. Y ya sé que ahora no da dinero, pero la mitad está sin arrendar y el resto muy descuidado. Si nos vamos a vivir allí, si reparamos la casa y planificamos bien los cultivos…
No era una película, y por eso hizo concesiones. Habría preferido alquilar el piso de Madrid, pero su hija menor todavía estaba haciendo el bachiller, el mediano en tercero de carrera y tuvo que pactar con ellos. Si se comprometían a pasar el verano en la finca y trabajar en la restauración de la casa, podrían seguir estudiando en la ciudad y viviendo en su casa mientras ella se ocupaba de la finca, sola o…
–Yo me voy contigo, mamá –a la hora de la verdad, el ingeniero agrónomo no vaciló–. Cuenta conmigo.
Aquella conversación había tenido lugar hace un año y medio. Desde entonces, habían trabajado todos, y habían trabajado mucho, hasta convertir una propiedad ruinosa que ella heredó por heredar en una explotación que ya debía de empezar a ser rentable, porque acababan de consumar el milagro de obtener un crédito sobre la próxima cosecha. Su hijo mayor, la piel curtida por el aire y el sol, un cuerpo de hombre que no tenía cuando se vinieron a vivir aquí, solía decir que el mérito no era suyo, sino de su madre, pero ella sabía que no era verdad, porque si la hubiera dejado sola, toda su experiencia de experta en marketing no habría servido de nada. Él había estado a su lado en las largas noches del primer invierno, pegados los dos a la chimenea con un papel y un lápiz, haciendo números y más números, sin mencionar siquiera la posibilidad de instalar calefacción, hasta que sus cálculos cuadraron. Lo habían pasado muy mal. La casa era vieja e incómoda, en el pueblo hacía mucho frío, ella no sabía nada de agricultura, él no sabía nada de finanzas, y ninguno de los dos sabía muy bien qué hacían allí, cómo se habían dejado arrebatar por aquella ilusión insensata. Pero en los peores momentos, el hijo le pedía a su madre que sacara el álbum y, arrebujados debajo de la manta, miraban viejas fotos, la bisabuela María, la abuela Ramona, el tío Vicente… Aquellas imágenes, los nombres y las historias que las acompañaban, les daban la fuerza justa para hacerse la misma pregunta, cada uno por su cuenta, ambos en silencio. Y si ellos pudieron… ¿nosotros no vamos a poder?
Habían podido. Mientras acompaña hasta la puerta a los técnicos que acaban de instalar los radiadores, ella repasa mentalmente su agenda, recuerda que tiene una entrevista con un exportador que quiere ocuparse de vender sus mermeladas en Escandinavia, y sonríe como una boba.
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