Prestigio
Un Estado no puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él
No pudo suceder en un día menos apropiado, si se toma como un símbolo. Mientras en toda Cataluña se establecía con gran hervor de banderas cuatribarradas un apoyo masivo a la independencia, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, templo de la soberanía nacional, como respuesta, comenzó a caer una gotera sobre la tribuna de prensa y parte de los escaños, producto de una chapuza, que es el paradigma del genio español. Algunos diputados se permitieron ciertas chanzas irónicas, pero los símbolos no perdonan, puesto que hoy la historia se vive solo con los ojos y ya no existe una verdad que no se revele con una imagen. En el techo del hemiciclo quedaban impactos de la balacera del 23-F, que los diputados solían señalar con el dedo para explicar a los visitantes curiosos que en aquella refriega el terror se apoderó de la libertad, pero que la democracia también tuvo allí sus héroes. Para la dignidad de un Estado son menos nocivas las balas que las goteras. Ha sido precisamente esa gotera la que, de tanto mirar al techo, ha permitido descubrir otra bajeza. Aquellas señales de los proyectiles han desaparecido. Haber borrado esas huellas está más cerca de la mala conciencia que del descuido. Dicho esto, no conozco a nadie en el mundo que en su vida personal no quiera ser independiente, pero detrás de la masiva manifestación de los independentistas catalanes hay un fuego romántico que se aviva sobre todo con el desprestigio que en este momento sufre España. Un Estado no puede sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él. El prestigio es su oxígeno. El accidente del Alvia, el fiasco ridículo de los juegos olímpicos, el descalabro de la Monarquía, la corrupción socialista de los ERE, las mentiras del Gobierno en el Parlamento para sacudirse de encima la evidencia de un infecto mejunje de financiación del Partido Popular, constituye una situación de miseria moral que entra por los ojos. Ya hubo una gotera hace poco ante el cuadro de Las Meninas en el Prado. Faltaba otra aún más simbólica que diera sentido a esta mediocridad. Aquí está. Imagino que en el Congreso de los Diputados la gota malaya resonaría metálicamente en el balde con la misma cadencia de ese pulso exangüe que tiene nuestra sangre.
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