¿Y ahora para quién espían?
Dije hace una semana que no hay nada como el aluvión de tropelías e infamias para que muchas pasen inadvertidas, y que esa es la técnica que está empleando el Gobierno de Rajoy. Supongo que son tantos sus asalariados dedicados a ejecutar órdenes inicuas que ni siquiera la prensa crítica –cada vez más escasa– da abasto para señalarlas, denunciarlas o combatirlas. Y así, en medio del desbarajuste, y ante la alarma que provocan las medidas económicas que llevan a la gente a la pobreza y permiten que se la saquee, hay un buen puñado de infamias de las que la mayoría ni se entera, aunque aparezcan en el periódico (en TVE ya no aparece nada que deje en mal lugar a este Gobierno, la censura ha regresado).
En mi larga novela Tu rostro mañana incluí, en boca de un personaje, la joven Pérez Nuix, una situación que se correspondía con la realidad, que era cierta. Esa joven le explicaba al narrador, Jacobo Deza, que entre la caída del Muro de Berlín (1989) y los atentados de las Torres Gemelas (2001), los servicios secretos británicos, el MI5 (para el interior) y el MI6 (para el exterior), se habían encontrado más ociosos y desocupados que de costumbre. De tal modo que decidieron ofrecer sus agentes a empresas y compañías privadas del país, entre ellas, según contó The Independent en su día, British Telecom, Allied Domecq y Cadbury Schweppes. La coartada para tan alucinante resolución era que se servía tanto a la patria protegiendo y favoreciendo a las grandes corporaciones nacionales (espiando para ellas) como velando por la seguridad de los ciudadanos y resguardándolos de ataques terroristas o bélicos. El entonces Director General del MI5, Sir Stephen Lander, se apresuró a negar tajantemente la noticia (“Eso sería ilegal”, dijo), lo cual, como suele ocurrir con las declaraciones de los políticos, no hizo sino confirmarla. Empresarios y financieros invitados por él al seminario en que había hecho su insólito ofrecimiento reconocieron bajo anonimato que Lander, en efecto, les había prometido beneficiarlos en sus negocios con información privilegiada sobre compañías e individuos, “si ellos se lo pedían”. Se trataba, en definitiva, de comercializar los servicios de los espías británicos y conseguir lucrativos contratos que equivalían a privatizar parcialmente la agencia. Los agentes ya no trabajaban exclusivamente para el Estado, o para la Corona, sino que tenían repartidas sus fidelidades. Había llegado el momento en el que sería difícil saber al servicio de quién estaban.
¿Se imaginan lo que sería tener dudas sobre a quiénes sirven nuestros soldados o policías?"
Como no hay cosa peligrosa y mala que el Gobierno del PP no imite, sobre todo si proviene de la Inglaterra de Thatcher que nunca se ha ido, el pasado 16 de abril se publicó la noticia, a la que casi nadie ha hecho caso, de que nuestros espías, los del Centro Nacional de Inteligencia o CNI, podrán estar en nómina de empresas no sólo españolas, sino también extranjeras (!). Aquí se prescinde hasta de la coartada del patriotismo. Según el nuevo Estatuto del Personal del CNI, habrá agentes en activo que, “por necesidades del Centro”, y previa autorización de su director, mantendrán relaciones “retribuidas o no” con “organismos, entidades o empresas del sector público o privado, nacionales o extranjeros”. Así, podrán estar en la nómina de éstos, mientras que el CNI les complementará el sueldo, garantizándoles que no pierden dinero, y pagará sus cotizaciones sociales. A eso hay que añadir que el código disciplinario de nuestra agencia de espionaje castiga la pertenencia de sus miembros a partidos o a sindicatos, pero ya no les prohíbe, desde ahora, formar parte de asociaciones “que impongan un sometimiento disciplinario o cualquier imperativo de conducta que interfiera en su deber de disciplina y reserva”. De modo que “en teoría”, concluía la información de Miguel González, “se podrá ser espía y a la vez pertenecer a una secta. O al Opus Dei”.
El resultado patente de estas modificaciones demenciales es que ya no sabremos nunca para quién trabajan nuestros espías, y no podremos confiar en ellos ni prestarles la menor colaboración, llegado el caso. Siempre se daba por descontado que los Cuerpos de Seguridad y las Fuerzas Armadas estaban exclusivamente al servicio del país, del Estado, bajo cualquier Gobierno. Esta privatización parcial o comercialización indisimulada nos deja a ciegas, en cambio, y llenos de sospecha y recelo. ¿Cómo sabré yo a quién obedece y beneficia y para quién actúa de veras un espía al que el CNI paga sus cotizaciones sociales pero que tal vez –y es secreto– está en nómina de una empresa pública rusa, saudí, china o venezolana? ¿O de una multinacional, por ejemplo la tristemente famosa Halliburton que tanto ganó con la Guerra de Irak y en la que tanta mano tenía el ex-Vicepresidente Cheney, que desató esa guerra? ¿O indirectamente de un Gobierno extranjero, mediante tapadera? ¿O de una secta, en efecto? ¿O incluso de un grupo mafioso, o de los narcos internacionales? A partir de ahora todo es posible. Lo cual significa que el CNI se convierte en un ente aún más oscuro, y que ningún español sensato y honrado puede fiarse de él ni prestarse a ayudarlo. ¿Se imaginan lo que sería tener dudas sobre a quiénes sirven nuestros soldados o policías? Pues eso es lo que ya tenemos, con nuestros servicios secretos. Se lo debemos al actual Gobierno, que parece andar siempre en busca de desmanes, para cometerlos.
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