China: un país en construcción
Trenes, puentes, rascacielos. Las grandes obras avanzan a ritmo de alta velocidad en China Diseños futuristas e infraestructuras gigantescas son una apuesta por el desarrollo
La estación Oeste de Pekín se eleva como una defensa medieval en el extremo de la ciudad. Estructuras tradicionales chinas de tejados curvos coronan el edificio de aire soviético como si hubieran caído del cielo. Es una de las mayores estaciones de tren de Asia, fría y funcional, diseñada para dar servicio a los millones de viajeros que cada año entran y salen de Pekín por esta catedral del transporte.
Son las 9.15, y a esta hora de la mañana está en plena ebullición. Los empleados chequean los documentos de identidad al entrar en el edificio y supervisan las maletas en las máquinas de rayos X. En una esquina, un soldado del Ejército Popular de Liberación vigila en posición firme. Estudiantes con mochilas a la espalda, emigrantes de provincias lejanas con fardos al hombro, hombres de negocios con maletín se dirigen a las salas de espera, de más de mil metros cuadrados.
En esta estación, construida en 1996, comienza la línea ferroviaria de alta velocidad más larga del mundo, inaugurada en diciembre pasado. Son 2.298 kilómetros entre Pekín y Guangzhou (capital de la provincia sureña de Guangdong), que los trenes bala chinos recorren en ocho horas frente a las 22 que hacían falta antes; 2.298 kilómetros que han marcado un hito en el viaje a la modernidad emprendido por China hace tres décadas. El 8 es el número de la suerte en el país asiático, ya que suena como “fortuna”.
El tren de alta velocidad G79 con destino a Guangzhou y salida a las diez de la mañana está anunciado en la sala número 8; un guarismo que será una constante en el recorrido realizado por El País Semanal para visitar algunas de las infraestructuras y rascacielos más vanguardistas del mundo construidos por China en los últimos años.
La red de alta velocidad, con tecnología extranjera alcanza ya 9.300 kilómetros
Media hora antes de la salida, los pasajeros -muchos de ellos, excitados por la novedad- comienzan a descender al andén y se introducen en el convoy de 16 coches pintado de blanco e identificado con las letras CRH (China Railway High-Speed). Su nombre: Armonioso.
Atractivas azafatas, vestidas de rojo púrpura y tocadas con una gorra, reciben a los viajeros. A las 9.58, Armonioso se pone en marcha. Arranca con suavidad y un ligero zumbido. Nada más sentarse, algunos pasajeros han sacado bolsas de plástico con comida y ya se regalan el paladar, como siempre han hecho en los trenes. Otros hablan a voces por el teléfono móvil o ven una película en la tableta. La megafonía recuerda que está prohibido fumar y llevar “productos que puedan explotar fácilmente”, en referencia a los petardos y tracas a los que tan aficionados son los chinos. En el exterior desfilan los barrios periféricos de la capital, edificios en construcción, solares semicubiertos por la nieve y estanques helados. Un cuarto de hora después, la velocidad alcanza 308 kilómetros por hora y se estabiliza. Cuando sube a 309 o baja a 307, el conductor la ajusta y el convoy regresa a la velocidad de fortuna.
La segunda clase está completa. El tamaño de los asientos es un poco mayor que el de las aerolíneas y hay espacio suficiente para las piernas. En primera quedan sitios libres y en la clase negocios la mayoría están vacíos. Los precios para el trayecto Pekín-Guangzhou son 835 yuanes (100 euros), 1.380 (165) y 2.724 (326), respectivamente, frente a unos 1.500 yuanes (179 euros) en turista para un vuelo que dura tres horas.
El G79 atraviesa la llanura abrazada por la niebla. Una azafata empuja un carrito con cajas de frutos secos destinadas a los clientes de primera. Lleva un broche con la bandera roja de las Juventudes Comunistas de China. “La mayoría de las azafatas somos miembros”, explica la joven, llamada Guo Yuamengyi.
Las paredes interiores de los coches son de un gris tenue y en los extremos los acabados son de color madera. El convoy circula ahora en medio de un paisaje nevado y brumoso. “Este tren es mucho más cómodo que el avión”, dice Tang, un empresario de “unos 50 años” que se dedica al comercio internacional y regresa a Guangzhou después de tres días en la capital. “A partir de ahora, lo utilizaré para venir a Pekín”, asegura tumbado en su imponente sillón de la clase negocios.
Xia Li, de 26 años, que viaja gratis porque trabaja en una compañía que gestiona algunas de las estaciones de la línea, se muestra menos entusiasmado: “China se ha desarrollado muy rápido en los últimos años, pero ¿quién se beneficia de este tren? La gente de negocios. Para el ciudadano normal, los estudiantes, los emigrantes, es demasiado caro”.
El convoy, de 1.028 asientos, lleva coche restaurante que sirve comida cuartelera. A lo largo del tren, los pasajeros dormitan o juegan con el teléfono móvil. Muchos tienen frío y no se han quitado el abrigo. “Hay mucha gente y si ponemos la calefacción se sobrecarga el ambiente”, explica, convencida, una azafata. En algunos coches flota un olor a fideos en sopa picante.
"Si quieres ser rico, debes construir carreteras", dice un proverbio chino
Cerca de las tres de la tarde, el convoy llega a Wuhan (capital de Hubei, a unos 1.200 kilómetros al sur de Pekín). Como en las paradas anteriores, los fumadores se han arremolinado ansiosos junto a las puertas con el cigarrillo entre los dedos. Nada más detenerse, se precipitan fuera, lo encienden y dan caladas con fruición. Apenas tienen un par de minutos de placer desesperado. Cuando el G79 arranca, quedan sobre el andén las colillas humeantes.
La nieve ha desaparecido hace rato. Se suceden los campos de maíz, los bancales y pequeñas parcelas de cultivo de verduras. La señal del móvil se pierde continuamente. “Nunca pensé, cuando era joven, que tendríamos estos trenes”, dice encantado Chen Li, de 69 años, profesor de escuela de pueblo jubilado. Viaja en segunda a Guangzhou con su esposa para visitar a su hija. A su lado, las cajas de cartón y las bolsas de rafia repletas de fideos y carne que lleva para la familia desentonan con su chaquetón nuevo y sus zapatos brillantes.
Mientras cruza la provincia de Guangdong -una de las más industrializadas del país-, el convoy pasa fábricas y talleres con los fluorescentes encendidos. El cielo es color ceniza y ladrillo. A las 18.27, con media hora de retraso, “debido a la nieve y la niebla” según una azafata, entra en la estación Sur de Guangzhou. Los pasajeros desaparecen arrastrando las maletas en esta terminal que parece de aeropuerto. Con los bultos colgados de una caña de bambú sobre el hombro, Chen Li pasa el control de salida y se interna en el enorme vestíbulo soportado por vigas de hormigón cual costillas de una ballena gigante.
La línea Pekín-Guangzhou, algunos de cuyos tramos ya estaban en funcionamiento antes de diciembre, ha incrementado la extensión de la red de trenes bala a 9.300 kilómetros, de un tendido ferroviario total de 98.000. Para 2015 se prevé que llegue a 18.000 kilómetros. Un logro sorprendente porque la alta velocidad china, desarrollada gracias a la transferencia de tecnología de compañías extranjeras, comenzó en 2007.
Su rápido crecimiento ha estado, sin embargo, marcado por los escándalos de corrupción y problemas de seguridad. En julio de 2011, 40 personas murieron en el choque de dos convoyes cerca de Wenzhou (provincia de Zhejiang). El accidente desencadenó un torrente de críticas al Gobierno y acusaciones de que estaba sacrificando la seguridad en su afán por expandir rápidamente la red. El Ministerio de Ferrocarriles ordenó revisar los proyectos en marcha y la velocidad de operación fue reducida de 350 kilómetros por hora a 300.
La estación Sur de Guangzhou está a más de 20 kilómetros del centro, comunicada por autopista. Guangzhou -o Cantón- es la capital de Guangdong, corazón de la fábrica del mundo. Sus habitantes son hábiles comerciantes y empresarios, fervorosos creyentes en la numerología, y sienten pasión por la comida y el té. En sus restaurantes, a orillas del río Perla, es posible deleitarse con todo tipo de criaturas vivientes, desde cohombro de mar hasta cocodrilo y diferentes variedades de serpientes.
La metrópoli de 12 millones de almas experimentó una profunda renovación con ocasión de los Juegos Asiáticos en noviembre de 2010. Muchas infraestructuras fueron modernizadas y en septiembre de ese año fue inaugurada la nueva torre de televisión, conocida como la Torre de Cantón, uno de sus proyectos estrella. Con 600 metros de altura, era la más alta del mundo hasta que en marzo de 2011 fue superada por la Torre Skytree, en Tokio.
La estructura hiperboloide domina el distrito de Haizhu, en un barrio con edificios de apartamentos de lujo de 28 pisos. Su diseño -obra de los arquitectos holandeses Mark Hemel y Barbara Kuit- respira elegancia y ligereza. Sus creadores quisieron imprimirle un carácter femenino, grácil y curvilíneo, frente al aire masculino de otras estructuras.
Su compleja, y a la vez sencilla, forma geométrica está generada por dos elipses giradas la una respecto a la otra. Los habitantes de Guangzhou denominan a la torre “la joven de talle fino”.
La Torre de Cantón tiene un uso mixto: acoge instalaciones de transmisión de televisión y radio junto a complejos comerciales y lúdicos como tiendas, cines en 3D y 4D, restaurantes giratorios y observatorios cerca de las nubes. Adosada a la columna central de hormigón, una escalera se enrosca desde la altura de 168 metros hasta los 334. “El paseo de la araña”, como es llamada, permite apreciar la matemática estructura mientras se asciende caminando sobre el suelo de cristal. Una experiencia no apta para cardiacos.
El ascensor sube a cinco metros por segundo (18 kilómetros por hora). Los tímpanos cimbrean. En los pisos 107 y 108, dos amplios espacios entregan, tras los cristales, Guangzhou y sus infraestructuras y edificios a vista de pájaro. Allí está, a lo lejos, el puente Liede sobre el Perla. Pero también, perdida en esta megalópolis del siglo XXI, la pagoda Chigang, construida en 1619.
Las grandes obras simbolizan la ambición de superpotencia
En ambos pisos, un paralelepípedo de acero y cristal que sobresale de la estructura permite avanzar y detenerse sobre el vacío a más de 400 metros del suelo. “Las piernas flaquean”, “el corazón bate a toda velocidad”, confiesan algunos visitantes. Bajo los pies, solo un cristal doble.
El uso lúdico, típico en muchas infraestructuras, no termina aquí. En la azotea, a 455 metros de altura, 16 burbujas de cristal y acero, con capacidad para seis personas cada una, recorren sobre una vía el perímetro de la torre: un trayecto de 20 minutos de vértigo. Ligada a la antena, una atracción ofrece a los adictos a la adrenalina una caída libre desde la cota 485 hasta la 455.
Un poco más arriba aún, a 488 metros, se encuentra la plataforma exterior de observación más alta del mundo: una terraza abierta donde los visitantes están protegidos solo por una barrera que llega al pecho. “Se permite el acceso a grupos de un máximo de siete personas, acompañadas de dos empleados”, explica Liu Xijia, la responsable de prensa, ante un paisaje que recuerda a los mapas satélite de Google.
La Torre de Cantón obtiene jugosos ingresos con sus restaurantes, salas de conferencias y diversiones. En 2012 la visitaron más de un millón de personas. El precio de la entrada -atracciones aparte- oscila entre 50 yuanes (6 euros) por subir al piso 30 y 488 yuanes (58 euros) por acceder a la cima. Al llegar la noche, brilla con colores cristalinos. A sus pies, emigrantes y turistas fotografían sus sueños de modernidad.
“Antes de los Juegos Asiáticos, Guangzhou era simplemente una ciudad grande. Ahora tiene muchos grandes edificios y se ha convertido en una metrópoli internacional”, dice orgullosa Liu.
Mientras la capital de Guangdong mira al futuro, al amanecer los paseos junto al río Perla hablan del pasado. Bajo los árboles subtropicales, los vecinos practican artes marciales, gimnasia o bailan en grupo para estirar el cuerpo al ritmo de viejas melodías.
La autopista que conduce al aeropuerto de Guangzhou se eleva en algunos tramos a la altura de las copas de los banianos. El flujo de camiones es intenso. Al final de una recta surge el nuevo aeropuerto Baiyun o de la Nube Blanca. Construido en 2004, es el segundo por tráfico de pasajeros del país (45 millones al año), después de Pekín (77,4 millones), según datos de 2011. “Es muy amplio, mejor que el antiguo, pero en China parece que las infraestructuras solo buscan ser grandes. Estaría bien que ofrecieran algo de la cultura tradicional”, afirma Chen, un empresario de 40 años de Zhuhai (Guangdong).
El avión con destino a Ningbo, ciudad de la provincia de Zhejiang a 1.100 kilómetros al noreste de Guangzhou, va lleno. Solo quedan asientos libres en la fila 54. El cuatro es considerado el número de la mala suerte, ya que su pronunciación es similar a la de la palabra “muerte”. La compañía aérea China Southern no pierde ocasión de hacer negocio. Los reposacabezas exhiben la publicidad de una marca de maotai -un alcohol elaborado con sorgo fermentado-, y en las mesillas plegables, pegatinas de una promotora inmobiliaria ofrecen chalés con el eslogan “las casas son para vivir, la mía es para coleccionar”.
El Gobierno ha impulsado con decisión la construcción de infraestructuras, consciente de que son fundamentales para el desarrollo de la economía. Le ha bastado con seguir el refranero chino: “Cuando el tren suena, el oro se acumula”, “si quieres ser rico, primero debes construir carreteras”. Los proyectos contribuyen al crecimiento del producto interior bruto (PIB), generan ingresos fiscales y dan brillo a las autoridades provinciales y locales, sin contar las oportunidades de corrupción que presentan. En general, los Gobiernos pueden llevar a cabo las iniciativas que quieran porque son dueños del suelo, pueden desalojar rápidamente a los vecinos afectados, los estudios de impacto medioambiental son obviados con facilidad y hay pocas posibilidades de protesta.
Otra de las obras públicas vanguardistas construidas en los últimos años es el puente sobre la bahía de Hangzhou, en la provincia de Zhejiang, vecina a Shanghái. Con 36 kilómetros, es, al igual que el de la bahía de Jiaozhou, en Qingdao (provincia de Shandong), uno de los más largos del mundo sobre el mar. Cruza la desembocadura del río Qiantang, entre Ningbo y Jiaxing, en el delta del río Changjiang, otra de las regiones más industriales del país. Inaugurado en 2008, ha acortado 120 kilómetros la distancia entre Ningbo y Shanghái y ha reducido la duración del viaje de cuatro a dos horas. “El puente ha contribuido a desarrollar y abrir Ningbo más al mundo”, afirma Feng Weihong, portavoz de la empresa pública propietaria. La inversión ascendió a 13.400 millones de yuanes (1.600 millones de euros).
El tráfico es fluido a primera hora de la tarde. La calzada -tres carriles por sentido- se interna en el mar. Comienza un viaje sobre el agua color chocolate. El puente se extiende sobre pilares clavados en el fondo, salvo en los dos vanos -uno en el extremo sur y otro en el norte-, suspendidos por cables de las torres. En ellos, la altura de la calzada sobre el agua es de 60 metros.
Deficitarias o no, las infraestructuras demuestran el enorme cambio desde 1978
En el tramo sur existe una plataforma sobre el mar con tejado en forma de águila. Aloja un área de servicio. Un cartel señala: “Atracción turística nacional”. La instalación cuenta con restaurante, hotel, tiendas y una torre de 146 metros. Desde lo alto del observatorio, la forma en S elongada del puente se pierde en la bruma como un animal fantástico devorado por el mar.
“A menudo voy a Shanghái, y el puente me permite ahorrar mucho tiempo. Los 80 yuanes (9,60 euros) del peaje me parecen razonables”, dice en una sala de la plataforma Lu, publicista de 31 años de Ningbo. La visita al complejo, casi desierto en esta tarde gris, cuesta 100 yuanes (12 euros).
Feng asegura que los mayores desafíos del proyecto fueron las difíciles condiciones geográficas y meteorológicas, ya que se encuentra en un estuario donde las mareas llegan a alcanzar ocho metros de altura y 18 kilómetros por hora de velocidad, y con frecuencia se producen tifones, lluvias torrenciales y nieblas. El puente está diseñado para tener una vida de 100 años.
Al caer la luz, ya al otro lado de la bahía, el coche llega a la estación de tren de alta velocidad de Jiaxing, enorme y reluciente, pero casi vacía. Pocos minutos después aparece el tren bala y en media hora cubre los 84 kilómetros que hay hasta Shanghái.
Shanghái, capital económica y financiera del país con 23 millones de almas, es un gran escaparate de las ingentes inversiones que ha realizado China en infraestructuras y edificios inimaginables en Europa. Si Pekín y sus 20 millones de habitantes cuentan con la maciza e intrincada sede de la televisión pública (CCTV) o el estadio Olímpico (el Nido de Pájaro), la llamada Perla de Oriente tiene su tren de levitación magnética de alta velocidad o los rascacielos más altos y elegantes del país, como la Torre Jinmao -de 88 pisos y 420 metros-, Shanghai World Financial Center (SWFC) -de 492 metros- y la Torre de Shanghái, que tendrá 632 metros cuando sea finalizada en 2014. Las tres en el distrito de Pudong, formarán el primer grupo de tres superrascacielos adyacentes del mundo.
SWFC, promovido por la inmobiliaria japonesa Mori Building, con diseño del estudio neoyorquino Kohn Pedersen Fox, abrió sus puertas en 2008. Acoge oficinas, un hotel, salas de reuniones, tiendas y restaurantes. En su observatorio de suelo de cristal, a 474 metros de altura, el pulso se acelera, la cabeza da vueltas y se dispara la imaginación. Shanghái se transforma en una maqueta viva, surcada por las aguas del río Huangpu sobre las que se deslizan suavemente los barcos.
A su lado crece, día a día, la Torre de Shanghái. Se convertirá en el segundo edificio más alto del mundo, tan solo superado por el Burj Khalifa, en Dubái (830 metros). “La última vez que vine a Shanghái subí a Jinmao; hoy he subido aquí, y la próxima subiré a la Torre de Shanghái. A los chinos nos gusta estar en lo más alto”, dice un poco nervioso Zuo, de 44 años, que trabaja en una empresa de maquinaria en Xian, junto al cristal que le separa del vacío.
China quiere alcanzar el estatus de superpotencia en ciencia y tecnología para 2049, centenario de la fundación de la República Popular, y nada más visible que el tren de alta velocidad o los grandes rascacielos para representar esta ambición. Los expertos aseguran que, como otras líneas de alta velocidad, la de Pekín-Guangzhou operará con grandes pérdidas. A pesar de ello y del fuerte endeudamiento del Ministerio de Ferrocarriles, el Gobierno sigue comprometido a desplegar la red entre las grandes ciudades con la idea de llevarla algún día hasta Rusia y el sureste asiático.
Aunque según algunos críticos se han construido infraestructuras, como aeropuertos, en lugares donde no se justifica, Kong Yongjian, profesor en la Escuela de Ingeniería Civil de la Universidad Jiaotong de Pekín, asegura que “China tiene una población enorme y necesita muchas más infraestructuras para responder a las necesidades de la gente. En este aspecto, está aún en una fase inicial de desarrollo”.
Deficitarios o no, estos superproyectos han demostrado la capacidad para ejecutar infraestructuras a gran escala. No en vano es el país que erigió la Gran Muralla o cavó el Gran Canal. Para Wu Xiaoyan, una abogada de 36 años de Shanghái, el rápido desarrollo de las infraestructuras “ha permitido mejorar el nivel de vida, pero la gente, preocupada por seguir este ritmo veloz, no tiene tiempo de reflexionar sobre la vida y es fácil sentirse perdido. Además, el desarrollo ha sido desequilibrado entre las diferentes provincias”.
De regreso en Pekín, la terminal 3 del aeropuerto, diseño del británico Norman Foster, que se inspiró en el dragón, habla igualmente de la gran transformación que ha experimentado China desde que inició el proceso de apertura y reforma en 1978 y de los esfuerzos por modernizar el país con rapidez. Bajo el techo en forma de escamas, envueltos en una luz tamizada, los pasajeros caminan presurosos hacia la salida, como hormigas entre las cuadernas de un navío mitológico.
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