Luis Eduardo Aute, pasado y futuro
La película ‘El niño y el basilisco’ es un truco en el tiempo, un juego intergeneracional entre padre e hijo, entre el malecón de Manila y el de La Habana, entre 1945 y 2010 “Nos ponemos una máscara para poder sobrevivir”, dice el músico y cantautor
Este es un animal raro. En el avión viaja descalzo, muy ligero de equipaje; ha acostumbrado tanto sus dedos al cigarrillo que parece que se dibujan en su mano las volutas de humo, y cuando escribe se concentra tanto que parece que levitara. Su cara se ha ido ajustando a sus gafas, y dan ganas de dibujarle la barba de viajero cansado, o de poeta, que le fue creciendo desde la adolescencia y que ahora se ha rasurado. Cuando habla, a veces, parece evidente que jamás dejó de ser el niño que lo mira.
Luis eduardo Aute. Nació en Manila (Filipinas) en 1943 y llegó a España cuando ya tenía 11 años. Cantautor, pintor, cineasta… es un intelectual incansable.
Un animal raro. Luis Eduardo Aute. Su gesto mayor solo se puede decir con su propia poesía, con sus dibujos o su pintura, o con alguna rara canción que confirma la emoción que lleva dentro. El recuerdo de su padre. “Adoraba a mi padre”.
Tanto que lo ha hecho resucitar en una película que es un libro y un poema, El niño y el basilisco. Un niño mira a su padre, están sentados los dos en el malecón de Manila, que es como el de La Habana. Aquella fotografía de la que parten esta película y estos versos dio origen a una inquietante imagen en la que él es a la vez el padre y el hijo muchos años después. Su hija fotografió a Luis Eduardo en el malecón habanero en 2010; el azar hizo que la figura ante el mar fuera como aquella que se tomó en Manila mientras padre e hijo miraban el mar en 1945. El Photoshop consiguió que donde estaba el niño en aquella vieja imagen siguiera estando aquel Aute que entonces tenía dos años.
Manila en 1945 era una ciudad bombardeada, el recuerdo de una devastación. Ante el mar se sentaban el padre y el hijo, “las ruinas estaban al lado, la casa de mis padres era un escombro, y desde el malecón veíamos restos de barcos hundidos”. En la película, el niño contempla al padre mientras se va oscureciendo la historia y al final las miradas se confunden. Es inquietante y poética: Aute como padre de sí mismo, viéndose tantos años después en la inquietud del chico que contempla el rasguño atroz de la guerra.
Vivimos en una jungla. A lo largo de la vida matamos al niño que fuimos por supervivencia”
Saramago decía que uno va con el niño que fue. “Los restos del niño, en este caso”. Ese niño conmueve, y el padre inquieta, los dos con esa sonrisa congelada. “En la película hay inexpresividad en el niño. Casi anciano, lo miro, le sonrío, pero el niño no me devuelve la sonrisa. No quería que el niño sonriera para que no fuera cómplice de esa imagen del paso del tiempo”.
El mar es la mirada de Aute, y es también su modo de susurrar; es parte de su poesía y es lo más hondo de su pasado. “Creo que el paso del tiempo deja sus huellas en el mar. No es el mismo mar el que ves cuando eres niño que el que ves cuando tienen unos cuantos años; no lo ves con los mismos ojos”.
Es tan intenso lo que cuentan esas imágenes que le pido a Aute que trate de recordar qué hablaban sus padres cuando ella tomaba la fotografía y él le mostraba el mar. “Mi padre me está señalando el mar, creo que los restos de los barcos que había allí. Y mi madre supongo que estaría enseñándome que no quedaba nada de la casa en la que vivíamos”.
El padre, Gumersindo, nació en Barcelona, hijo de andaluces; a los 18 años se fue a trabajar a Manila, a la compañía Tabacos de Filipinas. Conoció allí a su mujer, Amparo, hija de valenciana y santanderino. Ella nació en Filipinas, era ama de casa. Muy guapa. Aquella Manila era el resto de un naufragio. Luis Eduardo estudió en inglés con libros americanos. En la casa hablaban en español y un poco en catalán, por la abuela valenciana. El chico aprendió tagalo, lo hablaba en la calle.
El refugio de los bombardeos era el hospital, ahí estuvieron los 13 días de asedio; las bombas destruyeron medio hospital, ellos estaban en la parte que se salvó. Al salir ya no tenían casa. Vivieron rodeados de la muerte, y al propio Luis Eduardo lo dieron por muerto. “Me pasé esos 13 días sin comer ni beber. Mi abuela me contaba que después de la guerra se encontró con un médico del hospital. ‘Su nieto habrá muerto, ¿no?’. ‘Qué va’, dijo ella, ‘¡está vivo y bien gordito!”.
La destrucción es un olor, así que, más que imágenes de aquel desastre, Aute tiene olores. “Estábamos debajo de una cama tapados con colchones, había muertos alrededor, y el olor de muerto es algo que sí se me ha quedado grabado”.
Ahora el olor es la imagen del estupor del niño en el filme. El miedo, el vértigo, la tristeza con la que clava, en el pasado y en el presente, la mirada en el padre. Es hijo del miedo, como aquella generación bombardeada. La madre le decía que durante su embarazo temió perderle, por las reverencias que estaba obligada a hacer cada vez que se cruzaba con soldados japoneses. El sentimiento de catástrofe dura hasta este instante. “El siglo XX ha sido de los peores. Parecía impregnado de civilización, ya se habían hecho la Revolución Francesa y la Ilustración, se suponía que el mundo estaba encauzado hacia una convivencia más civil y ha sido el siglo más salvaje”. Ni un instante sin guerras. “Y espera que no venga alguna otra. En este callejón sin salida en el que estamos, la solución es un estallido”.
Ese estallido es la metáfora recurrente en El niño y el basilisco. Las bombas van por el cielo, en medio del estupor del niño Aute que es a la vez su padre. Se escuchan los aviones y los silbidos de las bombas al caer. Pero no hay estallido de bombas; están en suspenso, como ese recuerdo en su mente. “No es que sea premonición de una nueva guerra, es intuición de que puede ocurrir”.
En este callejón sin salida en el que estamos, la solución es un estallido”
El silencio de Aute es como una aspiración de aquel niño que ahora está enfrente, recorriendo su casa, como el lugar en el que juega aquel niño de dos años que contempla atónito la tragedia. Sin embargo, “fue una infancia feliz con muy buenos recuerdos”. Fue hijo único hasta los 15 años, cuando nació su hermano José Ramón. Luis Eduardo era un niño solitario, se quedaba en casa dibujando, “con muchos libros de arte que me compraba mi padre”. Su casa de ahora, llena de libros y de cuadros, parece ese sueño que le despertó el padre. “No sé por qué una de las pocas cosas que quedó de pie en Manila fue una librería; él me llevaba y yo me iba a la mesa donde estaban los libros de arte”.
A los 11 años se fue de la Manila reconstruida y se vino a la España destruida. Madrid gris, la gente muy abrigada, la ciudad maloliente. “Era la posguerra, evidentemente”. Iba a la Gran Vía, a la librería Espasa, “de allí me llevé libros que aún conservo”. Tullidos en la calle, gente que vendía cupones. Había un café, Zahara, donde iba gente como Fernán-Gómez. En el colegio Maravillas, de los hermanos de La Salle, todo era pecado, había que ir a misa, todos debían ir compungidos, la angustia debía mostrarse. Manila era la luz, “Madrid era la noche eterna”.
A los 16 años ya era pintor con exposición abierta en la galería Alcón. La música paradójica (Aleluya, Rosas en el mar…), el surrealismo que sigue hasta ahora manifestándose como el soporte de sus sueños y de sus pesadillas, convirtieron a Aute en un artista total, un poeta que, como Lewis Carroll, querría imaginarse la luz de una vela cuando está apagada… “Esta broma llamada existencia” la vive también como una náusea, como una tragedia, como un delirio o como un dolor.
Tímido y provocador, desvalido y seductor, dijeron de Aute. Y enrabietado, “como todos en estos tiempos, me da rabia la estupidez del ser humano, la incapacidad del ser humano de ser humano en vez de una mala bestia… Creo que a lo largo de la vida vamos matando poco a poco al niño que fuimos por pura supervivencia; vivimos en una jungla, y la jungla te obliga a ser perverso, mala gente y cínico para poder sobrevivir. Somos verdugos de nosotros mismos”.
–¿Cómo ha ido matando a ese niño?
–Creo que los que escribimos fábulas, pintamos o hacemos música somos de los pocos que queremos conservar al niño que llevamos dentro, somos de los pocos que queremos seguir jugando; no puedo desligar el concepto de juego del hecho de escribir, pintar o hacer música. Por eso creo que somos los que menos asesinamos a los niños los que creemos en fábulas y en sueños.
–Nos cuentan cuentos.
–No nos cuentan cuentos. Nos ponemos una máscara para sobrevivir.
Sus padres se separaron un año después de que naciera su hermano, cuando ya estaban en España. Él tenía 16 años. El instante debe de estar muy hondo, porque cuando le hurgas, el silencio domina su cara, como el estupor de entonces. Luego vinieron las muertes; el padre murió en 1978; la madre, en 1999. En la fotografía que él ha reconstruido a partir del retrato que le hizo su hija en La Habana “yo me pongo en el lugar de mi padre, reponiendo esa figura, supongo”. Durante años le fue imposible cantarle al padre. Hasta que algún tiempo después cantó con Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Serrat y Teddy Bautista una canción de este último sobre la muerte de su propio padre (“Padre, hoy me acuesto / hundido en tus recuerdos / hundido hasta el cerebro / pero vacío por dentro…”). “Me sentí muy identificado con esa canción en la que Teddy hablaba de su padre”. En 2010 grabó Intemperie: “Y así voy sorteando tumbas con el santo y seña, / huérfano de estrellas que me indiquen algún sol…”, en la que el padre resurge como el eco que ahora alcanza el grado de su propia figura en ese retrato sobre el estupor de la infancia. “Tenía un fuerte vínculo con él. Adoraba a mi padre”. Ahora, mientras lo dice, a Aute le viene a la cara cuyos ojos son su rostro el estupor del niño que él mismo acaba de retratar.
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