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PALOS DE CIEGO
Columna
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Yo me bajo en la próxima (bis)

Javier Cercas
Gabi Beltrán

Lo contaré otra vez. El 24 de febrero de 1981, al día siguiente del intento de golpe de Estado, El Perich publicó un chiste memorable: “Los españoles están divididos”, anunciaba el presentador de Las Noticias del Quinto Canal. “Unos están por el apaga; los otros, por el vámonos”. Ese es, me temo, el estado de ánimo general después del estallido mediático de cada traca de casos de corrupción. Tras la última, culminada con el caso Bárcenas, todos nos acordamos de César Molinas y su descripción de la clase política española como una “élite extractiva”: poco menos que una panda de pillos dedicados a trincar. Y todos nos dijimos, como escribió Torreblanca, que “el pacto político entre representantes y representados que sostiene nuestra democracia está roto”, y que, por tanto, como escribió Vallespín, necesitamos “un nuevo pacto constitucional”. En cuanto a mí, el rebote que me pillé durante la penúltima traca me dictó un artículo titulado Yo me bajo en la próxima, del que, como en el fondo soy un buen chico (o simplemente un idiota), enseguida me arrepentí. ¿Es la clase política española una élite extractiva? ¿Hay que volver a empezar? ¿Hay que bajarse en la próxima, y esta vez de verdad? ¿Somos todos unos idiotas? ¿Qué hacer?

Lo que es seguro es que o arreglamos pronto esto o nos vamos todos al carajo”

Tengo 50 años y pertenezco a una generación que todavía conoció la dictadura y que, aunque solo la vivió de refilón, recuerda muy bien a qué olía, porque ese olor no se olvida: olía a caca. Así que, cuando oímos decir a algún listillo que no hay ninguna diferencia entre una dictadura y una democracia, nos dan ganas de pintarle bigote en la foto y mandarle a Pionyang de una patada en el culo. Quiero decir que el hecho de haber nacido en una dictadura nos ha dotado a muchos de una fe de yihadistas en la democracia. Esto, que no está mal, también tiene sus inconvenientes, porque una virtud llevada al extremo es un vicio. Nuestro vicio principal consiste en la tendencia a confundir la democracia con el funcionamiento de la democracia: cuando alguien grita “¡Democracia real, ya!”, no grita contra la democracia, sino contra su forma de funcionar; cuando alguien amenaza con bajarse en la próxima, no amenaza con bajarse de la democracia, sino de esta democracia (porque aspira a otra). “Quien no está ocupado en nacer está ocupado en morir”, dice Bob Dylan; la democracia es igual: como no es un sistema estático, sino dinámico, o está ocupada en mejorar o está ocupada en empeorar; por eso no existe una democracia perfecta –una democracia perfecta es una dictadura–, pero una democracia anquilosada, dominada por el poder omnímodo de los partidos y sin una voluntad permanente de perfeccionarse empieza a no ser una democracia. Lo cierto es que esto ya huele un poco a caca: tanto que a veces ni siquiera parece una democracia corrupta, sino una cleptocracia. No es ningún consuelo pensar que, en un país de pícaros, donde solo paga a Hacienda quien no puede esquivarla, la clase política es un espejo de todos. Y es ridículo el esforzado optimismo de quienes afirman que al menos las periódicas explosiones mediáticas de corruptelas demuestran que la democracia funciona, porque, si no funcionase, no las conoceríamos; falso: sabemos que hay corrupción, pero no sabemos hasta dónde llega, ni a quién más afecta, ni qué parte de la clase política está infectada por ella, y la democracia solo funciona cuando la ley reduce al mínimo las posibilidades de corrupción.

¿Es nuestra clase política una élite extractiva? No lo sé, pero sí sé que cuanto más cerca esté de serlo, más cerca estará este país de fracasar y esta democracia de convertirse en una dictadura. ¿Hay que volver a empezar? No lo sé, pero tampoco hace falta ser Pericles para entender que por lo menos algunas reformas radicales son urgentes –empezando, como han propuesto el propio Molinas y Gómez Yáñez, por una regulación desde fuera de los partidos y un cambio de la ley que les imponga la democracia interna y la claridad– y que es urgente un gran acuerdo de transparencia entre el PP y el PSOE. ¿Hay que bajarse en la próxima? No lo sé, pero, según una encuesta de Metroscopia, el 73% de los ciudadanos piensa que este país está al borde del estallido social, así que lo que es seguro es que o arreglamos pronto esto o nos vamos todos al carajo.

elpaissemanal@elpais.es

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