El ejemplo de Europa
Quizá la unión sufra una crisis de identidad, pero no podemos olvidar que el esfuerzo, premiado este año con el nobel de la paz, se asienta sobre las cenizas de guerras sangrientas
Fronteras que languidecen, fronteras oxidadas, fronteras olvidadas, fronteras abandonadas, fronteras de las que nadie se acuerda. Esta impresionante serie de fotografías explica por qué la Unión Europea ha sido galardonada con el Premio Nobel de la Paz. También por qué, a pesar de la crisis existencial de Europa, tenemos motivos sobrados para la celebración.
Para convencerse comparen esas fronteras, que hoy nos parecen ridículas, incluso patéticas, con las que siguen ahí. Piensen por un momento en el muro levantado por EE UU en su frontera sur, una valla de miles de kilómetros que de forma absurda parte en dos un desierto. O en los vericuetos que traza el muro de separación que Israel ha construido para, tan contradictoriamente, aislarse de unos territorios que ella misma mantiene bajo ocupación. Por no hablar de la frontera entre las dos Coreas, con alambradas, sistemas de disparo automático y militares en alerta continua, un incomprensible vestigio de la guerra fría. Esas tres fronteras, como muchas otras que todavía se mantienen en pie, son un monumento al fracaso, una celebración de la estupidez, una representación de la incapacidad de muchos seres humanos de convivir pacíficamente, a pesar de sus diferentes orígenes, valores y creencias.
Nosotros, los europeos, fuimos así. No lo olvidemos. Esos mojones, carteles y divisorias, tan aparentemente inocentes que hasta podrían ser la linde que separara el prado de un paisano de otro, son testigos de millones de muertos, están regados con la sangre de cientos de miles de jóvenes que dieron sus vidas por defender esas fronteras y han sido transitados por millones de refugiados y desplazados que tuvieron que abandonar sus países según esas fronteras, ganadas o perdidas, cambiaban.
Puede que los carteles se hayan aherrumbrado, pero no nuestras memorias. La generación de nuestros mayores sabe de lo que habla, pues jugó en los escombros dejados por lo que los historiadores han llamado “la larga guerra civil europea”, un conflicto que, con Francia y Alemania en su núcleo, comenzó en 1870 y terminó en 1945 dejando tras de sí dos guerras mundiales. Pero la siguiente generación también recordamos perfectamente cómo era una Europa dividida en dos por un “telón de acero”, en la expresión acuñada por Churchill. No olvidaremos nunca la impresión tan vívida que dejaba el paso de la Alemania Occidental a la Oriental, con el río alambrado, las estaciones de metro cerradas, los checkpoints de los aliados y el vacío desolador en torno a la puerta de Brandeburgo. Pero no se trataba solo de la Europa Occidental y de la Europa Oriental, de la difícil coexistencia entre las democracias de un lado y los llamados “pueblos cautivos” de Europa Central y Oriental, que a pesar de sus anhelos de libertad cayeron del lado equivocado. Casi más sorprendente resulta hoy, retrospectivamente, que todas aquellas democracias pertenecientes a la (entonces) Comunidad Europea, que no solo compartían valores políticos y sistemas económicos, sino que se habían conjurado para luchar espalda con espalda, en el marco de la Alianza Atlántica, tardaran tanto en derribar sus fronteras, unificar sus monedas y suprimir los controles fronterizos. Los jóvenes de hoy han incorporado con toda naturalidad a sus vidas la libertad de movimientos y el euro. Pero el mundo no se rige por los mismos criterios.
Las fronteras no desaparecieron por muerte natural, las derribaron aquellos a quienes solían encerrar
Alsacia y Lorena, Danzig, los Sudetes o el Danubio fueron en su día los pivotes geopolíticos que cortaron Europa en dos y la lanzaron a la guerra fratricida. Hoy, afortunadamente, ya no tienen ningún significado, habiéndose convertido en meros hitos históricos. Los europeos, pese a sus problemas, viven algo parecido, incluso mejor, a la Pax Romana que disfrutó Europa (y el norte de África) entre la llegada de Augusto en el 27 antes de Cristo y la muerte de Marco Aurelio en el 180. Pero con una diferencia, mientras que la romanización se impuso a sangre y fuego y contra la voluntad de los pueblos, en esta ocasión, la Pax Europea se ha logrado por la vía del derecho, la democracia y el respeto a la identidad de los pueblos.
Es importante recordar que las fronteras que retratan estas fotografías no se extinguieron, ni desaparecieron por muerte natural; fueron derribadas por las mismas personas a las que habían pretendido encerrar. El muro de Berlín cayó por la voluntad de los ciudadanos de la Alemania Oriental, que, ante la imposibilidad de votar con sus manos en urnas, optaron por votar con sus pies y marcharse a pedir asilo en las embajadas alemanas u occidentales en Budapest y Praga. Y también por la visión de algunos líderes, como el entonces ministro de Asuntos Exteriores húngaro Gyla Horn, que personalmente, con una cizalla, cortó la alambrada que separaba Hungría de Austria, lo que significó la caída del régimen germano-oriental, incapaz de contener la riada de ciudadanos que quería marcharse. Si esas fronteras languidecen hoy es porque alguien las hizo caer con una cizalla, un tratado o una pancarta.
Con todas las dificultades, el proyecto ilustrado sigue vivo en Europa
Eso explica que a los europeos a veces se les acuse de arrogancia y de andar por el mundo dando lecciones sobre cómo deben hacerse las cosas. Quizá la crítica sea justificada. Pero también es legítimo que exista un orgullo europeo. Porque, con todas las dificultades, el proyecto ilustrado sigue vivo en Europa. Cuando Immanuel Kant habló de la “paz perpetua” entre los pueblos estaba apuntando a algo que se parece mucho a lo que la Unión Europea ha logrado.
Los británicos con su Armada, los franceses con los ejércitos napoleónicos, los alemanes con sus Panzerdivisionen; los europeos han consumido siglos intentándose dominar los unos a los otros. Ahora han encontrado un método mucho más sutil de invadir: se llama “acervo comunitario” (aquis communautaire), como se denomina al catálogo de legislación comunitaria. Así pues, en lugar de invadir un país, la Unión Europea, que se ha hecho mayor y posmoderna, envía unas 200.000 páginas de legislación que el país en cuestión tendrá que incorporar a su ordenamiento interno. Y, pese a todo, hay cola para entrar: Croacia, que se incorporará el año que viene; Turquía, que pese a las humillaciones y desdenes sigue intentando su adhesión; a las que siguen Macedonia, Albania, Serbia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina y Kosovo.
Esas son las próximas fronteras que, si el proyecto europeo sigue en pie, vamos a ver desaparecer. Son todavía fronteras duras, marcadas por los conflictos, pero en algún momento dejarán de serlo y podremos añadir las fotos al álbum. Más allá quedará el espacio postsoviético, desde Bielorrusia, la última dictadura de Europa, hasta el Cáucaso, plagado de conflictos congelados, pero también la orilla sur del Mediterráneo. Se trata de un mundo solo a medias europeizado, con fronteras que son solo porosas a medias y ciudadanos con frágiles o inexistentes libertades. Allí, el álbum de fotos se torna más hostil: Marruecos y Argelia mantienen su frontera cerrada desde hace décadas; Israel y los palestinos persisten en el empeño del odio y la exclusión; armenios, azeríes, rusos, georgianos, osetios, abjasios, ingusetios y chechenos no terminan de encontrar la manera de saltar sus fronteras. Es una crítica común decir que Europa se ha convertido en un actor irrelevante a escala mundial. Siendo cierto en gran medida, estas fotografías muestran que la irrelevancia, si lo que significa es ver desaparecer las fronteras entre Estados y las divisiones entre personas, es una noble tarea a la que los demás también podrían dedicarse.
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