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Arranque curso escolar 2023/24 en la escuela instituto Mercé Rodoreda, de Barcelona.
Arranque curso escolar 2023/24 en la escuela instituto Mercé Rodoreda, de Barcelona.Gianluca Battista
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los conocimientos son competencias

Importa reconducir un extendido desencuentro entre competencias y conocimientos, como si aquellas no precisaran de estos

Los debates educativos son asimismo sociales, ya que la educación no solo afecta al desarrollo personal, sino además, y por consecuencia, al social. Que la educación sirva al conocimiento resulta, así, bastante menos controvertido que responda a propósitos económicos, por abierta que resulte la extensión o el ámbito de la economía. Cuestión, esta, que se relaciona directamente con la incorporación de las competencias al sistema educativo. El año 2006, cuando en España se promulga las dos veces después reformada Ley Orgánica de Educación, el Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea recomendaron a sus Estados miembros “desarrollar la oferta de competencias clave para todos en el contexto de sus estrategias de aprendizaje permanente”. A tal fin, facilitaron un marco de referencia europeo: “Competencias clave para el aprendizaje permanente”.

Algunos años antes, el Consejo Europeo de Lisboa en 2000, determinó un objetivo principal: “La Unión se ha fijado hoy un nuevo objetivo estratégico para la próxima década: convertirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible, con más y mejores empleos y con mayor cohesión social”. Transcurrió la década y se pospuso el objetivo, actualizado dos décadas después en el “Marco estratégico para la cooperación europea en el ámbito de la educación y la formación con miras al Espacio Europeo de Educación y más allá (2021-2030)”. La expresa referencia, en el Consejo Europeo del año 2000, a la “economía basada en el conocimiento” llevó a planteamientos de una “educación economicista”, como si, al cabo, se hubieran adoptado posiciones que subordinaban la educación a la economía. De ahí que el alcance y la naturaleza de las competencias clave ―término, por otra parte, con distintos significados― resultaran afectados por esa “desviación económica”.

El sistema educativo español, en la reforma del año 2006, adoptó el citado marco de referencia europeo sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente, que se ha mantenido en las dos reformas posteriores, de 2013 y 2020. Esto es, las competencias clave son prácticamente el único elemento del currículo no afectado por las reformas y los cambios gubernamentales, por lo que es factible pensar en posibilidades, incluso con la reiterada dificultad del permanente curso de las reformas, de acuerdo o consenso en ámbitos básicos o imprescindibles.

La incorporación de las competencias al currículo generó, como se ha adelantado, debates y controversias, tanto docentes como sociales, centradas en la naturaleza y utilidad de los conocimientos educativos que debían enseñarse, primero, y aprenderse, después. El limitado alcance de la memorización, el ejercicio de las prácticas de enseñanza por los docentes, o el carácter lúdico del aprendizaje del alumnado son algunos de los aspectos que animaron ―y lo siguen haciendo― el debate. Como trasfondo, la relevancia social atribuida al conocimiento y las percepciones familiares sobre la calidad o el valor de los resultados académicos.

Definir el concepto de competencias clave ocupa no pocos empeños y análisis, pero acaso baste aquí proponer que, como tales, debe entenderse un conjunto integrado de recursos ―capacidades, conocimientos, habilidades, destrezas, motivaciones, valores― que son resultados del aprendizaje, tras procesos de enseñanza, y permiten afrontar problemas cotidianos, pero complejos, de la vida ordinaria, de manera que faculten para un adecuado desarrollo personal y social.

Por tanto, la importancia y naturaleza de lo que se aprende no predomina sobre los modos de enseñar y, principalmente, sobre el propósito, sobre el para qué enseñar. De resultas, adquieren notoriedad el conocimiento aplicado y la valoración del aprendizaje derivada de la resolución de cuestiones o problemas formulados en el marco de situaciones de aprendizaje.

Importa reconducir, así, un extendido desencuentro entre competencias y conocimientos, como si aquellas no precisaran de estos. La formulación del conocimiento aplicado mantiene, como aspecto sustantivo, precisamente, el conocimiento, y como condición adjetiva, pero de sobra importante, su aplicación. Por ello, el pasado 2018, una nueva Recomendación del Consejo de la Unión Europea actualizó el marco de referencia de las competencias clave, del año 2006, y las definió como una “combinación de conocimientos, capacidades y actitudes”. Con respecto a los primeros, la recomendación indica que “se componen de hechos y cifras, conceptos, ideas y teorías que ya están establecidos y apoyan la comprensión de un área o tema concretos”.

Luego, aceptada la importancia de recordar lo obvio, interesa advertir que los conocimientos son una parte sustantiva de las competencias, que estas no aminoran la entidad de aquellos, sino que les atribuyen un valor bastante más significativo y funcional. Examen por sorpresa: ¿Cuáles son las principales diferencias entre las células procarióticas y las eucarióticas? ¿Qué fases corresponden a la función biológica de la mitosis y la meiosis? ¿Qué expresan el fenotipo y el genotipo? ¿Qué establece la ley de conservación de la masa? ¿Qué debe entenderse como frecuencia relativa? ¿Cómo se formula la regla de Laplace? Tales preguntas tienen directa relación con los saberes básicos de la educación obligatoria y es probable que cueste responderlas a quienes hace bastante tiempo desde que la concluyeron.

El debate sobre los contenidos de la educación no debería centrarse, por tanto, en la inadecuada oposición entre competencias y contenidos

Esta evidencia no conlleva, claro está, la eliminación de contenidos o conocimientos, sino su más conveniente adquisición. Así, directamente formulada, la regla de Laplace establece que, en el caso de que todos los resultados de un experimento aleatorio sean equiprobables, la probabilidad de un suceso A es el cociente entre el número de resultados favorables a que ocurra el suceso A en el experimento y el número de resultados posibles del experimento. La memorización de la regla se desvanecerá muy poco tiempo después del examen en que se pregunte por ella. La clarificación previa de conceptos relacionados ―experimento aleatorio, probabilidad, resultados favorables, resultados posibles― ayudará a comprender la formulación de la regla. Y calcular la probabilidad de que, al lanzar un dado, se obtenga el cinco, atribuirá relevancia y aplicación a la propia regla. Si, además, este último cálculo se resuelve explicándolo de forma oral, la comunicación lingüística resultará beneficiada. Del mismo modo que redundará en las competencias, en el aprendizaje valioso, leer algo de la biografía de Laplace y comprobar que quiso predecir la probabilidad de que el Sol saliera por el horizonte cada mañana.

El debate sobre los contenidos de la educación no debería centrarse, por tanto, en la inadecuada oposición entre competencias y contenidos, sino en la entidad de estos como elementos destacados para la adquisición de aquellas. Cuestión distinta sería la selección de los contenidos que se incorporan al currículo de las enseñanzas, pero, determinados los contenidos, importa sobre todo articular los procesos de enseñanza y de aprendizaje para que permitan la adquisición y aplicación de conocimientos relevantes.

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