En situación de aprendizaje
A los profesores lo que les subleva no es la mayor o menor calidad de las leyes educativas, sino su cambio apresurado y constante, que los desorienta en su trabajo, y los somete muchas veces a una desoladora confusión
Como he llegado pronto a la ciudad me da tiempo a tomar un café con los profesores que me han invitado, en un bar cerca del instituto, uno de esos bares de desayunos en los que se respira un ambiente cotidiano de familiaridad y trabajo, de gente que no tiene que pedir lo que desea para que el camarero ya lo sepa, cafés con leche y leches manchadas y tostadas con aceite y tomate. Hemos juntado dos mesas, junto a un ventanal que da a una calle ancha del barrio, muy transitada, con árboles y tiendas. Los cafés nos caldean las manos y el ánimo en esta mañana helada, y la conversación también se va caldeando, según tomamos confianza y se incorporan otros profesores, hombres y mujeres, en lo que parece una perfecta paridad espontánea.
Son profesores en la plenitud de una veteranía no desgastada por los años, y menos aún por el desánimo. Se les nota mucho cuánto les gusta su trabajo, cuánto saben de las materias que enseñan, y muestran una conciencia lúcida de las posibilidades y los límites de la educación pública, en ese tramo decisivo de la secundaria en el que ellos y ellas ejercen, atesorando una experiencia por la que ningún legislador o experto en pedagogía parece nunca interesarse. En las diatribas sobre la educación las voces que menos se escuchan son las de los profesores. Hablan con la solvencia sin palabrería de quien se dedica a un oficio que conoce muy bien. Dan la impresión de encontrarse tan desasistidos por los poderes institucionales de los que dependen como esos sanitarios que sostienen por sí solos un sistema de salud cada vez más debilitado por el deterioro administrativo y las maniobras privatizadoras.
Hablan a veces con indignación y casi siempre con ironía, conscientes de una soledad profesional que linda por un lado con la vigilancia de esos inspectores a los que llaman comisarios políticos, y por otro con el recelo y muchas veces la hostilidad de padres y madres de alumnos, que parecen empeñados en invadir el aula con la sobreprotección y el halago de sus hijos. Una profesora que acaba de unirse a la conversación en el café se frota las manos contra el frío y declara que ya no va a organizar más concursos literarios en su clase, para evitar las protestas de progenitores indignados porque sus niños no han alcanzado el primer premio. Todos se quejan de las infinitas complicaciones burocráticas a las que se ven obligados, que les quitan muchas horas al día de trabajo y sosiego y solo sirven para satisfacer una superstición política entre doctrinaria y cuantitativa. No son profesores anticuados que se resistan sordamente a las nuevas tecnologías o a las volubles tendencias psicopedagógias que cobran forma en nuevas leyes cada pocos años. Lo que los subleva no es la mayor o menor calidad, siempre teórica, de las leyes educativas, sino su cambio apresurado y constante, que los desorienta en su trabajo, y los somete muchas veces a una desoladora confusión, agravada siempre por nuevas y más retorcidas formalidades de papeleo digital y por un lenguaje en gran medida incomprensible.
Entre esta gente veterana, que tiene tanta experiencia y voluntad, en este café bar tan terrenal de molletes y tostadas con aceite y tomate coronadas de jamón, la jerga psico-pedagógico-administrativa brilla en todo su absurdo: “habilidades personales e interpersonales”, “enfoque competencial”, “intensificación curricular”, “elementos sociales constructores de los géneros”, “acciones dirigidas a la transformación de las condiciones socializadoras existentes desde una perspectiva crítica de género”, “planificación de textos escritos y multimodales básicos”, “evaluación sumativa”, “situación de aprendizaje”.
Esta “situación de aprendizaje”, establecida en la nueva ley, que tal vez quede derogada en cuanto cambie el Gobierno, es la que provoca más estupor. Parece ser una situación importante y hasta obligatoria, pero nadie les ha explicado en qué consiste. Los profesores dan la impresión de asistir a la multiplicación y la provisionalidad de las normas con una ecuanimidad de campesinos sometidos sin remedio a los azares de la meteorología. Mientras tanto, las deficiencias verdaderas que ellos encuentran cada día se pueden explicar en un castellano transparente: bajas que solo se cubren al cabo de dos semanas; clases que en Bachillerato pueden albergar a cuarenta alumnos; falta general de inversiones, sobre todo, me puntualiza una profesora, en recursos humanos y sociales, no en los tecnológicos, que no son tan importantes.
Cuanto más pobre es el vecindario en el que se encuentra en instituto, más dolorosa resulta la falta de medios, porque las necesidades con las que llegan los estudiantes son más perentorias. Un profesor me cuenta que antes de venir aquí trabajó diez años en el instituto de una barriada cercana a la marginalidad, muy castigada por la crisis. Ni padres ni madres se interesaban por la educación de sus hijos. No creían o no sabían que pudiera servirles para mejorar sus vidas. El resultado era la indisciplina y el abandono escolar. Este instituto al que he venido yo hoy se nota enseguida que es un buen centro, austero y despejado como el barrio al que pertenece, gastado sin deterioro, como se gasta todo lo que es muy vivido, populoso de estudiantes que inundan los corredores y bajan por las escaleras con el tumulto de sus fuerzas muy jóvenes. Las instalaciones son austeras y sólidas, usadas sin maltrato: la biblioteca, los patios de deportes, la sala de profesores, el salón de actos. Un profesor me explica la correlación entre las condiciones sociales del barrio y las del instituto: familias estables de la llamada clase media baja, preocupadas por la educación de los hijos, atentas a ella; niveles mínimos de abandono escolar; resultados académicos altos, con notas excelentes en Selectividad.
Todo eso lo nota el invitado en la calidad del silencio con que se le escucha, en la atención de las miradas, en las preguntas bien hechas cuando llega el coloquio, indicativas de un trabajo previo y fértil con el profesor en el aula. He hablado del valor del conocimiento para comprender el mundo y comprenderse a uno mismo en la medida de lo posible, más allá del egocentrismo y del ahora instantáneo, con la perspectiva que dan la geografía y la historia, con la exigencia de precisión de las matemáticas y las ciencias naturales, con la indagación en la experiencia y en las posibilidades de la imaginación que solo hacen posibles la literatura y las artes. He invocado a Max Aub, para celebrar esa identidad no visceral ni de origen que le concede a uno para siempre el paso por un buen instituto. He recordado en voz alta el descubrimiento dubitativo de mi vocación cuando tenía esa edad, el saludable asombro de encontrarme por primera vez, a los 15 años, en un aula con mayoría femenina. He insistido en que por sí mismos la vocación o el talento no son nada, si no hay condiciones sociales que los favorezcan, incluso que les permitan llegar a existir.
Hay miradas jóvenes de una intensidad que estremece. Una chica que levantó la mano para preguntarme sobre la relevancia de George Orwell en estos tiempos me muestra un ejemplar muy leído de 1984 y me pide consejos para ser escritora. A un grupo de tres, uno de ellos varón, una de las chicas con rasgos asiáticos, les pregunto qué tienen pensado estudiar, y sus respuestas son terminantes: ellas quieren hacer lenguas clásicas; él, Medicina, aunque también le atrae ser actor. En cada una de esas miradas limpias y alerta está contenido el porvenir de una vida entera. Será preciso mejorar el mundo para que ninguna se malogre.
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