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Debate educativo
Tribuna
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El ‘test Google’ (contenidos, competencias y otros animales)

Las personas aprendemos manejando hechos, fórmulas y reglas, pero lo que marca la diferencia es ser capaz de aplicarlo, resolver problemas y hasta de crear cosas nuevas con ello

Presentaciones de PowerPoint
Alumnos de un colegio de Vilassar de Dalt (Barcelona) utilizan una pizarra digital.

A pesar de que el llamado Marco Común de las Competencias Clave data de principios de siglo y es producto de un consenso continental reflejado en documentos de la Comisión Europea, el debate —si es que de verdad lo es— entre contenidos y competencias como foco de la enseñanza y de los currículos escolares se ha desatado sólo muy recientemente en nuestro país. Hay que reconocer que, en términos de marketing, esto de las competencias no funciona nada bien como marca, y menos aún si algunos, con buen dominio de la comunicación política en estos tiempos de división y disrupción, dan por hecho que la educación para ser competente estaría reñida con la educación para ser competitivo por mor de recortar, reducir o condenar contenidos tan clásicos e imprescindibles como la regla de tres, los afluentes del Guadiana o la sinalefa.

Nos vemos pues en medio de un debate donde tercian con gran preocupación intelectuales de primera línea, y en el que se reclama el abandono de las competencias y el retorno al enciclopedismo más tradicional, argumentando que esto es lo que de verdad protege los intereses de los estudiantes, especialmente de aquellos social y económicamente más desfavorecidos. Llama mucho la atención el lado más político de la diatriba, donde se afirma que el giro competencial abre la puerta de un adoctrinamiento sistémico, sugiriendo implícitamente que nuestros profesores no serían sino meras cadenas de transmisión, puros intermediarios que trabajan para el Gobierno y no para el Estado. Así pues, el sistema educativo español parece estar condenado a la autodestrucción en cuestión de semanas, y ello a causa de unos cuantos decretos publicados en el BOE.

Todo esto es una confirmación más de hasta qué punto el sector educativo se ha convertido en rehén de la lucha partidista en España. Lo que se presenta como debate de principios no es más que un pulso entre intereses no del todo confesables. Cualquier profesor sabe que el dilema entre contenidos y competencias es artificial e interesado. Las personas aprendemos manejando contenidos —hechos, principios, fórmulas, reglas—, pero lo que marca la diferencia no es recordar todo eso en abstracto, sino ser capaz de aplicarlo, resolver problemas y hasta de crear cosas nuevas con ello. No es nada insólito: estamos hablando simplemente de la buena educación, algo que siempre ha existido, al menos para algunos. Pongamos un par de ejemplos:

Se pueden aprender muchos hechos históricos y también ser capaz de citar las opiniones e interpretaciones de distintos analistas o historiadores sobre esos hechos. En todos los casos, tanto los hechos como las interpretaciones pueden encontrarse en Google en cuestión de décimas de segundo. Sin embargo, la capacidad de diferenciar —o, si prefieren, de no confundir— entre hechos y opiniones no sale en Google. No puede buscarse ni contrastarse fácilmente, entre otras razones porque Google también devuelve la confusión reinante. Y es que distinguir entre hechos y opiniones es un aprendizaje mucho más sofisticado. Si, como dicen los datos del último PISA (2018, mucho antes de aprobarse la Ley Celaá y los decretos de currículo), la mayoría de los estudiantes españoles de 15 años no sabe diferenciar entre hechos y opiniones, tenemos un problema mayúsculo. Porque, además, esos estudiantes son, en efecto, carne de adoctrinamiento, dentro y fuera de la escuela. Es un problema que no se resuelve aprendiendo más hechos y siendo capaz de recordarlos cual concursante de Pasapalabra. Que el currículo escolar incluya de modo explícito la competencia de distinguir entre hechos y opiniones no es un paso hacia el adoctrinamiento, sino, precisamente, el camino para inmunizar a los ciudadanos frente a esa industria de la posverdad, las noticias falsas y los llamados hechos alternativos.

Uno puede aprender gramática, dominar las reglas de la sintaxis, bordar la ortografía, y acumular un amplio vocabulario sobre muchos temas. Pero para poder comunicarse de manera eficaz y correcta, oralmente o por escrito, necesita más cosas: entre otras, buena comprensión lectora, memoria funcional, autoconfianza para manejar la inseguridad que todos tenemos al hablar en público, empatía para adaptar el discurso a la audiencia (no me expreso igual frente a mis alumnos universitarios que en una charla de café con mis amigos) y conciencia del lenguaje no verbal, que transmite tantos mensajes como el verbal. Una vez más, la gramática, la sintaxis y el vocabulario están en Google y se pueden consultar en dos clics. También hay todo tipo de consejos para hablar en público o para escribir bien. Pero la competencia de la expresión oral o de escribir como Dios manda no se puede aprender en Google. Insisto en que sigue siendo imprescindible aprender gramática, reglas sintácticas y vocabulario. Pero no es suficiente. Y a todo eso que es más sofisticado que lo que aparece en Google, y que sólo un claustro de buenos profesores puede enseñar, se le llama, con un pobre marketing y cierta ambigüedad, eso sí, competencias.

Hagamos pues el test Google. Si todo lo que sabe un estudiante puede encontrarse en Google en décimas de segundo, su futuro —personal y laboral— pinta realmente mal. Cierto que está la opción de concursar en Pasapalabra. Pero si se quiere que nuestros estudiantes aprendan a comunicarse con corrección y eficacia, a no generalizar a partir de simples anécdotas, a no percibir a quien discrepa de ellos como un enemigo o alguien que quiere engañarles, a adquirir un hábito de pensamiento crítico y escéptico frente a la industria de la posverdad, a contrastar información e identificar así fuentes fiables que les permitan cuestionar sus opiniones y, en definitiva, a usar los conocimientos que aprenden para mejorar su bienestar personal y también el bienestar colectivo, Google y todos sus contenidos son necesarios pero no suficientes. En no tener la oportunidad de aprender todas esas cosas consiste precisamente el más dañino y menos visible de los adoctrinamientos.

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