Investigad, investigad, malditos
Si no llegas al grupo de los excelentes, es porque no te has esforzado lo suficiente, no por la falta de oportunidades estructurales o por el acoso sufrido.
Durante estos días, la propuesta de una nueva Ley de la Ciencia está recibiendo una considerable atención en los medios de comunicación, en las redes sociales y también en las calles. Puede resultar chocante que haya que legislar la capacidad que tenemos los seres humanos de interrogarnos sobre el mundo y de buscar respuestas metódicas. Pero la colisión se produce porque mantenemos una imagen romántica del quehacer científico —hinchado de laboratorios, de búsqueda de la verdad y de vocación, mucha vocación— frente a su realidad prosaica de grandes intereses económicos para el desarrollo de energías, acero o fármacos... Y es, en la buscada colaboración público-privada, cuando el Estado crea normas para que el capital haga negocio con los resultados públicos de la investigación.
Para sostener la investigación como actividad económica, desplazando la idea de ciencia, es necesario implementar la dualidad del mercado de trabajo: por una parte, hay quienes ya están dentro del sistema con buenos salarios, estabilidad y prestigio (en claro descenso en cantidad por ser una generación de edades avanzadas) y, por otra, en cambio, hay quienes están en los márgenes de ese mismo sistema para soportar la carga pesada del trabajo por poco dinero y acuciados por el miedo que les genera la falta de estabilidad (un sector en aumento porque el privilegio es considerado un bien escaso).
El núcleo está sostenido por las leyes de la ciencia que estipulan, entre otras cuestiones, qué entidades y qué personas pueden acoger y firmar proyectos competitivos de I+D+i. En España, has de disponer de un contrato estable con la Administración o, al menos, que te queden tres años por delante para firmar el liderazgo de un proyecto de investigación. La ley no favorece a quien sea original, a quien tenga la fuerza para hacer propuestas innovadoras, coincida o no con quien tiene un contrato estable. Así la perversión comienza por aquí, engrosando a quien ya tiene más, más proyectos que llevan a más artículos científicos, a más premios individuales que llevan a conseguir más dinero de proyectos. Y más credibilidad, tan importante en la producción científica.
La marginalidad, que podría admitirse que fuera temporal, se convierte en eterna gracias a la excepcionalidad laboral, a unas contrataciones definidas en leyes de la ciencia o de universidades que no consideran derechos laborales, a fin de no contravenir el atractivo negocio de la investigación y la educación superior. La eficacia económica del Estado se compromete con los contratos temporales y con las decisiones discrecionales de los departamentos de las entidades públicas que pueden hacer investigación según la ley, esto es, los Organismos Públicos de Investigación (OPIs) y las Universidades.
Si eres excelente es porque lo mereces, aunque sea resultado de la endogamia o la casualidad estructural
Unos pocos pasarán de la periferia al núcleo para justificar los absurdos procedimientos de selección, rigideces meritocráticas que el mismo Ramón y Cajal no hubiera superado. El objetivo actual del ámbito de la investigación es la excelencia científica, los valores meritocráticos llevados al extremo, a veces méritos simplemente burocráticos: si eres excelente es porque lo mereces, aunque sea resultado de la endogamia o la casualidad estructural; si no llegas al grupo de los excelentes, es porque no te has esforzado lo suficiente, no por la falta de oportunidades estructurales o por el acoso sufrido. Así, la excelencia se individualiza para justificar al primer grupo, los privilegiados, y la vocación se inventa para tiranizar al segundo, el precariado. Y se naturaliza como una lucha cainita por unos recursos limitados, la visión económica, la que interesa al poder.
Y el personal sin estabilidad estará demasiado agotado para luchar, demasiadas horas de trabajo solo para sobrevivir. Unas condiciones materiales disfrazadas de competencia individual para evitar que nos reconozcamos. Un discurso económico, el del no hay ciencia, solo individuos excelentes, para que no se perciba quienes sostienen los sistemas de investigación y de educación superior. Porque la fantasía de la excelencia, parafraseando a Almudena Hernando, se sostiene sobre el trabajo anonimizado de personas y colectivos (personal técnico de laboratorio, becarios…) muy y muy precariados. Eso, si no han abandonado ya.
Jordi Pérez Asensio pertenece a la Asociación Estatal de Profesorado Asociado de las Universidades Públicas y Teresa Samper de la Plataforma PDI Precariat de la Universidad de Valencia.
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