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Desigualdad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Es el capitalismo la causa de la desigualdad?

La tarea más urgente es encontrar la voluntad para dar acceso a los países en desarrollo a los mercados globales

NEGOCIOS 10/11/24 LABORATORIO 2
MARAVILLAS DELGADO

En 2014, el libro El capital en el siglo XXI del economista francés Thomas Piketty se convirtió en un suceso internacional, reformulando el debate sobre desigualdad y lanzando a su autor al estrellato. Piketty estaba en lo cierto al señalar que el argumento político para la distribución del ingreso está casi por completo centrado en cuestiones domésticas. Pero su argumento central —que el capitalismo inevitablemente conduce a una creciente desigualdad— se desmorona cuando se compara la situación de los agricultores empobrecidos de Vietnam con el confort relativo de los ciudadanos de clase media franceses.

En realidad, el ascenso impulsado por el comercio de las economías en Asia y Europa central y del este en los últimos 40 años ha conducido a lo que puede ser la reducción más drástica de las disparidades transfronterizas en la historia humana.

A pesar de esto, los observadores occidentales apenas prestan atención al 85%, aproximadamente, de la población mundial que vive en el denominado sur global. Mientras que filántropos como Bill Gates dedican recursos significativos a mejorar la vida en África, la mayoría de las fundaciones e instituciones siguen dedicadas a reducir la desigualdad al interior de los países. Si bien ambas causas son loables, los analistas políticos muchas veces ignoran el hecho de que, según los estándares globales, la pobreza prácticamente no existe en las economías avanzadas.

Los agricultores en la India, por ejemplo, no ejercen ninguna influencia en las elecciones norteamericanas o europeas, donde el foco, cada vez más, ha virado hacia adentro en los últimos años. Hoy en día, los candidatos no ganan con promesas de ayuda a África, mucho menos al sur de Asia o a Latinoamérica. Este cambio ayuda a explicar por qué el planteamiento de Piketty de la desigualdad como un problema interno ha resonado con fuerza entre los progresistas norteamericanos —e, indirectamente, en el movimiento Make America Great Again (hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez) del expresidente Donald Trump—.

Pero esta interpretación pasa por alto a los cientos de millones de personas que viven en países en desarrollo vulnerables al clima. Por otra parte, a pesar del impacto duradero del colonialismo, existe poco interés por parte de los Estados benefactores de Europa o de Japón en pagar reparaciones a sus antiguas colonias.

Sin duda, existe un fuerte argumento a favor de fortalecer las redes de seguridad social en los países desarrollados, especialmente en materia de educación y atención médica. Desde una perspectiva moral, sin embargo, todavía es sumamente debatible si esto compensa la necesidad urgente de resolver la situación de los 700 millones de personas en todo el mundo que viven en una condición de pobreza extrema.

A su favor, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han tomado medidas significativas para asistir a los países en desarrollo. Pero sus recursos y mandatos son limitados, y los países ricos tienden a respaldar las políticas e iniciativas que están alineadas con sus propios intereses.

Un área en la que parece existir un amplio consenso es la necesidad de una acción climática. Con esto en mente, vengo defendiendo desde hace mucho tiempo la creación de un Banco Mundial de Carbono que sustente la transición verde de los países en desarrollo ofreciendo ayuda técnica y financiación climática en gran escala, preferentemente mediante subsidios, no créditos.

Como sostuve recientemente, la financiación en forma de subvenciones es especialmente importante en vista de otra manera crucial de reformar el capitalismo global: prohibirles a los prestamistas privados demandar a los deudores soberanos morosos en tribunales de países desarrollados. Para atraer financiación privada, los países en desarrollo tendrían que crear cortes creíbles y otras instituciones propias. Mientras no lo hagan, la brecha de financiación tendrá que zanjarse de alguna manera.

En última instancia, reducir la pobreza global requiere de una mayor apertura y de menos barreras comerciales. La fragmentación de la economía global, alimentada por las tensiones geopolíticas y las presiones de los políticos populistas a favor de restricciones comerciales, plantea una amenaza seria para las perspectivas económicas de los países más pobres del mundo. El riesgo de que la inestabilidad política en estas regiones se contagie a los países más ricos está escalando a un ritmo alarmante, lo que ya se refleja en los debates cada vez más tensos sobre inmigración en estos países.

Las economías desarrolladas tienen tres opciones y ninguna de ellas se centra exclusivamente en la desigualdad a escala nacional. Primero, pueden fortalecer su capacidad para gestionar las presiones inmigratorias y confrontar a los regímenes que buscan desestabilizar el orden global. Segundo, pueden aumentar el respaldo a los países de bajos ingresos, particularmente aquellos capaces de evitar una guerra civil. Por último, pueden enviar a ciudadanos a ayudar a los países más pobres. Muchos gobiernos ya han experimentado con programas domésticos que alientan a los flamantes graduados universitarios a pasar un año enseñando o construyendo casas en comunidades desfavorecidas.

Como mínimo, mandar a estudiantes occidentales a los países en desarrollo —inclusive por periodos breves— les permitiría a los activistas privilegiados de los campus universitarios aprender sobre las penurias económicas que enfrenta gran parte de la población mundial, y a ver con sus propios ojos cómo vive la gente en países donde el capitalismo todavía no está arraigado. Estas experiencias podrían fomentar una conciencia más profunda de los desafíos globales y les permitiría a los jóvenes entender mejor las crisis que pueden terminar afectando sus propias vidas.

Esto no pretende sugerir que la desigualdad doméstica dentro de los países no es un problema serio. Pero no es la mayor amenaza para la sostenibilidad y el bienestar humano. La tarea más urgente a la que se enfrentan los líderes occidentales es encontrar la voluntad política para permitir que los países accedan a los mercados globales y conduzcan a sus ciudadanos al siglo XXI.



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