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La sufrida clase media-baja es cada día menos media y más baja

La tenaza económica aprieta a las familias modestas: los Ruiz-Medel aguantan recortando gastos gracias a la estabilidad laboral. Los Pardal-Pérez acabaron ahogados en deudas y pidiendo comida

Lydia Pérez e Israel Pardal, el jueves en su casa de Cádiz.
Lydia Pérez e Israel Pardal, el jueves en su casa de Cádiz.PACO PUENTES
Antonio Jiménez Barca

Los expertos españoles alertan: las sucesivas crisis acaecidas desde 2008 hacen que parte de una clase social clave, la denominada media-baja, se deslice hacia el lado más pobre. Esto tiene consecuencias macroeconómicas: desciende el consumo y se deshilacha el tejido ciudadano. Y microeconómicas: Israel Pardal, de 35 años, decidió una mañana desatornillar los asientos de su coche porque estaba convencido de que debajo de ellos encontraría las monedas que a todo el mundo se le caen ahí y que en ese momento desesperado de su vida él necesitaba para comprar la comida de su familia. Como se había comprado el coche hacía casi una década, supuso que encontraría suficientes. Bingo: más de 15. De paso le llevó una coca-cola a su hija.

Israel es de Cádiz, empezó a trabajar a los 19 años como chapista en una empresa aeronáutica en su ciudad. Con el sueldo base y las horas extras ganaba casi 2.000 euros al mes. Su mujer, Lydia Pérez, dos años mayor, se encontraba entonces empleada en El Corte Inglés como ayudante de seguridad. Entre los dos ingresaban casi 3.000 euros. Tuvieron una hija, compraron una casa, compraron un coche nuevo (el de las moneditas), se hipotecaron, pidieron un crédito personal para ayudar a adquirir el piso (con una cláusula abusiva en la que no repararon) y la vida marchaba más o menos feliz, más o menos como tenían pensado. Hasta que algo se torció y una ficha de dominó empujó a otra y todo acabó desplomándose: “En 2015 la empresa dejó de pagarme con puntualidad. Después empezó a dar las boqueadas. Al final cerró y yo me fui al paro. Es verdad que con una indemnización y con seguro de desempleo: pero también con los préstamos y la hipoteca por pagar y con un cuadro de ansiedad”. Por ese tiempo, Lydia también perdió su empleo y empezó a empalmar un trabajo precario con otro. “Primero me fui a una cafetería, después a un restaurante, después a otro, luego a otro, más tarde al Mau-Mau, el japonés de El Corte Inglés. Y así. Ya íbamos cuesta abajo”.

Los economistas Olga Cantó y Luis Ayala, especialistas en desigualdad, consideran que un ejemplo claro de esta clase media-baja, tomando indicadores de renta anteriores a la pandemia, lo constituye un hogar compuesto por una persona que ingrese al año entre 12.000 y 20.000 euros, esto es, entre el 75% y el 125% de la mediana salarial (16.000). Para una familia con dos hijos, la horquilla para esta clase social oscila entre los 25.000 y los 42.000 euros. Israel y Lydia (que tuvieron un segundo hijo en 2015) encajaban en esa estadística cuando él trabajaba en la empresa aeronáutica y ella en El Corte Inglés. Cuando todo iba bien. Después descendieron ese peldaño social determinante.

Esta clase media-baja comenzó a crecer mucho en España a partir de los años ochenta, según los cálculos recogidos por Cantó y Ayala en el Tercer informe sobre desigualdad, de la Fundación Alternativas. Entonces, a principios de esa década, constituía el 36% de la población. En 2000 llegó a ser el 43%. El incremento se debió a la incorporación a esa clase de millones de personas procedentes de la clase baja. Pero la crisis del ladrillo de 2008 y la tormenta financiera del euro hicieron que la clase media-baja descendiera de nuevo: en 2010 se encontraba en el 34% y en 2021 en el 33%. Los años posteriores impulsaron una tímida remontada que se bloqueó abruptamente con la pandemia. Actualmente, no pasa del 32%. Para Ayala, la importancia de esta clase social radica en que constituye “un auténtico termómetro del nivel de desigualdad de un país”. Y añade: “Cuantos menos integrantes, mayor es la desigualdad y la polarización”. Basta echar una ojeada a Europa para corroborarlo. En los países nórdicos, casi una de cada dos personas pertenece a esta clase. En Francia el porcentaje llega al 45%. Por cierto: esta clase social fue la principal integrante de la revuelta, en 2018, de los Chalecos Amarillos, que denunciaban el olvido de un Estado del que cada vez se sentían menos parte. Cantó considera que además de termómetro de la desigualdad, la clase media-baja es un auténtico “pegamento social”. “No atajar el descenso de esta clase social acarreará problemas en el futuro: problemas de conflictividad, problemas sanitarios o problemas educativos. Los hijos de estas personas crecerán con estos problemas”.

El peor momento del descenso hacia el abismo de la familia de Israel y Lydia ocurrió después del confinamiento. Hubo un día en que ella abrió la nevera y no encontró nada. “Solo había fantasmas”, describe. Hizo un apaño para que comiera el pequeño, y a la mayor le dio una ensaladita conseguida con restos. Ni ella ni Israel comieron nada esa noche. Los meses siguientes solo trajeron malas noticias: cortes de luz, avisos de cortes de agua, llamadas a todas horas de empresas especializadas en cobros de deudas. “Y un día cogí un carrito y me fui a una asociación benéfica que está en el Cerro del Moro a pedir comida”, cuenta Lydia. “Cuando estaba en la cola sentí que estaba robando a esa gente, porque yo no pertenecía a aquello, pero sí que pertenecía, claro, porque no teníamos nada y necesitábamos la comida”, añade. Los dos coinciden en la sorpresa que les embargó al saberse allí, en medio de la necesidad. Israel entró en un bucle perverso: no salía a buscar trabajo porque estaba deprimido y estaba deprimido porque no salía a buscar trabajo. Eso sí: con un alargador conectó la electricidad de su casa al conmutador de la comunidad de vecinos para enchufar al menos la nevera y poder recargar los teléfonos móviles. Recurrieron a las ayudas sociales del Estado. Fue por entonces cuando a él se le ocurrió levantar los asientos del coche en busca de monedas perdidas. Lydia se duchaba en la casa de una amiga porque no tenían agua caliente y llegó a acercarse a El Corte Inglés a pedir la comida japonesa que sobrara a sus antiguas compañeras del Mau-Mau. No había para hacer un puchero o unas lentejas, pero aquella noche hubo sushi para cenar.

Luis Manuel Ruiz y Escarlata Medel con sus dos hijas en su casa de Sevilla.
Luis Manuel Ruiz y Escarlata Medel con sus dos hijas en su casa de Sevilla. PACO PUENTES

La familia Pardal-Pérez perdió pie. La familia Ruiz-Medel, de Sevilla, con dos hijas pequeñas, aún se agarra a su clase social. Para esto ha sido clave la estabilidad laboral de Luis Manuel Ruiz, de 49 años, profesor en el colegio concertado Portaceli desde 1996. Gana 1.800 euros al mes y tiene dos pagas extras. Su mujer, Escarlata Medel (sí, su madre le puso el nombre por Lo que el viento se llevó), trabajaba en un centro de atención al usuario de una empresa informática, pero hace unos meses perdió el empleo. Ahora cobra 700 euros de paro, que el mes que viene se reducirán. Escarlata, licenciada en Publicidad, mientras se prepara unas oposiciones, trabaja ahora de ministra de Economía de su propia casa: planifica cada gasto, cada salida, cada comida. La inflación, la subida de la hipoteca y el miedo a que vengan peor dadas les ha empujado a reducir: ya no hay clases de inglés para la mayor, ya no hay comedor escolar todos los días, ya no hay Burger King los viernes por la tarde, ya no hay viajes a la casa de los abuelos de Huelva cada fin de semana. Escarlata también busca y pide ayudas oficiales de algún tipo, pero no encuentra ninguna: la renta de su familia excede los límites.

El economista José Moisés Martín recuerda que los salarios de los trabajadores que componen esta clase social “no han subido prácticamente nada desde 2008 y esas familias están reduciendo su capacidad de ahorro a la mínima”. Agrega que es la franja de la sociedad que más nota la depauperación de los servicios públicos. “No recibe becas para enviar a sus hijos a la universidad pública, por ejemplo, pero son familias a las que la matrícula les supone un gran esfuerzo. Y hay que recordar que la educación es el trampolín social”. Y añade otro factor amenazante: “Está la revolución tecnológica: los grandes analistas de datos e inteligencia artificial tendrán grandes sueldos y empleos seguros. Pero los técnicos medios y los empleados medios los perderán, los están perdiendo. El camarero que sirve a estos técnicos medios por ahora conserva el empleo pero quién sabe por cuánto tiempo. Hay una polaridad en el empleo que también es peligrosa”.

Israel Pardal salió de la depresión: trabajó en el astillero de El Ferrol, luego en una limpiadora de pulpos en Cádiz y luego en una empresa de instalación de cámaras refrigeradoras por toda Andalucía. Ahora ha vuelto al paro. Lydia trabaja en un restaurante, con un contrato fijo. Israel confía en que pronto lo llamen de una nueva empresa aeronáutica o de los astilleros de Cádiz. Han empezado a tapar los pufos de la época negra. Aún deben mucho. Ningún banco les presta ya dinero. “Los Reyes los hemos financiado con una vecina”, aclara Lydia. Pero están convencidos de que no van a volver a pasar por lo mismo que hace unos años. Poco a poco, se van subiendo otra vez al carro de la clase media-baja. Ahora se confiesan más prudentes, casi temerosos. Y miran a la realidad de reojo. No se fían del todo:

—Es que el mes que viene se me acaba el paro —anuncia Israel.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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