Desaceleración por precariedad
Sobre la disminucición prevista para el crecimiento económico para 2019 pesa un factor que nunca había sido tan grave: la caída general de las rentas salariales
Casi todas las prospecciones económicas para el año 2019 coinciden en que se aproxima una desaceleración económica. Las previsiones son equívocas (no podía ser de otra forma) en tanto en cuanto las más optimistas sugieren una tasa de crecimiento similar a la de 2018, en torno al 3,7%, mientras que otras suponen que la tasa de crecimiento global caerá entre 8 décimas y un punto. En cualquier caso habrá que aplicar la llamada regla de Galton, según la cual aunque todas y cada una de las predicciones individuales falle, la media suele acertar. Pero el equívoco no es sólo cuantitativo; también es temporal. De hecho, la desaceleración ya está aquí, está sucediendo ya, porque la pérdida de impulso de crecimiento no se ajusta estrictamente a marcos temporales precisos y concretos. La curva de ralentización podría haber empezado en algún momento de 2018 por causas que quizá afloraron en 2017. Pero el año que viene la desaceleración se dejará sentir, según las proyecciones, con más intensidad. Sobre todo en Europa, donde las estimaciones de crecimiento anual no llegan al 2%.
Ante una fase de ralentización del crecimiento, que quizá preludie una recesión, es poco provechoso competir con causas diferentes e incluso contradictorias. El entramado de producción, inversión, consumo y ahorro permite imputar a uno o a varios de estos factores la caída del crecimiento. Pero tales imputaciones son casi siempre puro impresionismo; puede detectarse, sí, que disminuyen la inversión y la demanda de consumo, pero las causas próximas o remotas no pueden precisarse con facilidad. Pongamos el caso de Estados Unidos, motor del crecimiento mundial. Su tasa de crecimiento se sostiene sobre el modelo de política económica de Donald Trump, cuyo principio básico es acelerar el crecimiento con una masa de inversiones procíclicas; la política económica actual estadounidense tiene que quebrar a la fuerza porque genera, en su propia desmesura, correcciones (por ejemplo, de orden monetario) que tienden a frenarla. Si se ralentiza su crecimiento, explosionará por la vía de los precios o del déficit.
Al final, la descripción más acertada de las causas de la desaceleración corresponde a Keynes: “A medida que avanza el auge, de repente surgen dudas en relación con la confianza que puede tenerse en el rendimiento [rentabilidad] probable, debido a la disminución del rendimiento corriente a medida que las existencias de bienes durables de reciente producción aumentan de forma sostenida. Al mismo tiempo, suben los costes corrientes de los nuevos bienes de capital”. Pero en esta desaceleración proyectada pesa además un factor que nunca había sido tan grave como hasta ahora: la caída general de las rentas salariales acompañada, en algunas áreas económicas, por una precarización laboral tóxica para la demanda de consumo e, indirectamente, para la de inversión. En términos sencillos, tal y como se ha repetido con frecuencia, salarios deprimidos y contratación precaria no pueden sostener el crecimiento económico durante mucho tiempo.
Sobre estas causas, previas a la crisis pero convertidas en estructurales durante ella, operan además otros factores de zozobra que infunden miedo y reticencias en los mercados. La retahíla empieza con el Brexit, continúa con la guerra comercial más insensata de la historia, provocada conscientemente como una estrategia de amedrentamiento selectivo, sigue con las baladronadas de Italia, vuelta al redil pero después de dejar constancia de que no es descartable una fisura grave en el euro, persiste con la fatiga del modelo chino de crecimiento y se remata con la vuelta prevista a la normalidad monetaria (tipos de interés paulatinamente más elevados) en Europa después del verano. Así pues, hay razones para temer una desaceleración global; pero el origen está en el agotamiento del modelo basado en la depresión salarial y los contratos temporales.
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