La ética del egoísmo
La historia de crecimiento a la que han contribuido millones de españoles ha sido puntualmente narrada por este suplemento
En junio de 1985 se firmó el tratado de adhesión de España a la Comunidad Europea, que entró plenamente en vigor el 1 de enero del año siguiente. Durante estas tres décadas, y a pesar de la durísima recesión que tuvimos que soportar como consecuencia de la crisis de 2008, la economía española protagonizó una transformación sin precedentes de la que Negocios ha dado puntualmente fe cada fin de semana.
Hablamos de negocios para referirnos a algún tipo de operación lucrativa o que pretenda un interés. En los países de tradición católica este tipo de actividades han tenido siempre mala prensa, contrariamente a lo que sucede en las sociedades herederas del calvinismo, en las que el triunfo en este mundo no es sino el prólogo a la entrada en el Paraíso. Lucrarse, así a secas, está bastante mal visto entre nosotros y solemos decir de alguien que es muy interesado para sugerir que se deja llevar demasiado por su propio egoísmo. Por eso cuando decidimos titular Negocios al suplemento de economía de EL PAÍS no faltaron voces que alertaran de que semejante homenaje a la cultura del capitalismo desdecía de la vocación progresista del diario. Y es que el mundo de los intereses es muchas veces denostado en nombre de los ideales. Pero los primeros son tan legítimos como estos y nadie debe avergonzarse por defenderlos y promoverlos.
Nuestro propósito era y es exclusivamente profesional, en la mejor tradición periodística. Las páginas de economía de los diarios españoles estaban por entonces plagadas de informaciones sobre política económica y datos macro, pero apenas narraban la aventura de los emprendedores, ni la historia puntual de sus éxitos y fracasos. Este sigue siendo un mal todavía perdurable, entre otras cosas porque nuestros hombres de empresa son más que reacios a someterse al escrutinio público, argumentado el carácter privado de su actividad, sobre todo si se trata de compañías no cotizadas. Dicha falta de transparencia hunde sus raíces en la antigua opacidad contable a la que este país estaba acostumbrado hasta nuestra entrada en las instituciones europeas. De ahí nuestro empeño en hacer lo que todo buen periodismo debe hacer: contar historias, especialmente aquellas que el poder de cualquier género se esfuerza en silenciar.
Los niños del franquismo aprendimos en el bachillerato que España era un país pobre católico y rural. Cuarenta años de democracia han servido para cambiar perfiles tan siniestros. No somos desde luego la gran potencia que pregonara José Luis Rodríguez Zapatero desde la mediocridad de su gestión, ni el milagro económico del que presumiera José María Aznar (“el milagro soy yo”) cuando se dedicó a insuflar la burbuja que terminó por estallar con graves daños para la clase media. Pero pese al deterioro de la calidad de nuestros líderes, la corrupción sistémica de muchos partidos, a comenzar por el del gobierno, y el debilitamiento de nuestras instituciones, hoy podemos presumir de que España es un país moderno y con futuro. No necesariamente gracias a las políticas que padecemos, sino en demasiadas ocasiones a pesar de ellas.
A la muerte del dictador, algunos comentaristas coincidieron en señalar que el modelo de crecimiento que su régimen había impulsado era, en palabras de Santiago Carrillo, el del “capitalismo proteccionista de Estado”. Independientemente de lo acertado o no de dicho análisis, es claro que hoy es ya un modelo inexistente, por más que perduren vicios clientelares entre algunos empresarios y algunos políticos, como pone de relieve la desvergüenza del Ministerio de Industria al conceder más espectro público televisivo al duopolio que hoy lo domina, en plena campaña preelectoral, y vulnerando a sabiendas el espíritu y la letra de las directivas europeas. Pero pese a las historias de corrupción, conchaveo y tres por ciento con la que los españoles se desayunan a diario, nuestro país cuenta con una clase empresarial y profesional sólida, capaz de abrirse paso en el mercado global.
Esta historia de crecimiento y desarrollo, a la que han contribuido millones de españoles con su esfuerzo tantas veces no reconocido, ha sido puntualmente narrada por este suplemento que hoy celebra con justa satisfacción su trigésimo aniversario. No todos sus relatos han sido felices. En su haber cuenta también con la contribución de prestigiosos analistas españoles y extranjeros, entre los que se cuentan varios premios Nobel de Economía, que durante años han insistido en llamar la atención sobre el fracaso de las políticas de consolidación fiscal y la necesidad de regular los mercados globales, presas de un fundamentalismo que, como el yihadista, no ha hecho sino generar víctimas inocentes. Los efectos perversos para el propio desarrollo de la economía causados por la creciente desigualdad social en los países avanzados amenazan igualmente a la estabilidad democrática. Los gobernantes supuestamente serios que claman contra el populismo, a veces con expresiones tan demagógicas o más que las de los propios líderes populistas, deberían preguntarse hasta qué punto sus políticas privatizadoras y desreguladoras a todo trance no son responsables también de esa inestabilidad democrática que ahora pretenden conjurar. Valdría por eso recomendarles una lectura atenta de algunos sabios de la economía que publican regularmente con nosotros y que ponen de relieve que los desastres que vive nuestro mundo no son fruto del azar sino del error humano. Por eso tienen remedio, pero a condición de saber que también el egoísmo del lucro y del interés propio debe estar sometido a las reglas de la ética.
Juan Luis Cebrián es presidente del Grupo Prisa y presidente de EL PAÍS.
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