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Las grietas de la ayuda a los pobres

La crisis refleja que las aportaciones al desarrollo son insuficientes para evitar los éxodos

Miguel Ángel García Vega
Luis Tinoco

De servir para algo, el dinero debería ser un parapeto para proteger a los más débiles de la inequidad del mundo. Una mujer de Sierra Leona tiene 183 veces más posibilidades de morir mientras alumbra una vida que una madre suiza. En un planeta fracturado, los países donantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) aportaron el año pasado 135.000 millones de dólares (119.500 millones de euros) a la ayuda oficial al desarrollo. Mano a mano con su récord histórico.

Pero detrás de ese número, que luce brillante, se esconde una verdad incómoda y oscura. “Significa”, relata Peter Singer, profesor de Bioética en la Universidad de Princeton, “que la gente que vive en países de la OCDE gasta más en cerveza que en ayudar a los 1.000 millones de seres humanos que sufren la pobreza extrema. Es una cifra vergonzosamente baja”. Casualidad, o no, Eric Maskin, premio Nobel de Economía de 2007, utiliza ese mismo adverbio y recuerda que “los Estados ricos tienen la obligación de ayudar a las naciones desfavorecidas y no lo están cumpliendo”.

Esa desmemoria está presente todos los días en el éxodo a través de Europa de los refugiados sirios. Pero también en el 40% de la población del África subsahariana que sobrevive con menos de 1,25 dólares diarios. La miseria extrema. Habitantes a quienes el mundo les falla desde hace años. En 1970 la ONU acordó que los países más desarrollados darían el 0,7% de su renta bruta nacional a ayudar a quienes más lo necesitan. Sin embargo solo Suecia (1,09%), Luxemburgo (1,07%), Noruega (0,98%), Dinamarca (0,85%) y Reino Unido (0,70%) cumplen su compromiso. Cinco territorios en un mapamundi de 194 naciones. Algunos, al menos, han hecho acto de contrición y propósito de enmienda.

Mujeres marroquíes recogiendo fresa en Larache (noroeste de Marruecos).
Mujeres marroquíes recogiendo fresa en Larache (noroeste de Marruecos).efe

Alemania anunciaba en marzo pasado (antes de la crisis de los refugiados) que incrementaría esta partida en 8.300 millones de euros durante los próximos cuatro años. Y eso que el país germano (16.668 millones de dólares) se encuentra entre los cinco mayores donantes en metálico del planeta. A su lado, Estados Unidos (32.702 millones), Reino Unido (19.381), Francia (10.367) y Japón (9.194). Juntos suman 87.712 millones de dólares. El 65% de toda la ayuda de la Tierra reside en los dedos de una mano que tiene la palma extendida. “No nos engañemos, todos los países donantes, desde Noruega a Corea del Sur, articulan su política de ayuda al desarrollo como un puente de su política exterior y de su influencia”, reflexiona Iliana Olivié, investigadora principal de Cooperación Internacional y Desarrollo del Real Instituto Elcano.

A nadie le sorprende que el interés sea uno de los motores del planeta, lo que inquieta es el compromiso real de algunos con el sufrimiento de los otros. La Europa de los Veintiocho necesitaría destinar 55.800 millones de dólares (49.370 millones de euros) adicionales a la ayuda al desarrollo para que sus miembros cumplieran, solo este año, el acuerdo de conceder el 0,7% de su riqueza. Pero lo tangible es que a día de hoy las donaciones europeas representan un 0,41% de su renta nacional bruta. Unos 74.500 millones de dólares (65.919 millones de euros). Cifras y esfuerzos que, a pesar de situar a Europa como el mayor donante del planeta, caminan en dirección contraria a las necesidades de los desfavorecidos. A los que muchos, como España, dan la espalda. El país ibérico es la segunda nación dentro del Comité de Ayuda la OCDE, que más recortó (-11,2%) la ayuda oficial al desarrollo el año pasado. Únicamente Portugal (-14,9%) se comprometió menos. En este escamoteo también quedaron retratados Canadá (-10,7%), Austria (-9,5%) y Australia (-7,3%).

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¿Y cómo repercuten esos tijeretazos en las personas? ¿Se puede trazar, por ejemplo, una relación directa entre los países europeos que menos recursos aportan a la ayuda y las naciones más insolidarias con los refugiados sirios? “Es difícil extraer conclusiones. La conexión no está clara”, precisa Adam Pickering, analista de política internacional de la londinense Charities Aid Foundation. Aun así, Turquía ha acogido al mayor número de refugiados, casi dos millones. Y dona un 0,42% de su renta al desarrollo. Por encima de la media europea. Alemania y Suecia están liderando los procesos de acogida y son dos de los donantes más comprometidos de Europa con un 0,41% y el 1,09%, respectivamente, de su riqueza. Y el Reino Unido, que cobijará a 7.000 refugiados, aporta, como hemos visto, el 0,7%. Uno de los porcentajes más altos del Viejo Continente. Entonces, ¿el vínculo es directo? Sí y no. Porque Grecia, con solo el 0,11%, ha cuidado a miles de estas personas. Por el contrario, la República Checa, con idéntico porcentaje, mantenía una actitud bien distinta hasta que finalmente aceptó acoger a 15.000 refugiados. Pese al riesgo de inexactitud, estos números son una llamada a la conciencia.

Y también una reivindicación del papel de la ayuda y la obligación de desterrar el cliché de que los fondos no llegan a su destino o que su impacto es ínfimo. En esto, como en las tres virtudes teologales, hay que tener fe. Al menos en el espacio común. “La ayuda al desarrollo debe evaluarse igual que cualquier otra política pública. Su gestión y rendición de cuentas tiene que responder a los mismos parámetros que la política educativa o sanitaria”, concede la politóloga Kattya Cascante. Y añade: “Pero como los recursos se ejecutan en su mayoría fuera del territorio nacional existe una tendencia recurrente a cuestionar su eficacia y justificar su desmantelamiento”.

Arrinconadas en esas críticas, las ONG se defienden. Sostiene Oxfam Intermón que los controles son estrictos y que se ha avanzado mucho en eficacia. Aunque otra vez es artículo de fe. “Porque hay muy pocas certezas de lo que funciona y no funciona en términos de ayuda”, precisa Laurence Chandy, miembro del think tank estadounidense Brookings Institution. Tampoco contribuye a aclarar las cosas “el horrible trabajo de coordinación y cooperación entre las propias agencias y los países receptores”. Al final se impone lo sencillo. “Las ayudas deberían centrarse en reducir la pobreza y salvar vidas, pura y simplemente”, observa Adrian Lovett, director ejecutivo para Europa de la organización solidaria ONE. “Puesto que bien gestionadas y dirigidas tienen un impacto transformador en la vida de millones de personas”. Estos fondos y el ahorro en el pago de los intereses de la deuda han permitido a 60 millones de niños sentarse en los pupitres de primaria en el África subsahariana entre 2000 y 2013.

Sin embargo, pese a esas buenas intenciones y proyectos, cada vez resulta más evidente la debilidad de lo público en el territorio de las ayudas. Las 31 mayores fundaciones de Estados Unidos manejan 148.700 millones de dólares en activos. Una cartera que supera en más de 13.000 millones el volumen total de fondos que los países donantes de la OCDE destinaron el año pasado a la ayuda al desarrollo. El sorpasso de lo privado preocupa. ¿Deben ser los multimillonarios del planeta, como Bill Gates a través de su fundación, los que decidan a quién se ayuda y a quién no? “Es un riesgo”, advierte Leonardo Pérez-Aranda, Técnico de Investigación de Oxfam Intermón. “Aunque no tiene por qué ser negativo. Pues cuantos más fondos mejor. El problema es que los Estados tienden a parapetarse en estos donantes privados para recortar los recursos públicos de ayuda. Esto es nocivo. Porque no son sustitutivos sino complementarios”.

De hecho la estrategia de la Fundación Bill y Melinda Gates revela la complejidad de dar y el difícil encaje, a veces, de lo privado. Un trabajo de la ONG Grain ha analizado las donaciones de la Fundación a proyectos agrícolas entre 2003 y 2014. Tres cuartas partes de los 669 millones de dólares que ha entregado a ONGs —revela el informe—fueron a organizaciones con sede en Estados Unidos, mientras que las situadas en África recibían solo un 4%. “Es decir, la Fundación Gates lucha contra el hambre en el sur entregando dinero en el norte”, censura Gustavo Duch, experto en soberanía alimentaria. Estas asimetrías preocupan. “Bill Gates no da dinero desinteresadamente, cuando lo destina a un sitio en vez de a otro es una decisión política y afecta”, indica Kattya Cascante.

Pero hay que aceptar el signo de los tiempos. La ayuda al desarrollo cambia de paradigma y se difuminan las líneas entre recursos públicos y privados. ¿A alguien se le ocurre una alianza más contra natura que una organización caritativa y un fondo de alto riesgo? Esto es Power of Nutrition. Se acaba de lanzar en Londres y nunca había existido un instrumento de este tipo. Es un fondo independiente —respaldado por UBS, Unicef, el Banco Mundial, el Gobierno Británico y el fondo especulativo The Children’s Investment Fund— cuyo objetivo es recaudar dinero para combatir la desnutrición infantil en África y Asia. Por ahora ha arrancado con 200 millones de dólares y el objetivo es acumular 1.000 millones para 2020. “El dinero privado puede ser un catalizador en los fondos de ayuda al desarrollo y además incrementa la cuantía total financiada”, opina Martin Short, consejero delegado de Power of Nutrition. En la práctica, no nos engañemos, es una manera de que inversores ricos den dinero al Banco Mundial y multiplique su efecto.

Ahora bien ¿y si cambiamos el enfoque? Quizá los países en vías de desarrollo no necesitarían ayuda si las naciones ricas no les expoliasen sus ingresos. Se estima que la evasión y la elusión fiscal les cuesta al año 1,7 billones de dólares y el pago de intereses de la deuda representa un lastre de 700.000 millones. Algunos analistas —como Jason Hickel, antropólogo de la London School of Economics— recuerdan que los programas de ajustes que impusieron en los años ochenta y noventa el Banco Mundial y el FMI costaron 480.000 millones de dólares al año en pérdidas de ingresos potenciales además de mucho sufrimiento. Tal vez para que el mundo pobre dejara de serlo bastaría con que el mundo rico dejara de ponerle palos en las ruedas de su prosperidad.

España, el peor donante del club de los ricos

Si la ayuda al desarrollo es el retrato de un país, la imagen que refleja de España es una tierra egoísta, insolidaria y rácana. Cortesía de sus gobernantes y tácita aceptación de quienes la habitan. Esta curtida piel de toro fue la segunda nación dentro de los 28 Estados que integran el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE que más recortó (11,2%) el año pasado su contribución a los desfavorecidos. Únicamente Portugal (14,9%) nos supera. “Entre 2010 y 2012 España dio un tijeretazo del 65% a su presupuesto de ayudas al desarrollo. Ningún otro contribuyente de la OCDE había recortado tanto en tan poco tiempo. Somos el peor donante de la historia”, sostiene Leonardo Pérez-Aranda, técnico de investigación de Oxfam Intermón.

Se lee con tristeza, pero España solo fue capaz en 2014 de destinar un 0,14% de su renta nacional bruta al desarrollo de los más débiles. “Es el peor dato desde 1989”, advierte Leonardo Pérez-Aranda. “Además está muy lejos de alcanzar el compromiso del 0,7% que había fijado la ONU para 2015”. Tan distante que hoy ni siquiera seríamos admitidos en el CAD, pues a los nuevos miembros se les exige al menos un 0,20% de generosidad. Una vez que se ha tocado fondo, el Gobierno apunta que el año próximo se regresará al 0,21%. Veremos.

De momento, la cicatería hiere. “Esa caída resulta desproporcionada y no se justifica por la crisis económica. Es un posicionamiento político”, observa Gonzalo Fanjul, director de Análisis del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal). Solo así se explica que la aportación nacional se limite a 1.893 millones de dólares (1.427 millones de euros), o que desde 2002 la política de cooperación no logre ejecutar todos los fondos planificados. El país, a la vez, se cierra una puerta que podría favorecer sus intereses geoestratégicos. Aunque es una forma de leer el mundo que no siempre fue así. “Zapatero entendió que la ayuda era una marca de agua de nuestra política exterior. Una manera de influir para una nación que no tiene el peso político o militar de Estados Unidos o el Reino Unido. Pero el PP piensa que es prescindible”, sentencia Gonzalo Fanjul.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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