El té de las mil colinas
En Ruanda, a 6.500 kilómetros de Inglaterra, el té se sirve en condiciones extremas Los trabajadores seleccionan a mano las hojas más tiernas por 30 euros al mes
Londres (Inglaterra). 16.30 de la tarde. La cotizada Oxford Street invierte no en la tradición, si no en la venta al turista de exquisitas pastas de mantequilla acompañadas de aromáticos tés en las puertas de unos grandes almacenes. Se agolpan los desaliñados, los hípsters, los jugadores de críquet, los flashes y los empleados que esperan a que el Big Ben marque la hora bruja que, allí, comienza a las cinco en punto, justo con la reminiscencia de unos tiempos coloniales: la hora del té.
Assam (India), la región más grande de cultivo de té en el mundo. A la misma hora, millones de personas se apresuran a enfriar su taza de hierba infusionada juntando los labios con el cristal del vaso. Este país es el segundo del mundo en producción (23%) y el primero en consumo. Huele por todas partes. El papel que desempeñó la Compañía Británica de las Indias Orientales para distribuir el té en Gran Bretaña fue crucial. Creó desigualdades sociales en los lugares desde donde se extraía y, al mismo tiempo, la generalización de un negocio hasta entonces prohibitivo y denunciado desde el gremio de los cerveceros hasta el propio clero, basándose en el argumento de que era una planta que no se cultivaba en un país cristiano. Incluso presionaron al Gobierno inglés para que impusiera un alto impuesto sólo permisivo para la aristocracia. Sin embargo, en el siglo XX se había convertido en la bebida más barata.
En 1888 los británicos bautizaron la India como un exportador potencial de té. Además, por aquél entonces también se cultivaba en Bangladesh que en el siglo XIX todavía formaba parte de la India. Un negocio redondo y sabroso. De esta historia se entiende que la compañía McLeod Russel, en su origen de capital inglés aunque ahora indio, sea la empresa que más plantaciones de té tiene en el mundo. En Ruanda, de hecho, representa alrededor del 25% de la producción del país.
Gisenyi (Ruanda). A unos 6.500 kilómetros de distancia de la capital inglesa, el sol todavía no se ha puesto. Casi. Se esconde entre alguna de las colinas (dicen que mil) que edulcoran el paisaje ruandés. Todo es y está verde. Todo ordenado y cultivado. Carreteras perfectamente pintadas y asfaltadas que serpentean, que suben y bajan, por un país que ha vomitado la historia reciente de los Grandes Lagos una y otra vez. Para llegar al Pfunda Tea Estate, propiedad de McLeod Russel y considerada como la principal plantación de té de Ruanda con cerca de 900 hectáreas, la mirada se clava desplazada, a lomos de una moto taxi, en los campos de plátanos, maíz y ramas de las que cuelga miel fermentada. Escasos minutos después, la inmensidad, el oro verde, la perfección de millones de plantas camellia sinensis alineadas.
Después del agua, el té es la bebida más popular del mundo, con unas 15.000 tazas por segundo. Se puede encontrar en cualquier lugar del mundo. Se cultiva en más de 50 países aunque abunda especialmente en los campos de cuatro: China, India, Kenia y Sri Lanka. También en esta esquina olvidada de Ruanda, a cuatro horas en coche de Kigali, la capital, y frontera con Uganda, la República Democrática del Congo y el Lago Kivu. Aquí, entre 1.700 y 3.100 metros de altura la historia es otra. La vida hierve a golpe de puño bien cerrado. Los trabajadores del té se buscan y reclaman la mejora de unas condiciones que no llegan. Pero la publicidad del mimo con el que se recogen las hojas vende mucho más.
Paisajes de ensueño, realidad complicada
La belleza del paisaje en las montañas ruandesas llega a ser agotadora. Las curvas de las laderas se confunden con tonalidades diferentes de verde, amarillo y marrón. La humedad espesa y la actividad no cesa. En la lejanía se divisan centenares de personas que en fila de a uno descienden por caminos pedregosos con cestas de mimbre y sacos de rafia a la cabeza. El equilibrio es un concepto estético en estos lares.
Ulises Habyarimana es el responsable de una extensión de, aproximadamente, tres campos de fútbol y 500 personas. La universidad donde se ha formado, explica, ha sido la de la vida. Lleva una gorra color ceniza y parte de su función es “controlar que todos trabajen duro y rápido. Son las exigencias de los patrones. Es un trabajo fácil pero que requiere mucha concentración. No todas las hojas son válidas para el proceso de secado”, matiza mientras extrae el jugo del tallo de una planta de té. Su francés no es muy certero pero su dominio le distingue del resto de empleados que hablan exclusivamente el kinyaruanda, una lengua hablada por cerca de nueve millones de personas.
Bajo un sol traicionero e inmersos en el paisaje bucólico, los cultivadores de té trabajan sólo interrumpidos por las lluvias intermitentes, pero torrenciales, a media tarde. Rodeados de sanguijuelas y serpientes venenosas, el trabajo del cultivo del té exige una atención pormenorizada ya que los recolectores deben elegir sólo las hojas más verdes de cada brote y arrancarlas a ojo con la ayuda de una vara de madera que hace las funciones de niveladora. Con chancletas o con los pies descalzos, la ladera adquiere algo de humanidad.
El té, conjuntamente con el café y la horticultura, forma uno de los tres pilares de la exportación de Ruanda y ha sido clave en la reconstrucción del país después de los estragos de la década de 1990. Los primeros arbustos de té se plantaron en la década de 1950 y con varios altibajos la devastación del genocidio de 1994 afectó de igual forma a esta industria que no se pudo recuperar hasta finales de la década. Según la información del National Agricultural Export Development Board, en el año 2000 la producción anual alcanzó las 14.500 toneladas y actualmente las cifras rondan las 23.000 toneladas por año gracias principalmente a los pequeños agricultores que producen un 65% del total.
Las casas de adobe donde viven los trabajadores se divisan desde el suelo. Sin agua potable ni electricidad, lo que significa que las cocinas de carbón se convierten en la principal fuente de luz y calefacción que en estas viviendas mal ventiladas tienen un potencial nocivo para el contagio de enfermedades respiratorias. Casi sin excepción, las empresas propietarias de las plantaciones de té son también dueñas de los asentamientos donde residen los trabajadores, es decir, trabajar a cambio de un frágil derecho a la vivienda.
Pero el té sigue siendo un producto de oro para los esforzados ruandeses del Pfunda Tea State. Jean Pierre Makuza e Ingrid Bigirumwami están casados desde hace 11 años. Llevan trabajando en la misma ladera desde hace seis, cuando decidieron probar suerte con la recolección de esta planta. Responden a las preguntas traducidas por Ulises. “Estamos destrozados. No tenemos a penas energía para seguir haciendo este trabajo pero ¿qué podemos hacer? Trabajamos casi 12 horas por 30 euros al mes” (En Ruanda no hay salario mínimo estipulado pero rondan entre los 180 a 500 euros por unas 60 horas a la semana), subraya Jean Pierre, exhausto, mientras no cesa en su empeño de rellenar la cesta de mimbre hasta arriba. Cuando se llena, el botín es pesado en unas básculas que cuelgan de un cobertizo con techo de zinc donde se apilan los sacos hasta ser transportados a la fábrica de procesamiento en la parte superior del valle. Allí, una seguridad privada armada custodia que los camiones no tengan ningún impedimento.
A escasos cuatro metros, Nadiga y Muteteli recorren los pasillos arrancando las hojas grandes, tirándolas y buscando las más pequeñas y tiernas. Éstas las echan en el saco que llevan a la espalda con una rapidez automatizada. Una de ellas, Nadiga, de media altura y complexión atlética envuelta en una tela azul añil, susurra una melodía cargada de melancolía. No es para menos. En la temporada alta el cupo de estos trabajadores es de 23 kilogramos al día. “Teniendo en cuenta que en una hora pueden llegar a recolectar a penas un kilogramo y medio… Más deprisa. Más y mas”, matiza Ulises que sonríe y aprovecha para informar que la prensa no es bien recibida aquí. “Tú tiempo se ha acabado”, sentencia.
Trabajo infantil entre infusiones
La incomodidad de Ulises se ha incrementado tras las preguntas relacionadas con el trabajo infantil. La plantación se encuentra salpicada de niños como Sthephane que, con ocho años, carga con la responsabilidad de 15 kilogramos para llevar un pequeño ingreso a su familia de cinco miembros. Situación parecida es la de Marie de 14 años que explica en francés que, cuando estaba en su primer año de la escuela de secundaria, tuvo que abandonarla para ayudar a su familia a ganar algo de dinero.
Además del trabajo infantil en las grandes plantaciones, otro de los desafíos a los que se enfrenta el país es la eliminación de la mano de obra infantil en las granjas familiares que cultivan el té. Los datos del Instituto Nacional de Estadísticas de Ruanda muestran que unos cinco millones del total de la población del país son menores de 18 años de edad (alrededor de 49.6%). La misma encuesta reveló que 110.742 niños de entre 6 y 17 años estaban trabajando en el sector de la agricultura que emplearía a la mayoría de ellos (40,8%).
Después del agua, el té es la bebida más popular del mundo, con unas 15.000 tazas por segundo
Frente a esta desolación sistémica, y aunque parece no ser la solución, la segunda fase del proyecto Educación Alternativa para los Niños de Ruanda en Áreas de Cultivo de Té (REACH-T) se ha propuesto cambiar el panorama para el periodo 2014-2017. Las múltiples aristas de la pobreza amenazan la educación infantil, por este motivo, Lamec Nambajimana, el director del proyecto, insiste en recalcar que REACH-T “ayudará a un total de 4.090 niños en o en riesgo de trabajo infantil para inscribirse en las escuelas. Además se proporcionará a 1.320 hogares vulnerables otros medios de generación de ingresos para reducir la dependencia sobre el trabajo infantil”. La primera fase se inició en 2009 y finalizó en marzo de 2013, con 8.500 beneficiarios y poniendo fin a todas las formas de trabajo infantil de siete distritos.
La invisibilidad de las difíciles condiciones de vida de los trabajadores forman parte de una reflexión necesaria tras dejar infusionar la bolsita de té esos tres a cinco minutos de rigor en cualquier cafetería europea. Históricamente, los bajos precios del mercado han propiciado que en el otro extremo de la cadena de consumo la vida se haga insostenible y encapsulen un ciclo de pobreza y privaciones. La FAO en 2012 dio pasos importantes para proteger y contrarrestar estas condiciones. Mientras, la hora del té seguirá marcando una pauta en ocasiones perversa pero ineludible de la responsabilidad de las grandes multinacionales y los gobiernos que pueden aplicar leyes más justas para la población.
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