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Puñetazos contra la violencia y el hambre

Charles Muvunyi enseña a chicos sin recursos a boxear -que no pelear- en su gimnasio de Kigali para alejarlos de la vida callejera

Charles instruye a sus alumnos para que lleguen a ser boxeadores profesionales
Charles instruye a sus alumnos para que lleguen a ser boxeadores profesionalesVanessa Escuer

En las afueras de Kigali, la capital de Ruanda, existe un rincón donde se lucha contra la violencia. Se lucha en el sentido físico de la palabra, con puños y golpes. Charles Muvunyi, de 34 años, es quien lidera al grupo de jóvenes que boxean y sacan de adentro los rencores y los problemas. Los sudan, los expulsan con cada gancho de derecha y de izquierda. Eso sí, siempre en el cuadrilátero.

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Charles se considera ruandés con orgullo, aunque nació en Uganda durante uno de los exilios que sufrieron sus padres escapando de los reiterados conflictos étnicos tras la independencia de su país, en julio de 1962. Él se quedó a vivir como refugiado en Uganda y su familia regresó al país de origen con esperanzas de recuperar su vida y sus raíces. Nunca más volvieron a por él. “Cuando fui a mi país, Ruanda, en 1994; toda mi familia había muerto asesinada en el genocidio. Entonces, decidí empezar a boxear”.

Con sólo 14 años y huérfano, Charles adquirió la pauta de no reprimir su enfado pero sin dejarse apoderar por la violencia o la venganza. Entrenó durante años, peleando por salir adelante y por vencer el miedo que, como tutsi, le perseguía después que los hutu mataran a machetazos a más de 800.000 personas de su etnia. Ahora, es entrenador de boxeo y fundador de la academia Kigali Life Boxing Club. “El boxeo fue una manera de canalizar mi ira. Es una mezcla de disciplina, inteligencia y corazón”, recuerda.

Llegar al barrio de Kimisagara, en Kigali, es como escapar de la irrealidad del micro centro de la capital, una ciudad que cuenta con un millón de personas y donde el 90% de sus ciudadanos vive en asentamientos informales, según la Guía de ciudades del Sur Global. En medio de una alta colina repleta de chabolas se encuentra el club de Charles, que ya cuenta con 40 niños. No son chavales que van a un gimnasio corriente; el Kigali Life Boxing Club entrena a jóvenes de 10 a 16 años que necesitan manifestar algo a través de su cuerpo. "Muchos chicos se acercan a decirme que quieren boxear, unirse al club. ‘Quiero pelear’, me dicen. Y yo les contesto que no hay que pelear. Boxear no es pelear. El boxeo es un juego", asegura Charles. "Si tienes ganas de luchar, ven al gimnasio. Ponte a entrenar y sube al ring. Nunca pelees en la calle, nunca", añade contundente.

Charles entrena a niños de familias pobres y completa su instrucción con un plato de comida para cada uno de ellos. "¡Quiero que mis boxeadores sean bien fuertes!", ironiza. "La mayoría de niños que acuden al gimnasio son de familias que apenas tienen dinero para comprar alimentos", apunta. Son chicos de las calles de Kigali, de los suburbios de la gran capital, donde se enfrentan a muchas adversidades y tensiones. El club de Charles se ha convertido en un espacio donde poder recurrir y desahogarse, evitando la violencia en las calles. Todos quieren ir al club, todos tienen algo que exteriorizar.

"Me gusta decirles a mis boxeadores que si llevan la lucha en el ring, pueden llegar lejos profesionalmente. Pueden alcanzar metas y que la gente reconozca y valore su esfuerzo", afirma Charles, que entiende el boxeo como una conducta que le ha aportado el orden y el equilibrio que necesitaba para afrontar las dificultades desde bien pequeño.

"Ahora los chicos viven en un entorno muy vulnerable. Cuando tenga dinero me gustaría construir una casa para poder ofrecerles un buen alojamiento y proporcionar más ayuda a sus familias. El problema es encontrar financiamiento", anhela.

El boxeo fue una manera de canalizar mi ira. Es una mezcla de disciplina, inteligencia y corazón Charles Muvunyi, entrenador

Charles les enseña cómo llegar a ser profesionales de un ejercicio cargado de estigmas. Él lo hace desmitificando los prejuicios, acercándoles a la verdad de "un deporte como cualquier otro". "Al principio fue difícil convencer a los padres para que dejaran boxear a sus hijos. Poco a poco fueron entendiendo el boxeo como deporte, como podría ser el baloncesto o el karate", recuerda Charles.

Todos los jóvenes que lo deseen pueden integrarse a la academia. No hay distinción alguna, nadie es tutsi ni hutu, nadie es pobre o rico, todo queda en un combate en el cuadrilátero. "Hay una única chica también en el grupo de alumnos. Tiene 15 años y pelea muy bien", cuenta el entrenador. No se cuestiona el género sino la voluntad de los futuros boxeadores.

Suenan las zapatillas de los que practican fútbol al lado, laten sus corazones mientras sacuden sus brazos con fuerza y se escucha su agitada respiración. Los pies descalzos de la mayoría saltan buscando la mejor defensa y no despegan los puños de sus rostros a modo de protección. Con su mirada intimidatoria, Charles llega al gimnasio a ritmo de hip-hop, su música favorita. Una vez ahí, se enfunda en sus guantes y empieza a dar puñetazos en el aire como calentamiento y con el espíritu de los que pelean sin lastimar, de los que vencen sin ni siquiera pretender hacerlo.

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