Un verso envidiable como aperitivo
Hace muchos años, cuando Juan Gabriel Vásquez no había publicado ningún libro todavía, y cuando ni siquiera nos conocíamos personalmente, tuvo la gentileza de prestarme el pequeño apartamento donde vivía en París. Un amigo suyo de entonces, Santiago Gamboa, le había explicado que a mí no me sobraba la plata, y que como él estaba de viaje por la India, tal vez me lo podía dejar por tres o cuatro días. Así fue.
Es muy raro invadir el espacio privado de un colega. Quieras o no, por muy prudente que seas y por muy poco que quieras ver, algo ves. Sin husmear, uno husmea. Además, la casa de Vásquez no estaba preparada para ninguna visita. Había dejado todos sus papeles a la vista, como alguien que se muere de repente. Un cuaderno escrito a mano (abierto), con las reflexiones de la última página. Un cuento impreso, que leí, pero que yo pensé que sería alguna traducción suya de algún buen escritor belga, y que luego leí publicado en uno de sus primeros libros...
Una larga experiencia me dice que de él siempre cabe esperar lo mejor
Me impresionó el orden y la precisión de las palabras. Me impresionó la obsesión por el oficio, en alguien que tenía muchos menos años que yo, y que todavía no había tenido ese bautizo de sangre y de fuego que es publicar el primer libro. Los libros que leía, en varias lenguas distintas (algunos serían luego incluso traducidos por él), estaban también escogidos con un gusto certero, impecable. Lo último que me llamó la atención fue su vecina. Al mediodía, sin falta, llegaba una rubia despampanante a la terraza de un apartamento que se veía desde su ventana. Allí la rubia se quitaba la ropa, se echaba en una tumbona a tomar el sol como Alá la trajo al mundo, y, lo más misterioso, durante todo el tiempo se chupaba el dedo pulgar con una voracidad de caníbal. De esos libros, de esas palabras, de ese orden y también de esas visiones se nutría la vida de Juan Gabriel Vásquez en París, su vida de estudiante y futuro escritor que se sabía ya escritor.
Desde entonces comprendí, sin haber leído nada suyo (solo esas dos páginas en el diario o cuaderno que había dejado abierto como una tentación, solo ese cuento "belga") que llegaría a ser un gran escritor. El gran escritor que luego demostró ser, primero con Los informantes y luego con Historia secreta de Costaguana. Sus novelas combinan una extraordinaria precisión de palabras con historias armadas a la perfección y además con una complejidad ética y vital nada comunes en la actual literatura hispanoamericana. La armazón se manejaba con la habilidad técnica de los mejores escritores ingleses, y quizá también con la muy sana influencia de Vargas Llosa.
No he tenido el gusto de leer todavía la novela que acaba de ganar el premio Alfaguara. Solo su título es ya un verso envidiable, impecable: El ruido de las cosas al caer. Solo con esta tapa, con este aperitivo, y con la misma intuición que tuve hace ya muchos años en París, estoy seguro de que será una gran novela. Una larga experiencia me lo dice: de Juan Gabriel Vásquez uno puede esperarse siempre lo mejor.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.