Intérprete de las tinieblas

Como apasionado lector de Los informantes, de Historia secreta de Costaguana y de El arte de la distorsión, entre otros de sus libros, no puedo sino celebrar el premio a Juan Gabriel Vásquez. Aunque es un poco menor que yo y acaso pertenece a una promoción distinta de la mía, he tenido oportunidad de seguir su trabajo desde hace más de 10 años. Y, si algo he admirado en él desde el principio, ha sido su coraje narrativo y su voluntad de reflejar, con una escritura pulcra y ambiciosa, los desafíos que enfrenta el individuo frente a las aplastantes fuerzas de su tiempo.
En su caso, resulta ya inútil decir que la vieja distinción entre lo universal y lo local carece de relevancia. E incluso ha llevado esta consigna al extremo, atreviéndose a retratar la selva tropical sin necesidad ni de imitar ni de oponerse a García Márquez, a quien, en un brillante artículo, elogió como un autor realista. Su Colombia, donde no vive desde hace una década, nada tiene de exótico: es un territorio tan abismal, enrevesado y terrible (o fantástico) como Nueva York, París y Londres (o el Congo). Como muchos de sus coetáneos, Vásquez no ha necesitado liberarse del yugo del realismo mágico: lo ha subvertido con la ambigua contundencia de sus protagonistas sin renunciar a un estilo musical y expansivo. Pero a diferencia de la mayoría no ha esquivado la disección social en aras del aura supuestamente apolítica de su generación, sino que en cada libro se ha sumergido a fondo en los dilemas éticos que agobian a sus personajes. Con lucidez y sin estridencias, ha explorado un escenario en apariencia tópico, le ha arrancado brutalmente todos sus clichés y lo ha exhibido, drástica y minuciosamente, con una nueva luz. Es, sin duda, uno de los escritores que, sin parecer ya latinoamericanos, mejor han sabido internarse en las tinieblas de América Latina.
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