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Reportaje:

Brotes verdes en Euskadi

Esta vez, el anuncio de la tregua no consigue emocionarme. En realidad, ni el anuncio del cese definitivo de la violencia me emocionará ya, porque llega tarde. A los euskalzales de tronco nacionalista como yo, ETA nos ha emborronado la historia que nos transmitieron nuestros padres, que era muy presentable". El escritor donostiarra Ramón Saizarbitoria desgrana estas reflexiones ante el complejo arquitectónico del Kursaal, diseñado por Rafael Moneo, que alberga a los grandes auditorios y da asiento al festival de cine. Estos cubos translúcidos varados en el litoral de la Zurriola han desplazado el eje de encuentro social de la ciudad, esta tarde batida por una lluvia afinada, fría, penetrante. A pocos cientos de metros, al otro lado del río Urumea, en el corazón de la Parte Vieja, ahora más limpia que nunca de carteles y pintadas proetarras, discurre figuradamente la novela de Saizarbitoria, Ehun metro (Cien metros), secuestrada en su día y una de las primeras obras modernas de la literatura en euskera. Es la huida de un militante de ETA que cruza a la carrera la plaza porticada de la Constitución, perseguido de cerca por la policía.

"Para sobrevivir como país necesitamos una sociedad formada y cohesionada"
"En cuanto los 'abertzales' abjuren de ETA, daremos un paso económico de gigante"
"Esto no es como cuando se acaba una guerra, que hay un antes y un después"
"Me siento medio alemán, de esos que miraron para otro lado", reitera un escritor donostiarra
"Medio siglo de asesinatos no van a acabarse de la noche a la mañana. Yo no les creo"
"Cuando ETA desaparezca, los vascos nos quedaremos con nuestra maltrecha convivencia"
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Mientras el perseguido cubre los últimos 100 metros, por su mente desfilan a velocidad de vértigo una sucesión de vivencias: recuerdos infantiles en la playa de la Concha y en el colegio, la muerte del padre, el tropiezo ocasional con un antiguo compañero de organización a cuya expulsión contribuyó…, al tiempo que el narrador da cuenta de los comentarios de los espectadores y de los gritos de los perseguidores. Antes de hincar la rodilla en tierra y caer abatido mortalmente, el activista rememora su encuentro con una amiga en Francia y reconoce la canción que sonaba en el tocadiscos del bar, el poema de Jacques Prévert cantado por Joan Baez: "¿Adónde va a parar toda esta sangre derramada? / La sangre de los asesinatos / crímenes…, sangre de las guerras… / sangre de la miseria… / y la sangre de hombres torturados en las cárceles".

Y esta es, justamente, una de las grandes preguntas que empiezan a hacerse los vascos, aunque todavía de manera balbuciente porque es demasiado pronto para mirar el problema de frente y examinarse en el espejo. ¿Adónde irá a parar toda la sangre derramada a lo largo de estas décadas? ¿Llegará con el tiempo a diluirse y a ser enjuagada por el cuerpo social vasco? ¿La desaparición de ETA traerá también la concordia o, al menos, la normalización de las relaciones? ¿Bastará una década? ¿Qué habrá que hacer para enterrar el odio, regenerar el quebrado espinazo anímico de Euskadi, cerrar los costurones enormes abiertos entre los vecinos, los amigos, las familias?

Camino de Bilbao por la autopista A-8, las preguntas se arremolinan en la cabeza del viajero junto a la cuestión de si la falta de comunicación entre guipuzcoanos y vizcaínos puede tener algo que ver con las características de esta ruta, cara (8,66 euros de peaje para 99 kilómetros), sinuosa, en la que no cabe confiarse. Recuerda las palabras del analista económico Emiliano López Atxurra: "Puesto que ETA nos ha partido el alma, la primera tarea de los vascos debe ser la regeneración moral, pero para sobrevivir como país necesitamos también una sociedad formada y cohesionada". Cree que la i griega vasca, el proyecto de conexión de las tres capitales por tren de alta velocidad, llevará a un mayor conocimiento, relación y entendimiento entre vecinos.

"¿Sin ETA, los vascos campeones", que decía hace ya 12 años, en otra tregua, el empresario, ex jugador del Athletic, José Eguzkiza? Visto desde el monte Pagolar, el polígono industrial de Llodio (Álava) aparece hoy envuelto en una nebulosa láctea donde la niebla espesa asentada en el valle se confunde con los humos de la actividad fabril. Allí, abajo, está Tubacex, el segundo fabricante mundial de tubos de acero inoxidable sin soldadura, que exporta el 95% de su producción. "En cuanto los abertzales abjuren de ETA daremos un paso económico de gigante. Si hemos conseguido una renta per cápita superior a la media europea, a pesar de medio siglo de terrorismo, qué no hará sin terrorismo esta sociedad trabajadora, innovadora y entusiasta de sus proyectos", subraya Álvaro Videgain, presidente de Tubacex y hombre que ha padecido de cerca el acoso terrorista.

Aunque la tregua ha venido a confortar a los amenazados, muchos de los cuales prescinden de sus escoltas y estrenan libertad, esta vez no se ha oído un suspiro general de alivio. La retirada de la amenaza se ha extendido como una suave brisa vivificante, no como el torrente de esperanzas e ilusiones que hace cuatro años recorrió Euskadi derribando objeciones y obstáculos y reclamando la generosidad general en nombre de una paz que parecía poder tocarse con los dedos. Tampoco se le ha disparado el pulso de la ansiedad al sufrido corazón colectivo del país. Se diría que la parábola del hijo pródigo ha dejado de funcionar con ETA. Escarmentados con las pasadas treguas, los vascos han optado por arrinconar las emociones y fiar el desenlace a la razón de saber que, haga ETA lo que haga, decida lo que decida, está abocada a la marginación. Es lo que pasa cuando se entierran las ilusiones de la gente bajo los escombros de la T-4 de Barajas, cuando se deja pasar el último vagón del último tren en la creencia soberbia y ciega de que siempre habrá un nuevo convoy al que engancharse, cuando de tanto recrearse en la mascarada sangrienta, la tragedia adquiere tintes de comedia y los encapuchados aparecen como fantoches ridículos autores de un guión disparatado. A expensas de la siguiente entrega: un nuevo comunicado, compás de espera, puesta en escena, la sociedad vasca parece plenamente consciente de que va a enterrar el capítulo más negro de su historia y pasar página. Ahora es solo cuestión de tiempo.

Han pasado 37 años desde la publicación de Ehun metro, obra emblemática para la generación abertzale protagonista del desastre vasco -"la generación del dolor", que dicen algunos-, y la figura sacrificada del joven militante de ETA se ha trocado en la de un verdugo bastante friki, un desalmado moral peligroso, terrorista sin causa, asesino de la libertad y de la convivencia. "Esto no es como cuando se acaba una guerra, que hay un antes y un después. Este es un proceso en el que la violencia pierde peso progresivamente y se modifican actitudes y comportamientos", apunta el director del museo Guggenheim de Bilbao, Juan Ignacio Vidarte. A su juicio, los vascos ya empiezan a comportarse, de hecho, como si ETA estuviera desapareciendo o a punto de desaparecer. Desde su inauguración, hace 13 años, el Guggenheim ha sido la pieza maestra en la proyección exterior de una Euskadi culta, cosmopolita, avanzada, bien real, contrapuesta a la imagen, igualmente real, de país contaminado por la violencia.

Luce el sol del mediodía en la capital bilbaína y las fantásticas cubiertas de titanio, cristal y piedra del museo-escultura de Frank Gehry refulgen con una luz blanca, intensa y fría que se desparrama por los alrededores como el faro de la exitosa regeneración urbanística de la ciudad. Los bilbaínos buscan la referencia de sus brillos irisados cuando doblan una esquina, asombrados todavía de la milagrosa y feliz incrustación en el complejo entramado urbano de esa mole hermosísima que parece caída del espacio. El despacho de Vidarte da a las escalonadas rampas de acceso al museo y a la gigantesca escultura floreada del perro Puppy, y uno cae en la cuenta de que incluso este privilegiado espacio forma parte del interminable vía crucis en el que ETA ha convertido la geografía vasca. Imposible sustraerse al recuerdo de que el 13 de octubre de 1997, ETA mató ahí mismo a José María Aguirre Larraona, el ertzaina que desbarató el intento de hacer estallar en la ceremonia de inauguración una bomba camuflada entre las flores.

Ahora que la larga carrera de medio siglo de ETA parece llegar a su fin no hay noticias de que los vascos vayan a salir masivamente a las calles a abrazarse y cantar, aunque, como ocurrió hace siete lustros, con Franco en la antesala de la muerte -¡qué ominosa comparación para Batasuna!-, el cava de la celebración se está poniendo a enfriar en un número creciente de hogares. Acosada y exangüe, ETA anuncia su disposición, condicionada, a echar la persiana cuando a la sociedad vasca ya no le quedan palabras para mostrarle su abominación, cuando hasta su cómplice político ve en ella la piedra atada al cuello que le arrastra al fondo del pantano. Ya no es imposible escuchar comentarios ácidos sobre ETA en un bar, ni ver a un chaval con la camiseta de la selección española de fútbol andando por la calle sin que nadie se le eche encima. Los muros del silencio van resquebrajándose, aunque el deshielo no se ha producido y los versos de Xabier Lete, el cantautor euskaldun fallecido recientemente: "Euskal herri nerea ezin zaitut maite / bainan non biziko naiz zugandik aparte. Anaien aurpegian begirada hotza /ezpainetan irainan /harrizko bihotza" ("Mi País Vasco, no puedo amarte/pero, ¿dónde podría vivir fuera de ti?/ Hay cuchillos en la mirada hermana/ hiel en los labios, el corazón de piedra"), siguen suspendidos en el aire del país.

"Lo que ha pasado ha sido tan tremendo que la propia sociedad y las instituciones hemos interiorizado la desesperanza y el escepticismo. Era tema tabú porque funcionaba el instinto de supervivencia y no se veía la solución. Como dice un proverbio chino, si un problema no tiene arreglo, deja de ser problema", señala el Ararteko (Defensor del Pueblo), Iñigo Lamarka. "Estamos hablando de muchos miles de ciudadanos amenazados de muerte: todos los cargos y ex cargos públicos del PSE y del PP vasco y algunos nacionalistas, todos los jueces, magistrados y fiscales, todas las policías, los mandos del Ejército, los funcionarios de prisiones, los empresarios sometidos a la extorsión… hacen una suma terrible", enfatiza. A él no le cabe duda de que cuando la amenaza se extinga habrá "una explosión general de alegría, aunque en ella confluyan", dice, "elementos de signos distintos y hasta opuestos". ¿Ese estallido de alegría no debe conllevar la descalificación para la historia de la violencia terrorista, la revisión crítica de los comportamientos que permitieron que ese anacronismo criminal llegara tan lejos? "El conjunto de la sociedad descubrirá lo terrible que ha sido convivir con esta pesadilla durante tantos años", responde. Juan Ignacio Vidarte piensa que el 99% de los vascos sentirán que se han quitado un peso de encima. "Todos vamos a experimentar una sensación de libertad ética porque, independientemente de los padecimientos y de la responsabilidad personal, todos hemos vivido y cargado con el estigma de la violencia", indica. Cabe preguntarse si también los terroristas se sentirán liberados aunque no hayan logrado torcerle el brazo a la democracia.

"Me veo dentro de la fotografía de esos alemanes que, sometidos a determinadas circunstancias sociohistóricas, miraron para otro lado", afirma Ramón Saizarbitoria. "Sí, me siento medio alemán, de esos que miraron para otro lado", reitera el escritor donostiarra ante el estupor del periodista que conoce su trayectoria y sabe de su compromiso con los derechos humanos y la Fundación Fernando Buesa, el vicelehendakari socialista asesinado por ETA. Es como si el autor de Ehun metro, Egunero hasten delako ( Porque comienza todos los días) y Hamaika pauso (Los pasos incontables) se ofreciera voluntario para expiar la culpa de aquellos políticos e intelectuales que, con sobrados motivos para hacerlo, nunca verán la necesidad de redimirse. La muerte en 1987 de un referente intelectual y político de la categoría de Koldo Michelena -suya es la frase: "Primero, soy demócrata, y luego, abertzale"- supuso para Euskadi una pérdida mayor de lo que se pensó entonces. Su ausencia terminó pesando mucho en el comportamiento del nacionalismo que pactó con ETA en Lizarra el aislamiento político de los no nacionalistas.

"En el origen de la violencia, Fanon (Frantz Fanon, neomarxista inspirador de los movimientos de liberación anticolonialistas) tuvo tanta culpa como Sabino Arana (fundador del PNV), aunque quienes fundaron ETA en el franquismo eran antimarxistas", indica Saizarbitoria. Antimarxista fue también el romántico aristócrata Telesforo Monzón, que dejó las filas del PNV para integrarse en Batasuna y en su palacete de San Juan de Luz componía canciones animando a la juventud a proseguir la lucha. En ETA no han faltado poetas. El más popular, Joseba Sarrionaindia, huyó de la cárcel de Martutene (San Sebastián) escondido en un bafle del cantautor Imanol Larzabal, que había dado un concierto en la prisión. Imanol murió en Orihuela, ciudad a la que escapó huyendo del acoso de ETA, mientras, desde la clandestinidad, Sarrionaindia triunfa entre los suyos con poemas como Tiro hotsak. En él, la madre de un preso ve a un policía que yace herido bajo su ventana y se niega a prestarle ayuda. Dice que jamás lo hará mientras su hijo continúe en la cárcel. Esas madres terribles, implacables, que nadie quisiera para sí encuentran ahí un extraño reconocimiento.

"Creo que lo que echa para atrás a los jóvenes vascos ahora es el temor a asimilarse con el extremismo musulmán. No les gusta mirarse en las barbas islamistas, les parecen una cutrez", señala Saizarbitoria, antes de abordar lo que considera "la otra cara" del sentimiento de haberse comportado como "medio alemán". Sostiene que "hay que pedir perdón y transmitir a los hijos que eso estuvo mal y que nunca debe repetirse". ¿El nacionalismo vasco, con excepciones muy notables, no ha tardado una enormidad en reconocer a las víctimas?, le pregunto. "Tenemos eso del gu (nosotros, en euskara), ese sentido de 'los de casa' que hace que entiendas y consientas a los tuyos y establezcas grandes distancias respecto a los otros. Piensa que las víctimas de ETA han tenido un comportamiento modélico y que en el conjunto de España, donde, en su día, también se jaleó a ETA, ha habido mucha paciencia y que, por lo general, la gente ha sabido distinguir entre terroristas y vascos".

La pregunta clave es si existen indicios de desmilitarización de las conciencias, brotes verdes que inviten a pensar en un cambio de actitud. Para llegar a Ondarroa, en la muga (frontera) de Vizcaya con Guipúzcoa, hay que dejar la autopista A-8 en la salida hacia Deba y descender curveando por la ladera que vierte a un mar estos días inusualmente calmo, sujetado por el viento Sur. Deba, Mutriku, Ondarroa, Lekeitio son poblaciones pesqueras marcadamente abertzales en las que, a falta del enemigo exterior "españolista", la pelea se libra con frecuencia entre las propias fuerzas nacionalistas, y la resistencia, cuando existe, queda en manos del nacionalismo democrático. El atractivo tipismo de estos pueblos acodados en las desembocaduras de las rías e incrustados en las laderas que viven con la mirada puesta en la mar puede ofrecer una impresión engañosa si se ignoran los problemas de convivencia ideológica, las mordazas, los conflictos políticos larvados. "Bi beltz" ("dos tintos", literalmente, "dos negros") piden, entre sonrisas, dos senegaleses en uno de los bares de Ondarroa que exhibe en francés, euskera y castellano la leyenda "Sabemos español". A la vista de su campechanía y buen humor, uno se pregunta si el medio millar de senegaleses asentados en la zona -la mayoría andan en la mar donde se han labrado la reputación de buenos marineros y grandes trabajadores- tendrán algún papel en el restablecimiento de la convivencia.

"Hay división y miedo. Hicieron estallar un coche bomba contra la comisaría de la Ertzaintza que produjo siete heridos y a mí me han quemado el coche dos veces. Aunque hago vida monacal, tengo que andar con escoltas en mi propio pueblo, no ya por las pistolas, ahora, en la tregua, como por el riesgo de que me den una paliza", dice el alcalde, Félix Arambarri, militante del PNV. "En la calle, algunos me apuntan con el dedo o me gritan que mire debajo del coche. Es duro, sobre todo, por la familia, y desde que me metí en esto he perdido amigos y no he hecho ninguno nuevo", comenta con amargura este hombre de 70 años, vasco de una pieza, serio, cabal, que rellena cumplidamente el personaje valiente de Solo ante el peligro. Su delito fue aceptar participar en la gestora municipal que la Diputación vizcaína tuvo que nombrar ante la imposibilidad de que en Ondarroa se constituyera la Corporación municipal resultante de las elecciones. Anulada su candidatura electoral, ANV (Batasuna) consiguió que el voto nulo que había propugnado en la campaña y que resultó mayoritario fuese aceptado como legítimo por las formaciones mayoritarias.

"Acepté porque como antiguo alcalde de Ondarroa sabía del perjuicio que supone para un municipio no contar con Ayuntamiento, pero no sé,", comenta dubitativo, "tenemos que hacer los plenos fuera del pueblo y hay un ambiente insoportable que no cambiará aunque ETA lo deje". Fiado a su penosa experiencia, Félix Arambarri detecta una degradación generacional. "En su día trabajé con los padres de los que llevan ahora la voz cantante en Batasuna y, aunque teníamos muchas broncas, nunca vi en ellos el odio que a estos se les salta a la cara. Ese odio no se irá de la noche a la mañana, esa gente no va a cambiar y, además, siempre quedará el conflicto de Euskadi con España", sostiene.

País pequeño, complejo y de banderizos, es difícil encontrar en el mundo una disputa estética, política, conceptual, semejante a la que mantienen los partidarios de Oteiza y los de Chillida, los dos grandes genios de la escultura asimilados en la pelea como representativos de la división histórica entre carlistas y liberales vascos. Una recta imaginaria conecta visualmente en el litoral urbano donostiarra la escultura de El Peine de los Vientos de Chillida, en un costado de Ondarreta, con la Construcción Vacía de Oteiza, anclada frente al mar abierto en el paseo Nuevo, pero, vista la persistente fiebre del debate, cabe pensar que más que una interpelación fructífera, lo que se prolonga es un reto excluyente. Es un caso ilustrativo de cómo la proclamación de las esencias insondables, la retórica estética interpretada en clave política puede pesar más que las obras. Y es que Chillida nunca dejó de ser sospechoso (de no ser lo suficientemente vasco), pese a que cuando hizo falta suscribió todos los manifiestos, diseñó los anagramas de la amnistía -luego utilizados fraudulentamente por los amigos de ETA, el de la Universidad vasca, el del euskera, la lucha antinuclear… Nunca le perdonaron que, coherente con su compromiso ético y político, se sumara al grupito de personas que empezaron a manifestarse en silencio contra los asesinatos.

Jorge Oteiza, autor del Quosque tandem, el ensayo de referencia obligada en los círculos de lucha abertzale, también mostró su desafección a ETA, aunque durante el franquismo defendió que la revolución vasca debía comerse a sus hijos y a fe que ese designio se cumplió sobradamente. Él no tuvo hijos, pero a lo largo de estas décadas, miles de jóvenes vascos han arruinado vidas y se han arruinado las suyas propias. Bajo la losa del odio y los prejuicios, ¿estarán surgiendo brotes verdes que inviten a la esperanza? Esto dice un empresario guipuzcoano de 65 años que lleva 11 escoltado por su negativa a pagar a ETA: "Medio siglo de asesinatos no va a acabarse de la noche a la mañana, aunque detecto cambios positivos en votantes de Batasuna y en familiares de presos de ETA". Esto dice una ertzaina bilbaína de 40 años, madre de dos hijos: "Nadie debería confiarse, yo no les creo". No, todavía no se puede colgar a secar el uniforme de ertzaina en el tendedero de casa. Consultar a cargos públicos del PSE y del PP vasco -un millar de ellos continúan todavía escoltados- ofrece una impresión bastante similar. "Nos lanzan las mismas miradas de siempre". (…) "El miedo no desaparecerá totalmente hasta que ETA se quite de en medio". Dicen las encuestas que el 44% de los vascos piensan que esta tregua no es la definitiva, contra el 34% que creen que sí.

Y, sin embargo, no se puede ignorar que al proclamar que la "lucha armada" carece ya de sentido, Batasuna ha roto su dogma fundacional, el principio de hierro imperante en su universo político. Es un paso trascendental que tarde o temprano abrirá el portillo a la revisión de los comportamientos pasados, porque si el contexto no ha cambiado prácticamente, cómo explicar que ETA suponga ahora un estorbo y no hace un año, un lustro, unas décadas. Caben dos relatos y los dos terminarán aflorando por más que la versión de Batasuna se sustente en la tesis de que la "lucha armada" ya ha dado de sí todos los triunfos posibles y conviene recoger velas con una retirada lo más digna y provechosa posible. El primero de los relatos asume técnicamente la derrota y establece que el sistema, la mayoría política, los jueces, las policías, el Tribunal de Estrasburgo y la Ley de Partidos han acabado imponiéndose. En el segundo relato, el análisis concluye con que todo ha sido un error, incluso un disparate, y que el desastre interpela desde el punto de vista ético y de la responsabilidad política.

Lenta, soterradamente, también en ese mundo va abriéndose paso la revisión ética de los comportamientos, aunque sea en círculos intelectualmente selectos que, hoy por hoy, no se atreven a salirse del "yo colectivo" reinante en Batasuna. ¿Cómo se explica que la ruptura del dogma se haya hecho en un proceso asambleario sin grandes resistencias internas? El antropólogo Joseba Zulaika ha puesto el acento en el hecho de que, en solo dos generaciones, Euskadi ha pasado de ser un país muy religioso a una sociedad secular y laica. Según eso, Batasuna, constituida como comunidad aparte dentro de la comunidad nacionalista, habría transferido la sacralidad cristiana al concepto de patria vasca con sus dogmas y prelados encargados de marcar el camino y de anunciar la buena nueva. Eso explicaría la prohibición de individualizar el pensamiento y la unanimidad, tanto o más que el argumento de que en la "guerra" hay que adoptar medidas excepcionales para mantener prietas las filas.

Los brotes verdes existen, aunque ese pálpito solo llegue a manifestarse en el ámbito de la microsociología familiar y vecinal: conocidos de larga data que sustituyen la mueca o el gesto desdeñoso por el saludo amistoso y la sonrisa, vecinos que han dejado de cruzarse miradas esquivas… La naturaleza comunicativa de los humanos obra discretamente su efecto. ¿Será posible el reencuentro de los vascos en la aceptación de un compromiso ético y político que asegure que el terrorismo no podrá volver a reproducirse? ¿No habría que empezar por asumir un relato compartido y no manipulado de la historia que poder enseñar a los hijos, por asentar el principio de evitar la esterilidad de los conflictos y proclamar que hay mil formas de ser vasco?

"No está claro cómo vamos a pasar la página de la violencia, pero un cierre en falso dejaría una cicatriz muy fea", advierte Txema Urkijo, de la Oficina de Víctimas del Terrorismo. Sostiene que el cansancio vital del tejido asociativo deja en las manos exclusivas del Gobierno Vasco la doble tarea del reconocimiento de las víctimas y la reconstrucción de las relaciones. Lo dice con desolación. En la búsqueda de la fórmula para disolver el odio e integrar al mundo de la violencia, el Ejecutivo vasco piensa incorporar al listado de víctimas de ETA y de los GAL, los casos de aquellos que sufrieron excesos o abusos policiales en la Transición o han padecido torturas. "Hay que trabajar el deterioro de la convivencia, porque cuando ETA desaparezca, los vascos nos quedaremos con nuestra maltrecha convivencia", apunta la socialista Rafaela Romero, promotora del lazo verde de la reconciliación, palabra que muchas víctimas consideran demasiado grande y noble como para ser enunciada cuando los liberticidas ni siquiera han entonado el mea culpa.

Un elemento que invita al optimismo es que, sobre todo en las grandes ciudades, la confrontación política no ha impregnado con toda su virulencia el terreno de las relaciones personales. Eso ha permitido preservar la unidad básica de asociaciones, cuadrillas, colectivos, sociedades gastronómicas e instituciones, aunque la consigna "tengamos la fiesta en paz" ha llevado en demasiadas ocasiones a la inhibición ante lo intolerable, al consentimiento individual y colectivo del mal. Con su historia centenaria y su centenar de voces, el Orfeón Donostiarra podría ejercer de metáfora propicia en la tarea de la reconstrucción. "Lo que nos da una fuerza especial y nos ha hecho sentir apreciados y orgullosos como vascos en cualquier lugar del mundo es la nobleza, la entrega, la apertura de miras y la capacidad de unirnos para crear", resalta su director, José Antonio Saiz Alfaro. Dice que superar las diferencias requiere dosis superiores de cultura, de cultura con mayúsculas, no la del reduccionismo identitario que necesita interpelarse continuamente sobre su condición vasca para sentirse y reconocerse como tal. Uno se pregunta cómo sonaría el orfeón, los distintos orfeones y las bandas y voces disonantes de la sociedad vasca si la paz y la concordia se instalaran en su seno.

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