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Columna
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¿Decepcionante o indignante?

Hace unos meses, en las páginas de mi último libro, expresé mi preocupación por la ineficacia de las reuniones del G-20 en relación con la dificultad de acordar y poner en marcha la necesaria regulación del sistema financiero internacional, a fin de eliminar o al menos reducir las causas que habían estado en el inicio de la actual crisis. Las propuestas para ello estaban siendo muchas y se iban discutiendo -y rechazando a continuación- en las distintas reuniones del Grupo. A título de recordatorio cito algunas: limitar el crecimiento excesivo de los bancos, aumentar sus requisitos de capitalización, aumentar el control de los organismos reguladores, crear un fondo de rescate obligatorio dentro del propio sistema financiero, controlar las operaciones de alto riesgo, reducir la libertad de movimientos de los capitales, introducir una tasa específica sobre operaciones especulativas a corto, limitar las retribuciones de los dirigentes y eliminar el secreto bancario con la consiguiente desaparición de los paraísos fiscales.

Un poder financiero unido y globalizado es mucho más fuerte que uno político fragmentado y desorientado

La reunión del G-8 y del G-20 en Toronto ha dejado claro que, después de casi dos años de discusiones, de todo esto, nada de nada. Una vez más, como en cada reunión, hay gobiernos que hacen una propuesta y la defienden y siempre hay algunos otros miembros -no siempre los mismos- que se oponen. La propuesta es retirada rápidamente o, simplemente, no aprobada. No puedo dejar de pensar, malintencionadamente, que la discusión tiene una buena parte de espectáculo. Algunos se lavan la cara haciendo la propuesta, otros -por turno- hacen de malos y todos se quedan tranquilos emprendiendo el viaje de vuelta a casa sin haber aprobado nada al respecto, pero prometiendo volver a discutirlo.

Es grande el contraste de lo que ocurre con otros tipos de propuestas, como las de reducción del déficit de los Estados o las reformas laborales. En estos casos tampoco hay consensos suficientes, pero a los que se oponen, se les imponen. España lo ha vivido en sus propias carnes. Ya he dicho que estoy de acuerdo en la necesidad de las reformas que se nos ha obligado a aprobar, pero no se actúa del mismo modo cuando se trata del sistema financiero. En el primer caso se amenaza a los países con sanciones; en el segundo se archiva la propuesta "con gran dolor". La diferencia de actitud y de determinación en un caso y en el otro hace pensar que la voluntad de los que proponen e imponen reformas estructurales o laborales es mucho menos fuerte cuando se trata de obligar a los bancos a reformarse.

Dos reflexiones. La primera es que queda muy claro que quienes determinan las decisiones del G-20 no son los gobiernos sino "los mercados", sustantivo plural imaginario que estamos todos usando para no decir con todas sus palabras "las instituciones financieras". Las reformas para reducir el déficit que afecta a los ciudadanos se deben adoptar, pese a quien pese, porque, en caso contrario los mercados nos castigarán (a través de la deuda). Las reformas de control del sistema financiero, que es obvio a quién afectan, no se adoptan, porque si se hiciera, probablemente los mercados nos castigarían (a través de la huida de capitales). Dije, en las mismas páginas del libro, que en los próximos meses íbamos a asistir a una fuerte lucha para determinar si el poder político está sometido al poder financiero, o al revés. Creo que cada vez con mayor claridad la respuesta es obvia. Un poder financiero unido y globalizado es mucho más fuerte que un poder político fragmentado y desorientado. La "globalización asimétrica" que hace 10 años algunos denunciábamos ha comportado este efecto.

La segunda reflexión, decepcionante. Las instituciones financieras están en el meollo de la crisis y son, en buena parte, responsables de su propio desastre. Para evitar su derrumbe, en un primer acto, los gobiernos movilizaron cantidades ingentes de dinero público y rescataron el sistema de la ruina, ruina que habría sido la de todos. Para ello tuvieron que generar déficit y endeudarse emitiendo deuda pública y acudiendo a los mercados. Ahora, en el segundo acto del drama, los mercados quieren obtener un buen rendimiento de ello y empujan al alza el coste de la deuda pública por el factor de riesgo que supone el excesivo endeudamiento. Paradójico, pero indignante.

Joan Majó es ingeniero y fue ministro de Industria

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