Mi padre, Escobar, mató al tuyo
ebastián tiene el mismo corte de cara, idéntico pelo rizado que Pablo Escobar. La mirada de los ojos negros, clavada a la del hombre muerto a balazos en el tejado de la casa escondite y al que el pintor colombiano Botero retrató como a uno de los caídos en los fusilamientos de Goya. Cuando camina, lo hace con los hombros caídos, las manos a la espalda, igual que su progenitor. Dicen que también habla como él lo hacía, de forma pausada, lenta. Y ahí acaban las coincidencias con su padre.
El hombre joven, de baja estatura y algo pasado de kilos que se toma un café a media mañana en el Círculo de Bellas Artes de Madrid es la viva estampa del narcotraficante colombiano más famoso, el heredero de una leyenda pesada como una losa. El niño al que bautizaron como Juan Pablo y que ahora es Sebastián Marroquí Santos son dos personas en un mismo cuerpo. Ciudadano argentino y con un pasado lleno de agujeros negros, conoce lo duro que es apellidarse Escobar, vivir con los mismos genes del hombre responsable del asesinato de miles de personas y de atentar contra el corazón del Estado de Colombia. Valiente, Sebastián se ha echado el fardo a la espalda y ha decidido, 16 años después de que su padre fuera abatido a tiros en Medellín, dar la cara y alejar la culpa de su vida. Lo ha hecho a voces, desde el documental Pecados de mi padre, dirigido por el argentino Nicolás Entel, un filme que cosecha premio tras premio desde que se estrenó en el Festival de Sundance (Estados Unidos) a finales del pasado año.
"Encontrarnos fue difícil, pero ahora miramos al futuro, no queremos estar hablando siempre del pasado"
Sebastián Marroquí: "No hay que mirar al pasado ni pensar en venganzas. Hay que cortar con la violencia"
Jorge Lara: "Me dieron ganas de empuñar un arma, de crecer y salir a matar a quienes habían asesinado a mi padre"
Jorge Lara y Sebastián Marroquí están hoy sentados frente a frente, preparados para la charla en este encuentro español. El hijo del que fue ministro de Justicia colombiano en 1982, ejecutado por orden de Escobar en 1984, y el hijo del narcotraficante. Todo un símbolo. Una expiación puesta en marcha al aceptar la oferta de Entel de reflejar el sufrimiento de los hijos de esa Colombia que se desangra a chorros desde hace muchos años.
La penitencia comenzó con la carta que escribió Sebastián a los hijos de Lara y de Galán -candidato a la presidencia de Colombia y asesinado por sicarios de Escobar en 1989-. "¿Cómo le escribes a una familia a la que mi padre hizo tanto daño? ¿Cómo puedes pedir perdón sin ofender? Soy consciente del daño que mi padre con sus actos le ocasionó al país y a la humanidad...". Todos se mostraron receptivos y Nicolás Entel preparó los encuentros. "Fueron cuatro años de trabajo", dice desde Argentina. "Contactar con Sebastián no fue difícil aunque tardé seis meses en convencerlo. Él ya había recibido muchas ofertas y creo que aceptó la mía porque, según él, sintió por primera vez que no se estaba explotando la imagen del padre ni se estaba glamourizando el estilo de vida de los gánsteres". Cuenta Entel lo duro que fue el encuentro. "Los hijos de Galán, los de Lara y el hijo de Pablo Escobar tuvieron una actitud excepcional. Todo transcurrió delante de las cámaras, no hay un solo segundo que no me hayan dejado filmar". Nicolás Entel guarda un recuerdo bellísimo de aquella reunión. "En determinado momento, Juan Manuel Galán abrió su billetera y le mostró a Sebastián Marroquí una foto de sus hijos. Ese gesto de humanidad tiene para mí un valor inigualable. Fue muy lindo".
Jorge Lara y Sebastián Marroquí se conocieron hace meses, en los días previos al estreno de la película en Bogotá, y ahora son amigos. Comparten edad -ambos tienen 32 años-, nacionalidad y la amargura del exilio. "Siempre acercarse a alguien en estas circunstancias", dice Sebastián, "es un reto. Nunca sabes si estás diciendo las palabras con el debido respeto. Encontrarnos fue difícil, pero ahora miramos al futuro, no queremos estar en el presente hablando permanentemente del pasado".
Una marea de sentimientos, de recuerdos, inunda la conversación. "El momento más duro para mí", continúa Sebastián, "fue encontrarme con Rodrigo Lara -el hermano mayor de Jorge, de 35 años- porque fue el primer golpe de acercarse, de no saber cómo iba a suceder". Ambos han echado capas de cal viva sobre el pasado, y levantarlas ahora les encoge el corazón. "Duele sacarlas, ponerlas encima de la mesa". Jorge Lara intuía hace tiempo que el encuentro con Sebastián llegaría. "Cuando nos tuvimos que ir de Colombia nos cruzamos en Suiza, casi en Alemania. Alguien siempre decía 'por ahí anda la familia de Pablo Escobar' y sabía que algún día nos tropezaríamos".
"No hay que mirar al pasado ni pensar en quién hay que vengar", dice el hijo de Escobar. "Hay que invitar a los colombianos a cortar con este ciclo generacional de violencia. La lógica hereditaria colombiana indica que yo debo ser la versión corregida y aumentada de mi padre. Si él dejó odios y enemistades con la familia Lara, yo debo continuar con ellos hasta que no quede nadie en pie. Esa es la espiral de la violencia".
En su calvario particular, Sebastián ha separado al padre del delincuente. En los recuerdos íntimos lo llama papá; en los hechos criminales, Escobar. Tras su paso al frente, Sebastián ha subido otro escalón, el de aparecer por primera vez en este reportaje con el hijo de Lara. "Para mí, el documental no concluye con los títulos de crédito, sino que es ahí donde comienza. La película son un montón de hechos que para mí tienen una carga histórica que es importante para Colombia. Y ahora tenemos el compromiso de seguir adelante porque yo no quiero eso de que se reconciliaron en el documental, para la foto. Mi país es lo que más quiero, y uno de los motivos por los que me animé a hacer este proyecto es para que no se borre de la memoria de la sociedad lo que ocurrió, para que no vuelva esa violencia que patrocinó el narcotráfico y para evitar que muchos jóvenes ingresen en esas bandas criminales y para que no se dejen seducir por falsas promesas. Es difícil salir adelante por la vía del narcotráfico".
Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia en el Gobierno de Belisario Betancur, en 1982, fue el primero en señalar a Pablo Escobar. Lo acusó en el Congreso de ser narcotraficante, denunció la existencia del "dinero caliente" dentro de la política. En marzo de 1984, Lara Bonilla fue más allá y ordenó el registro de Tranquilandia, el mayor laboratorio de cocaína del mundo. Acosado, Escobar hubo de renunciar a su escaño por el partido Nuevo Liberalismo, fundado por Luis Carlos Galán, otra de sus víctimas. Escobar juró vengarse de Rodrigo Lara Bonilla e inició una campaña de desprestigio del ministro que se convirtió en una pelea personal. "Eso fue lo que encaminó a mi padre a tomar la decisión de quitarle la vida", dice Sebastián. Aquella muerte fue el inicio de una guerra sin cuartel entre el Estado y los narcotraficantes.
El 30 de abril de 1984, los sicarios de Escobar mataron a Rodrigo Lara. Jorge tenía entonces seis años y medio y aún recuerda aquel día con absoluta nitidez: "Todavía veo la escena, mi hermano Pablo, de tres años, en brazos de la señora Oliva, y Rodrigo y yo mirando por la ventana. Escuchamos ruido, salimos a la puerta y vimos el auto de mi padre entrando al garaje con los cristales rotos. No lo comprendí del todo hasta el funeral en la catedral de Bogotá. Mi madre, Nancy, tenía entonces 27 años. Se quedó viuda y con tres hijos. Nos vinimos a Madrid con Oliva, una indiecita fea como un demonio a la que mi padre siempre tomaba el pelo: 'Oliva, el día en que me envíen como embajador a Europa, me la llevo y la caso con un príncipe'. En Suiza, la profecía de mi padre se cumplió. Se casó con un suizo que tiene un montón de casas, un Rolls-Royce... un príncipe".
Los Lara vivieron a salto de mata entre España, Suiza, Inglaterra, Francia. Exiliados del narcotráfico. "Tuvimos que salir del país porque Belisario Betancur, entonces presidente de Colombia, nos dijo que no podía garantizar nuestra seguridad. Nos tocó huir". Casualidades de la vida, Sebastián habla en este encuentro madrileño de una historia similar con su "nana" Olga. "Prácticamente idéntica. Olga ha encontrado también su príncipe azul en Argentina".
Cuando Pablo Escobar murió, en diciembre de 1993, Sebastián tenía 16 años. Aquel día perdió no sólo a su padre, también la libertad. Ser hijo de Pablo Escobar es un peligro. Hay que olvidarse del padre, negarle todas las veces, no contar a nadie quién era aquel hombre, "el mejor en hacer trampas; las hacía hasta jugando al Monopoly". El adolescente mimado y rico aprendió a la fuerza que debía hacer lo contrario que su padre para poder vivir con la cabeza alta. El principito que en la Hacienda Nápoles, la lujosa mansión de Escobar, montaba en elefante, acariciaba cebras, miraba a los hipopótamos, escuchaba el cuento de los tres cerditos y el lobo de boca de su amoroso padre. Aquella fue su vida. Esos, sus juguetes. "Me quedan recuerdos de todo. También de la violencia". Tardó en comprender a qué se dedicaba su padre. "Cuando era niño, yo le acompañaba en sus campañas de reforestación, plantó 100.000 árboles en Medellín". Admiraba a su padre, se sentía fuertemente unido a él. "Entre nosotros había una relación como de mayores. Siempre me decía: 'si quieres ser peluquero, te regalaré el mejor salón de la ciudad; si médico, la mejor clínica, puedes ser lo que quieras".
Recuerda Sebastián cómo su papá mandó levantar 5.000 viviendas para familias que vivían en el basurero municipal de Medellín. "Alcanzó a construir 1.000 y a entregarlas equipadas. En los barrios populares hizo canchas y las iluminaba para que la gente que trabajaba pudiera jugar de noche. Una gran contradicción: por un lado fomentaba el deporte para alejarte de la violencia y de las drogas, y por otro estabas metido en ella. La gente le tenía mucho cariño. Cuando llegaba la Navidad, compraba camiones de juguetes y yo le ayudaba a repartirlos. En 1984, cuando asesinaron al padre de Jorge, las cosas cambiaron. Cuando tú tienes siete años y ocurre un magnicidio en tu país, casi no te das cuenta de lo que está ocurriendo. Yo veía que mi mamá lloraba, que mi abuela lloraba, que estaban todos muy preocupados. Aquella noche no dormimos en mi casa y al día siguiente estábamos en Panamá. Viajamos en helicóptero, en vuelo rasante para evitar los radares. Con un médico a bordo porque mi madre estaba embarazada de ocho meses de mi hermana. Fue un cambio radical".
De Panamá, la familia Escobar se mudó a Nicaragua, "mi padre desconfiaba de Noriega". La amenaza de la extradición a Estados Unidos planeaba sobre su cabeza y los sandinistas acudieron en su ayuda. "No aguantamos allí mucho tiempo porque la nuestra ya era una vida de delincuentes, literalmente. Vivíamos encerrados, yo no podía ir al colegio, no tenía ni un juguete, siempre rodeado de hombres armados... La depresión en que entré era inaguantable. Me hacía preguntas. Por qué papá no está en la casa, por qué no duerme con la familia. Empecé a indagar. No con mucha conciencia todavía, pero mi padre ya no era el Pablo Escobar que donó las 50 canchas o las 1.000 casas, era Pablo Escobar el que había asesinado, el del cartel de Medellín".
Medellín, la segunda ciudad de Colombia, se ganó su mala fama gracias a las fechorías de delincuentes, paramilitares y narcotraficantes. Las balaceras dejaban muertos a mansalva. Reinaba el miedo y el terror. "Cuando mataron a mi padre, yo estaba en Bogotá y acababa de hablar por teléfono con él. Al poco me llamó una periodista y me dio la noticia: 'Juan Pablo, acaba de morir su papá'. No me avisó de que me estaba grabando. Me llené de rabia y solté: 'Los voy a matar a todos'. Reaccioné con violencia, pero me di cuenta de que ese camino me iba a llevar al mismo fin que mi padre. Estaba entre la espada y la pared. Por un lado, el único refugio seguro es tu padre, y por otro, los que te deberían proteger no lo hacen, tiran a matar. Estaba en una línea donde no sabes bien cómo ubicarte. Tenía 16 años y me había criado en un mundo donde la manera en que yo veía que se resolvían las cosas era con violencia".
El odio le duró pocos minutos. Sebastián llamó a otro periodista y, aún con la rabia dentro, se retractó de su exabrupto: "Renuncio a la venganza por la muerte de mi padre", dijo. Afirmó que lo único que le preocupaba era su familia y su educación, y que deseaba la paz en Colombia. "Me impactó mucho ver en el documental estas grabaciones que estaban perdidas. Recuperarlas fue casi un milagro". Cuenta Sebastián que en ese paralelismo entre los sentimientos de los hijos sin padre le sorprendió ver que Jorge experimentó lo mismo que él. "Me dieron ganas de empuñar un arma, de crecer, de hacerme fuerte y salir a matar a quienes habían asesinado a mi padre", recuerda Jorge Lara.
Sebastián es arquitecto, tiene un estudio en Buenos Aires con unos socios alemanes y proyecta viviendas unifamiliares. Gracias a lo que llama la docuterapia ha descubierto cosas tapadas por el olvido. "Es una herramienta de reflexión que te invita a rescatar las mejores experiencias y compartirlas, pero con mucho dolor. Es como abrir el baúl donde estaban guardadas con siete llaves".
Jorge vive entre París y Bogotá y planea afincarse definitivamente en Colombia. El hijo de Escobar ha regresado alguna que otra vez al país donde nació. Lo ha hecho con sigilo, enmascarado con su nombre actual porque "cuando en Colombia te quieren matar, generalmente lo logran". Su madre y su hermana también han regresado alguna que otra vez amparadas por el anonimato. Dice que para ellas es más fácil por el factor machista. "La guerra en Colombia ocurre, salvo muy escasos y crueles casos, entre hombres. La mujer no opina, se ocupa de la cocina, la ropa y los niños. Se ha visto sometida a esa violencia y a la del narcotráfico. Por eso mi madre y mi hermana corren menos riesgo que yo. Es una cuestión de género".
En Buenos Aires, los Escobar se han sentido a veces perseguidos. "Un estafador nos quiso sacar dinero. Fuimos a denunciarlo con nuestra identidad nueva, pero aclarándoles quiénes éramos antes, y acabamos presos. Mi mamá lo estuvo durante un año y ocho meses. La investigaron durante 13 años. Yo también estuve detenido cuarenta y tantos días; cuando me soltaron dijeron: 'ah, disculpe, fue un error'. Buscaban protagonismo. A cualquier funcionario judicial le da que puede ser una estrella si detiene a la familia de Escobar".
Ángela, la mujer de Sebastián, asiste a la conversación. Es una pieza clave en su vida. Llevan 19 años juntos. Ángela huyó con los Escobar de Medellín. "Ella también se cambió de identidad por seguirme. Si yo hubiera estado en sus zapatos, no sé si habría hecho lo mismo", dice el que fuera Juan Pablo y ahora es Sebastián mientras acaricia tiernamente la mano de la joven morena. En su nuevo proyecto de vida se plantean un futuro con hijos, algo impensable hasta hace poco: "Yo no quería que mi hijo viniera al mundo a pagar los pecados de su abuelo. Ya me parecía suficiente el que me tocara pagarlos a mí. Sentía que si teníamos un hijo, seguro que salía de la cuna para la cárcel sólo por un delito de parentesco".
Sebastián asegura estar, por fin, en paz con sus recuerdos. "No estoy dispuesto a seguir aceptando pagar por las culpas de mi papá. Ojalá que mis deudas terrenales ya estén saldadas". Jorge tercia: "Este hombre no puede ser malo saliendo así a la luz, poniendo la cara". Sebastián afirma que la suya es una elección y una promesa que se hizo a sí mismo hace 16 años. "Yo estuve con mi padre y sé cómo empieza y termina la historia, y sería poco inteligente por mi parte hacer lo mismo".
Vivir la vida como Escobar no es fácil. Sebastián lo resume en una frase: "Hay muchos prejuicios todavía". Tantos como para que le nieguen un visado para entrar en Estados Unidos: "Fui allí muchas veces hasta la muerte de mi padre. Cuando pedí la visa para ir al Festival de Cine de Sundance [para asistir a la proyección del documental de Nicolás Entel], me la dieron por cinco años y me duró tres días. Me la retiraron sin haberme sacado ni el billete".
El documental 'Pecados de mi padre' se estrena en Canal + el próximo jueves, 20 de mayo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.