La épica del dolor
En 1996 tuve la suerte, entre otros pocos buenos libros del año, de leer Himno del ángel parado en una pata (Planeta), del escritor chileno Hernán Rivera Letelier. Fue un descubrimiento porque era como retornar a la mejor narrativa latinoamericana de los años sesenta y setenta. En esa novela se recreaba un motivo literario de larga tradición europea: la novela de aprendizaje. Lo notable del libro era su solución estilística y su arriesgada puesta en escena: un tan refinado tema incrustado en un medio rural. Otra bondad de dicha novela, no menor que las anteriores citadas, era que Rivera Letelier no se regodeaba con la pobreza del protagonista: no hacía demagogia ni populismo literario.
Dos años más tarde, volví a leer al autor chileno: esta vez se trataba de Fatamorgana de amor con banda de música (Seix Barral). Aquí aunaba tragicidad y encantamiento novelístico. Una hermosa novela sobre la épica del dolor, ambientada en 1929, durante los negros años del dictador Carlos Ibáñez del Campo. Recuerdo de esta novela dos cosas: el dibujo perfecto de una quimera humana, esa banda de músicos envueltos en la desdicha de sus destinos, y que su final no aspiraba a la sorpresa, y sin embargo era sorprendente.
En el 2007 leí El fantasista (Alfaguara), una fábula que te reconciliaba con ese tipo de invención que juega con los límites de la verosimilitud novelesca. Y una novela sobre el fútbol y sobre ese personaje que nunca puede faltar al lado de cualquier evento o astro futbolístico: su narrador, ese personaje que pone voz al lance genial, o a su fracaso. Hernán Rivera Letelier ancla siempre su concepto de la fábula en los suelos más hostiles a la felicidad humana. En El fantasista se reúnen la ironía más necesaria y exacta (porque la novela no narra la fundación de ningún fragmento de tierra habitable, sino su desmantelamiento, su desaparición física), y el humor más sutil y resignado ante las desventuras inapelables de la historia. Todavía tengo en la retina la silueta embebida de una promesa de magia salvadora, la silueta de ese jugador mesiánico del que todo el pueblo a punto de extinguirse espera que le evite la última derrota más dolorosa.
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