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El día después de los Goya
Columna
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Un hombre de estado en la Academia

Carlos Boyero

De este hombre con risa contagiosa y gesto de diablo alegre llamado Álex de la Iglesia conocía su antigua y genuina vocación de destroyer, su vitalismo, su simpatía, su agilidad mental, su mordacidad, su talento oral contando historias que él hace inevitablemente divertidas. Como director de cine posee estilo, imaginación y fuerza visual, independientemente del resultado final de sus siempre arriesgadas y muy personales películas. En dos de ellas, El día de la bestia y La comunidad, me hizo feliz. En otras, bastante menos. Pero siempre me crean ilusión sus nuevos proyectos.

Lo que ignoraba del libertario Álex de la Iglesia era su grandiosa habilidad política, el arte para imponer la paz en la tantas veces alborotada granja del cine español, para venderle las excelencias de la casa a todo cristo, incluidos los malvados medios de comunicación que cuestionan el eterno mecenazgo del Estado hacia la gran familia, para lograr que los muy desdeñosos hijos pródigos retornen al añorado hogar, para que el público deje de mirar de reojo a los indefensos calumniados, para intentar resaltar en la marcha de pompa y circunstancias el esplendor en la hierba que nunca existió. Que desconfíes de la casta política no es impedimento para que distingas a los inteligentes de los tarugos. El presidente de la Academia ha demostrado sus virtudes de estadista para sacar agua del desierto, apagar fuegos, hermanar a tirios y troyanos. Estos premios Goya, aunque él no concursara, representan su triunfo, su consagración como hombre de Estado. Tiene mucho mérito juntar en público y en primera fila a las estrellas Penélope Cruz y Javier Bardem, pareja comprensiblemente huidiza ante el acoso a su intimidad. O que su tenacidad dejara sin argumentos a la agraviada prima donna Almodóvar para que éste entregara el premio a una película española que no lleve su firma. Generosidad recompensada con esa atronadora ovación y entrañable tributo al dios manchego que le dedicaron sus enamorados colegas con espíritu de feligreses. Qué momento, qué emoción, qué exaltante, qué bonito, a la altura de los finales felices de Capra y del cine épico.

El Malamadre de Luis Tosar es mítico, justifica la carrera de un actor
Ignoraba la gran habilidad política del libertario Álex de la Iglesia

En cuanto a los premios, empiezo por mis escasas disidencias. Aunque reconozca el internacionalismo del productor Gerardo Herrero, mi estrecho cerebro no entiende qué demonios pinta en los galardones del cine español El secreto de sus ojos, la película más hermosa e inequívocamente argentina que he visto en mucho tiempo. Si resulta que sus señas de identidad son notarialmente españolas, ¿cómo es posible que represente a Argentina en los Oscar, o que también figure en los Goya como candidata en ese retorcido apartado de "mejor película extranjera de habla hispana"? Qué obsesión la de nacionalizar a la fuerza a los triunfadores. También es grotesco que se atrevan a incluir entre las actrices revelación a Soledad Villamil, esa fantástica señora. Respeto mucho a Marta Etura. Pero entre las cosas que le sobran a la modélica Celda 211 está su personaje.

Aclarado mi amor incondicional a la magistral y perdedora película de Campanella, encuentro escasamente discutible los galardones a Celda 211, droga sabia y dura para todo tipo de espectadores, tenso, negro, complejo y admirable ejemplo de narración que te engancha de principio a fin y te provoca las ancestrales sensaciones del gran cine. La responsabilidad del actor Luis Tosar en esa fiesta es enorme. Su Malamadre es de esas actuaciones míticas que justifican la carrera de un actor. Es magnetismo, veracidad, fuerza, matices, violencia, sutileza. Su trabajo pertenece al estado de gracia. Como el del director Daniel Monzón.

Es coherente que Ágora haya tenido que conformarse con los sabrosos restos. Han premiado la brillantez de los aspectos técnicos en una superproducción con vocación de autoría. También la originalidad y osadía de Alejandro Amenábar y de Mateo Gil para reinventar un pasado del que quedan pocos datos hablando de la eterna intolerancia que caracteriza a las religiones, de la manía de lapidar al contrario y al pensamiento libre.

Es notable el desgarro y la comprensión que otorga Lola Dueñas a su personaje de Yo también. Y muy esperanzador que los directores noveles que estaban nominados tengan tan claro el lenguaje y el tono que necesitan sus historias. El talento y la complejidad de la mirada de Mar Coll sobre las personas, las relaciones, los sentimientos, los disfraces y los rituales en Tres días con la familia te deja pasmado. Alberto Ammann en Celda 211 a veces habla con acento argentino y otras con esforzado español, pero ese descoloque lo hubiera solucionado el guión otorgándole una nacionalidad determinada. Raúl Arévalo es un desagradable y convincente tarado en Gordos. Las últimas películas de Antonio Mercero trataban de enfermos físicos y mentales. Ojalá que este homenaje le hubiera llegado antes de sufrir Alzheimer a un hombre que entendió inmejorablemente los gustos del espectador medio de televisión. No son los míos, pero su profesionalidad y su instinto fueron irreprochables.

Sospecho que el ruido convenientemente orquestado sobre la bendita recuperación del idilio entre el cine español y los espectadores va a ser abusivo. No es exacto, es una falacia que interesa. Al público le ha gustado mucho Celda 211 y también guarda comprensible fidelidad a los pasos de un creador muy serio llamado Amenábar. Apropiarse de éxitos ajenos y aislados haciendo sonar las trompetas de Jericó siempre traerá ventajas colectivas. Enhorabuena, Álex. Lo estás haciendo muy bien. Tuya es la gloria.

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