Impulso político, rutina burocrática
La confirmación de que Barack Obama no asistirá a la cumbre entre la Unión Europea y Estados Unidos constituye, sin duda, un severo contratiempo para la presidencia española y también para las desmesuradas expectativas concebidas por el Gobierno a efectos de su política de imagen. Pero, se mire por donde se mire, no guarda relación alguna con la gestión de la cumbre realizada por nuestro país. Bajo cualquier otra presidencia de turno, Obama habría adoptado seguramente la misma decisión, porque las razones de la cancelación tienen que ver, según puede deducirse de las explicaciones ofrecidas por la Casa Blanca, con la desproporción entre el coste de viajar a Europa en un momento de problemas internos y los beneficios políticos que confiaba obtener. Por primera vez desde que se establecieron estas cumbres, hace una década, dejará de asistir a ellas un presidente norteamericano. Y no uno cualquiera, sino precisamente aquél del que más esperaba Europa.
La ausencia de Obama es un contratiempo para la presidencia española
Si desde el punto de vista español no cabe prever ningún efecto sobre las relaciones bilaterales, desde la óptica europea existen, sin embargo, sólidas razones para la preocupación. Porque si Obama no confiaba en obtener beneficios políticos de una cumbre con Europa es, sencillamente, porque Europa tiene en estos momentos poco que ofrecer. Después de la cumbre de Praga, y antes de la que la Alianza Atlántica celebrará en Lisboa, la Unión no ha logrado establecer una agenda que justifique la cita con Estados Unidos. El único argumento para convocarla era, justamente, aquel que más daño está haciendo al proyecto europeo, tanto hacia dentro como hacia fuera: la sustitución del impulso político por la rutina burocrática. Hasta que Obama ha hecho pública su negativa a viajar, desde la Unión se creía que la cumbre se celebraría sencillamente porque estaba previsto celebrarla, y ahí ha radicado el error.
La decisión de Obama plantea, por otra parte, una reflexión sobre el estribillo tal vez más repetido en los recientes discursos internacionales. La Unión, y también países como España, deberán preguntarse en algún momento qué quieren decir cuando hablan de multilateralismo. Porque, a fuerza de invocarlo en cualquier circunstancia, el multilateralismo parece haberse convertido, si no en un simple recurso retórico, sí, al menos, en un término confusamente polisémico. Una cosa es proponerse reforzar instituciones como Naciones Unidas, no sólo respetando sus procedimientos sino también promoviendo su reforma, y otra suponer que es conveniente para la estabilidad internacional atestar el calendario anual de cumbres regulares entre países y grupos de países que primero acuerdan reunirse y luego meditan para qué. En su práctica de los últimos años, éste ha sido el camino adoptado por la Unión. Y lo que la decisión de Obama ha venido a recordar es que este camino, en su reiteración burocrática, puede llevar a ninguna parte.
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