Técnica, cerebro y corazón
El primer encuentro con el doctor David Samadi surge por casualidad un día antes de la entrevista en su oficina del número 625 de la avenida de Madison, al final de un trayecto de tren desde Newark hasta Manhattan. Es una tarde gris y con un paisaje decadente, que deja atrás vallas retorcidas, hangares abandonados en medio de charcos de lluvia y puentes roñosos. Entablo una conversación formal con una pareja de ancianos neoyorquinos. Él es radiólogo, dice su mujer, que habla por los codos. Les explico a quién he venido a ver. No conocen a Samadi, desde luego. El tren llega finalmente a la estación de Pensilvania y, justo antes de bajar, una mujer rolliza de pelo rubio me intercepta y se excusa por no haber podido evitar oír la conversación. "Mi marido Robert fue operado de cáncer de próstata por el doctor Samadi hace unos dos años". Ella se llama Collee Monroe, me conduce a la salida mientras asegura que el hospital Monte Sinaí en Nueva York tiene uno de los menores índices de infecciones hospitalarias. Escaleras arriba, desemboco en plena vorágine en medio de la Séptima Avenida, los bocinazos de los taxis neoyorquinos: entre ocho millones de personas, doy con una mujer que habla maravillas de un cirujano de la próstata. Samadi debe de haberse convertido en una celebridad. ¿Qué otra explicación hay? A los hombres no les gusta hablar de su próstata, no resulta sexy ni tema de charla en el metro. Por lo visto, a ellas no les importa hacerlo.
"No necesito tocar. El robot es una extensión de mis propios brazos"
"Salvar vidas es algo maravilloso. Yo no lo llamaría sólo trabajo"
Samadi es jefe del servicio de oncología robótica del Monte Sinaí y se ha distinguido por utilizar en sus intervenciones un robot de cuatro brazos bautizado como Da Vinci, una cirugía que parece sacada de una serie del futuro como Star Trek. En 2001 realizó las once primeras intervenciones, y ahora lleva más de 1.850, con una media de cincuenta operaciones mensuales. Acude puntualmente a las siete de la mañana deslizando su maleta de ruedas. Traje azul oscuro, buena estatura, me ofrece su mano de cirujano, dedos largos y cuadrados, en un apretón perfectamente calculado para no dar sensación de fuerza ni debilidad. Su oficina es un apéndice del complejo de edificios esparcidos por Manhattan que dan nombre al hospital Monte Sinaí, una de las instituciones médicas más respetadas del mundo. Es también la puerta de entrada a sus pacientes, y no se parece en nada a un hospital, sino a una compañía; recepción con secretarias, habitaciones y zonas de espera privadas y un discreto quirófano para realizar biopsias.
En el despacho de Samadi hay cestas de regalos de sus pacientes. Lanza su particular visión de la próstata, un órgano que produce una parte del fluido del semen y un punto fatídico en el que nace un cáncer que en EE UU es el peor después del de pulmón, con cerca de 40.000 muertes anuales (en España se detectan cada año unos 13.500 casos, de los que mueren 6.000 personas). "Fíjate en cualquier órgano. El tiroides está en tu cuello, la vejiga, el hígado, el páncreas, el corazón tan pronto como abres, los ves. Con la próstata ocurre algo totalmente diferente. Cuando Dios creó al ser humano, colocó todos los órganos juntos, y al final se dejó la próstata, que tiene el tamaño de una nuez. Es como si al ensamblar una persona se dejara una pieza fuera. ¿Qué haría con ella? Pues colocarla en un lugar inaccesible, en la zona pélvica, debajo del hueso, sentada encima del recto, rodeada de grandes vasos, y atándola a la vejiga y a la uretra. Dios pensó: voy a rodearla de todos los nervios que son responsables de la función sexual, y vamos a ver si tipos como Samadi consiguen llegar hasta ella". Le pregunto si en su carrera como cirujano se ha inspirado en héroes como Christian Barnard o Michael DeBakey. "Eran fantásticos. Pero en la cirugía tradicional de la próstata, uno no puede meter la cabeza ahí debajo del hueso para ver. Usamos nuestros dedos en medio de una piscina de sangre, y tenemos que fiarnos de ellos para retirar completamente el cáncer. Por eso es tan difícil". Ahora, los robots lo han cambiado todo.
¿Un robot en un quirófano? El día siguiente acudo al pabellón Guggenheim del Monte Sinaí, un edificio de un naranja pálido flanqueado por unas cuantas falsas acacias frente a Central Park. El Monte Sinaí comenzó su andadura en 1852, cuando nueve judíos fundaron un hospital en la Calle 28 Oeste, en tiempos en los que en Manhattan las casas tenían huertos. Fue un acto de caridad para cuidar de los hebreos indigentes. El elevador que lleva a la planta donde Samadi opera se llama "Ascensor del Sabbath". Los sábados se detiene automáticamente en cada planta. "No puedes obligarle a trabajar", explica amablemente un médico. Una vez en el quirófano, los asistentes de Samadi reciben con cordialidad a alguien con un cuaderno de notas que tiene problemas para atarse la mascarilla. El autómata Da Vinci aguarda al fondo, con sus cuatro brazos doblados y cubiertos en plástico, hay tres grandes monitores negros y la consola de control del robot. El botón rojo de parada de emergencia es llamativo. La consola está separada del artefacto unos tres metros, unida por cables que corren por el suelo. Hay pedales, dos joysticks con anillos de acero para manejar los cuatro brazos y un visor estereoscópico. Samadi llega sonriente y poco después le dicen que el paciente ha llegado. No hay nadie en la camilla, y casi se confunde con un miembro del equipo. Ha venido por su propio pie. "Aquí llega todo el mundo de esta manera. Sin camillas. No quiero que nada les haga recordar que son enfermos". El paciente procede de Rusia y tiene un cáncer en la próstata. Tras la anestesia, volvemos a entrar al quirófano.
Samadi utiliza un láser para realizar una incisión en el abdomen, coloca un tubo e inyecta gas para obtener más espacio, explica. Palpa la piel hinchada, que tiembla como una cama de agua. Después introduce una cámara y las pantallas negras se iluminan. Cuatro incisiones más de láser para los brazos del robot. Samadi se aleja entonces de la mesa de operaciones y se sienta en la consola para ver a través del binocular. Resulta extraño. El robot toma vida, se desliza como una araña hasta situarse sobre el paciente. Los simpáticos asistentes de Samadi colocan los brazos en los tubos insertados en las incisiones, y en ese momento el viaje alucinante a través del cuerpo humano, descrito en la famosa novela de ciencia-ficción de Isaac Asimov, empieza a ser más real. Cuatro brazos que estiran tejidos, los cortan o apartan, controlados por un humano que sólo tiene dos. El zoom proporciona aumento a voluntad del cirujano. Uno de los brazos retira con delicadeza la grasa amarilla, otro corta con un láser todo se ve en los monitores. "Puedo congelar uno de los brazos y pasar el control a otro. Este viaje es como un videojuego, pero la diferencia es que aquí no puedes obtener una mala puntuación. Hay que ganar".
El robot avanza a través del abdomen, y Samadi identifica los vasos, coloca clips quirúrgicos que marcan el camino, y apenas hay sangre -aunque llegará a una zona más irrigada y el campo se teñirá de rojo- mientras se abre camino hacia la próstata. Samadi me invita a mirar por los binoculares y, efectivamente, el paisaje de los tejidos se vuelve tridimensional. La tecnología ha cambiado el paradigma del cirujano y el sagrado sentido del tacto de sus dedos prodigiosos. Samadi admite que puede sentir los tejidos en los controles. Pero avisa. "Si puedes ver el campo de visión de esta manera, no tienes que tener las manos encima, tocándolo. Los ojos pueden compensar el sentido del tacto". Presionando los pedales para aumentar o alejar el campo de visión, envía las ordenes a la máquina, entre ruidos neumáticos y la música de Shakira. Es casi como si él estuviera dentro.
El día anterior lo explicaba así, hablando de la diferencia que supone la intrusión de los robots en la cirugía. "No se trata de la maquinaria, no somos meros técnicos, o que un cirujano tome un curso para manejar un robot por amor a la tecnología". La clave es la experiencia como oncólogo. Samadi se entrenó previamente en el uso de catéteres para operar de forma mínimamente invasiva, con técnicas de laparoscopia, y hasta la fecha ha operado a más de 3.000 pacientes. "La tecnología robótica te permite una visión tridimensional en alta definición, observas cosas que nunca ves en una cirugía convencional. No necesito tocar. El robot es una extensión de mis brazos, como si pudiera meter la cabeza dentro del abdomen. La probabilidad de dejar restos de cáncer o de dañar los nervios se reduce".
Los robots han irrumpido en la cirugía. Da Vinci permite al cirujano establecer una ruta compleja en la que los brazos cortan y se abren camino para extraer la próstata, dejando intactos los nervios responsables de las funciones sexuales. El 85% de los pacientes recupera su potencia sexual, y el 97%, el control urinario. El porcentaje de curación ronda el 95%, y la pérdida de sangre es mínima. Pero alguien que opera a tres metros del paciente realiza una especie de telecirugía. "No cabe duda de que dentro de un tiempo podría operarte online desde Nueva York aunque estuvieras en España". Los problemas de software, hardware o de comunicación se resolverán, asegura este médico. La medicina se globalizará. Los brazos del robot llegarán con la precisión y experiencia del cirujano que los maneja a cualquiera y en cualquier parte. "Ahora usamos a Da Vinci para operar a enfermos con cáncer de vejiga, de riñón, y llevar a cabo cirugías en la nariz y la garganta. Su utilización se está ampliando a muchos campos. Desde hace algunos años se vienen usando robots en operaciones cardiacas. Todavía hay cirugías convencionales que obtienen muy buenos resultados, y los pacientes desean estas intervenciones". ¿Y el cerebro? Samadi enseña sus largos dedos. "Allí no hay mucho espacio en el que moverse, y lo que haces es retirar pequeñas lesiones, por lo que requieres de una enorme precisión, no puedes permitirte ningún temblor. Necesitas maniobrar en cavidades muy pequeñas. Pero a medida que los robots se hagan más precisos y su calidad mejore, seremos capaces de llevar este tipo de intervenciones".
Samadi tiene cuarenta y tres años. Está acostumbrado a sonreír. En su oficina nos traen el desayuno, pero él está preocupado por lo que tiene que transmitir y apenas si da un par de sorbos al café. Lidia con los medios y se ha acostumbrado a las cámaras. Es colaborador de la cadena Fox de televisión. "La palabra cáncer asusta, y en el caso de la próstata no hay síntomas. Cuando un doctor te diagnostica un cáncer de próstata, la mayoría de los hombres se quedan de piedra, les entra mucho miedo. Las mujeres reaccionan de una manera distinta, son más fuertes, los sostienen, investigan y buscan las soluciones. En mi experiencia, son ellas quienes toman las decisiones en la mayoría de los casos y deciden el camino a seguir. Son el gran soporte en el que se apoyan los hombres". Samadi explica que el problema no sólo requiere una solución desde la cirugía. La mente, el ánimo, es casi un karma. Samadi ha puesto en marcha una filosofía sobre el trato al paciente como forma de terapia. Alaba a su equipo de enfermeras y ayudantes. "Amo a mis pacientes, los quiero. Nunca los trato como tales, sino como amigos. Cuando dejan mi oficina, se hacen amigos míos durante años. Es una unión muy fuerte. Es una empatía que tengo con ellos en la que confían. No hablamos de cirujanos antipáticos que no disponen de tiempo para hablar con ellos a pesar de que los resultados sean buenos, para mí eso no es un éxito. Mi fuerza radica en que si es un día festivo y alguien me llama, acudo al hospital. Estoy disponible las veinticuatro horas los siete días a la semana por el teléfono celular, correo electrónico jamás me escapo de ellos. Lo saben, y por eso he creado una red de amigos, no de enfermos, en todo el mundo. En esto consiste este trabajo, conocer a esta gente maravillosa, de diferentes razas y nacionalidades, y en poder marcar la diferencia en sus vidas y sus familias. Cuando finalizo la cirugía y les cuento las buenas noticias a los parientes, saltan las emociones. Salvar vidas es algo maravilloso, yo no lo llamaría simplemente trabajo".
Samadi nació en Teherán, fue educado como judío y formó parte de la comunidad de judíos persas. "Los persas de Irán tienen una historia muy larga, de casi cinco mil años. Es una cultura muy fuerte, y me agrada formar parte de ella. Guardo buenas memorias de mi vida en Irán, crecí como judío en un país musulmán, y acudí a una escuela católica, Don Bosco, para obtener la mejor educación. Todo el esfuerzo que hace mi equipo en la sala de operaciones surge en parte del hecho de que fuera capitán de un equipo de fútbol cuando era muy joven. Me encantaba ganar y competir, y la mayoría de las veces cambiaba la posición de los jugadores para batir al enemigo. Ahora mi enemigo es una célula cancerosa, y mi equipo de fútbol lo constituye mi anestesista, mis enfermeras y sigo siendo el capitán". Samadi contaba con 16 años cuando tuvo que dejar el país a finales de 1982 por culpa de la guerra entre Irak e Irán; no tuvo opción para progresar en su educación, ya que habría sido alistado a la fuerza. Su vida cambió con un vuelo nocturno de Teherán a Bélgica con apenas 300 dólares en el bolsillo, acompañado por su hermano, y la incertidumbre sobre si vería de nuevo a los suyos. En Bélgica fue acogido por amigos judíos, y cuatro meses después, los hermanos Samadi viajaron a Londres para completar sus estudios universitarios. La vida no fue fácil. Transcurría de forma parsimoniosa, algo muy diferente del ritmo de vida en Irán, curiosamente más parecido al de Estados Unidos. Samadi emigró a la que califica tierra de los sueños antes de cumplir los 18.
"En veinticinco años he pasado de completar mis estudios superiores a convertirme en uno de los médicos con más éxito en este país, y he logrado tocar miles de vidas gracias a mi trabajo". Su visión de Irán choca con el estereotipo mil veces televisado de un lugar donde abunda el extremismo y el odio a lo occidental alimentado por los ayatolás. "El Gobierno no es un espejo que refleje cómo son los iraníes en realidad". Los europeos y americanos percibimos una imagen errónea, afirma. "Los iraníes son gente extremadamente amable y hospitalaria, quieren ser libres, disfrutar de las mismas cosas que usted y yo. La política de proliferación nuclear que lleva a cabo el Gobierno no refleja lo que significa el país. La mayoría de los iraníes son muy jóvenes, tienen menos de cuarenta años. Su mentalidad es muy europea o norteamericana, quieren Internet, disfrutar de la música, escuchar las canciones de Michael Jackson, disfrutar de la vida. Pero ahora están bajo una gran presión".
Ponerse en manos de Samadi en el Monte Sinaí cuesta unos 40.000 dólares. En Estados Unidos, las empresas incluyen el seguro médico a sus empleados para sufragar los gastos médicos. Unos 45 millones de americanos carecen de seguro, y el presidente Obama quiere extender el sistema sanitario a toda la población. "La idea de que cualquier americano esté asegurado y tenga acceso a un sistema de salud es hermosa", dice Samadi. "Lo único que me preocupa es cómo lo consigamos. Si se estructura bien, será fantástico. Lo que me preocupa es de dónde saldrá el dinero extra y cómo afectará al sistema actual. América es líder en medicina y tecnología, y muchos investigadores están en la frontera de sus especialidades médicas. No quiero que eso pare, o que por culpa del coste un paciente tenga que esperar más en una lista de espera para ser operado. Si logramos otros 40.000 millones de dólares para mejorar la calidad del sistema, será fantástico. Pero si se sacrifica la calidad por la cantidad, no será una buena idea". El dinero abre el acceso a los buenos médicos, desde luego, pero para Samadi es falsa la idea preconcebida de que no se atiende a los pobres (en Nueva York hay clínicas que atienden gratuitamente a las personas que carecen de seguro médico, entre ellas un centro del Monte Sinaí que ofrece cuidados sanitarios a adolescentes). Samadi señala los programas gubernamentales como Medicare o Medicaid que cubren a colectivos con bajos ingresos.
Cuando le hablo del sistema de salud español, que atiende a todos, responde. "Es muy similar aquí, lo que ocurre es que no es oficial. Nadie se muere en las calles de EE UU porque no tengan cuidados médicos. Acaban en las salas de urgencias y se les trata. He trabajado en esas salas en el pasado, y no se echaba a patadas a la gente si no estaban asegurados". Samadi ha llegado a realizar operaciones gratuitas, e insiste en que lo que hace no tiene precio. "Curar a la gente de cáncer no es algo mecánico. No vas a ganar esa batalla simplemente quitando la próstata y enviándolos a casa. El 90% reside en la mente, pensar que vas a ganar, que hay vida después de un cáncer de próstata. Estoy aquí para ayudarles a saltar esa brecha y llevarlos al otro lado, para que disfruten de la vida con su mujer. Hoy es la cirugía robótica, en el pasado fue la laparoscopia, la modalidad cambia. Es el trato al paciente, no infundir falsas esperanzas. Tienen que saber que no están solos".
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