Charlotte Tilbury, la maquilladora que levantó un imperio de mil millones: “Muchos dijeron que fracasaría”
Estrellas como Kate Moss y Penélope Cruz confían en ella. Maquilladora de las celebridades y empresaria superventas, la reina del ‘glow’, la mujer que le ha puesto un filtro de belleza al mundo se crio en Ibiza y habla español
Charlotte Tilbury (Londres, 51 años) tiene una fijación por las pestañas que va más allá de su profesión de maquilladora. Esos pelillos del párpado le fascinan desde niña, cuando se embelesaba con una fotonovela española. “De pequeña en Ibiza no solo leía ¡Hola! o Vogue, me gustaba esta novela en la que salía una chica con unas pestañas increíbles. Yo las analizaba, estaba obsesionada y me acordé mucho cuando terminé creando máscaras de pestañas. Observaba cómo contornean y afectan a la arquitectura de la cara por la luz y la sombra”, explica. Tilbury nos atiende durante sus vacaciones en las Baleares. Decir que habla apasionadamente de sus productos y de sí misma no alcanzaría a describir la entrega con la que se explaya al otro lado de la pantalla desgranando y analizando cómo ha llegado a convertirse en una estrella del maquillaje o el éxito de su marca.
Tan inglesa como las mejillas arreboladas de Lady Di, Tilbury se crio en Ibiza hasta los 13 años, hija de un padre artista y una madre dedicada a la producción: “Siempre me he sentido un poco española, spanglish”, bromea en un castellano casi perfecto, aunque la conversación se desarrollará en inglés. El entorno creativo de la isla marcó sus años de formación y compensó que en su casa prescindieran de la tecnología más básica: “Estando sin electricidad te fuerzas a ser creativo, a pintar o a usar tu imaginación. Uno de mis juegos favoritos era disfrazarme; teníamos pósteres de Marilyn Monroe o Greta Garbo y las imitábamos. Y luego estaban los clubes nocturnos en los que la gente se arreglaba con unas combinaciones alucinantes. Jean Paul Gaultier, por ejemplo, solía estar por allí. Todo supuso una tremenda inspiración”. En la isla pitiusa coincidía además con Mary Greenwell, entonces maquilladora de Diana de Gales y habitual en los desfiles, que le descubrió que el color podía derivar en profesión. Fue ella quien le aconsejó estudiar en el Glauca Rossi Makeup School y la que la acogió como pupila en los años noventa, cuando las pasarelas marcaban el ritmo y el rumbo de las tendencias en moda, pero también en belleza.
El escenario ha cambiado desde que Charlotte Tilbury se estrenó con la brocha, han pasado más de 30 años en los que ella misma se ha convertido en uno de los nombres más relevantes de la industria y reputada empresaria. Celebridad en sí misma, su inconfundible melena pelirroja suele aparecer en los espejos de los selfis de todo tipo de famosos: de Kate Moss (madrina de sus hijos) a Penélope Cruz, Naomi Campbell o Salma Hayek. Jennifer Lopez adora sus polvos compactos y Jennifer Aniston da nombre a uno de sus labiales. “Elton John y George Clooney compran Magic Cream porque transforma el cutis rápidamente”, revela. La crema fue uno de los primeros productos de su firma homónima: para revitalizar la piel de las modelos antes de los desfiles, la británica preparaba su propio ungüento que derivó en la base de este superventas del que hoy despacha un frasco cada minuto. Hace un par de décadas ya escribían en The New York Times que su capacidad para transformar a simples mortales en diosas hacía de ella una de las maquilladoras más solicitadas. Lanzó la marca en 2013 y en 2018 la reina Isabel II la condecoraba con la Orden del Imperio Británico. Antes, su experiencia entre bambalinas le valió el encargo de idear el maquillaje para Tom Ford, fue directora creativa de Helena Rubinstein y desarrolló productos para Armani.
Una parte del éxito de Charlotte Tilbury se explica porque no solo mira al lujo o a las celebridades, que también, pero lo combina con una visión más accesible. En la propia concepción de su negocio está el aproximar ese mundo resplandeciente de estrellas. En 2012 supo ver el potencial de las redes sociales y lanzó un canal de vídeos en YouTube en el que comparte trucos de manera cercana y en el que, de paso, mide los deseos de su público. Ahí sus contenidos acumulan más de 117 millones de visualizaciones, pero la cifra crece exponencialmente con los que generan a diario sus seguidores. El año pasado su nombre (y marca) se convirtió en el tercero más mencionado en redes, solo por detrás de Mac y Dior, según el ranking sobre firmas cosméticas que elabora la compañía de software Launchmetrics. “Lancé mi marca con el objetivo de desmitificar y democratizar, para crear productos a prueba de errores. Un espacio que diera confianza. Porque el maquillaje trata de eso, esa fue mi visión”, dice Tilbury. Una empresa que ahora cotiza en el Ibex: en 2020 vendió una participación mayoritaria al grupo español Puig por una cifra cercana a los 1.000 millones de euros, según publicaron Reuters y Bloomberg. Eso sí, Tilbury se aseguró de mantener el control y la consejera delegada que la acompaña desde los inicios, Demetra Pinsent, sigue al cargo. “Yo soy la presidenta, la fundadora y la directora creativa de la marca que lleva mi nombre. Dicho esto, en Puig crean un ambiente increíble para que las firmas crezcan; respetan la creatividad de lo que hago. Me permiten mantener el liderazgo”.
Una colorida industria con sus propias sombras
Es fácil menospreciar el maquillaje, relegarlo a asunto femenino y, por lo tanto, frívolo. “Al igual que la ropa que nos ponemos, cómo nos presentamos al mundo afecta a cada aspecto de nuestra vida”, reflexiona Jill Burke, historiadora de la Universidad de Edimburgo y autora de Cómo ser una mujer del Renacimiento. Mujeres, poder y el nacimiento del mito de la belleza (Crítica, 2024). “Se puede ver a lo largo de la historia y en la actualidad. Es interesante plantearse preguntas sobre cómo la gente se transforma para alcanzar un ideal cultural, para transmitir su individualidad o para expresar pertenencia a un grupo”, añade. En redes sociales las opiniones sobre el maquillaje, al igual que sobre cualquier tema, se polarizan: las que lo acusan de alimentar inseguridades y las que lo defienden como vía de expresión. Quizá en ambas haya parte de verdad: “El maquillaje no nace capitalista, sexista o normativo”, escribe Daphné B. en Maquillada, ensayo sobre el mundo y sus sombras (Blatt&Ríos, 2022), “se asocia tradicionalmente con las mujeres y son las mujeres las que suelen ser el público objetivo de las empresas. Al ver solamente una manifestación de la decadencia humana en la cultura de la belleza, encerramos el maquillaje en una versión sexista que asocia los estragos del capitalismo con las mujeres, y más particularmente con el cuidado del cuerpo. Por supuesto es parte de nuestro sistema económico. Es un producto, pero también es una práctica cultural”.
La cosmética de color forma parte de una industria, la de la belleza, presente a diario en el día a día de millones de personas y que en 2022 facturaba unos 388.000 millones de euros según la consultora McKinsey & Co. Se espera que crezca a un ritmo del 6% anual hasta 2027, pero en España —donde da trabajo a 42.000 personas— el año pasado ese porcentaje se duplicaba hasta el 12% según Stanpa (Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética). Un aumento que se explica en parte por la recuperación tras la pandemia, pero también, analiza Óscar Mateo, director de conocimiento y estudios de mercado de la asociación, porque “se trata de una expresión más de la actual tendencia e interés del consumidor de sentirse bien, relacionarse y reforzar su autoimagen empleando productos como los de esta categoría”. Nuestro país, actor principal en el sector como segundo exportador mundial de fragancias solo por detrás de Francia, tiene aún margen de mejora en la cosmética de color: “En 2023 se exportaron 235 millones de euros, un 5% más que el año anterior”, apunta Mateo.
Cuando Tilbury aterrizó con su marca, el sector era mucho más restringido; pocos auguraban este crecimiento: “Cinco compañías y muchos inversores individuales me dijeron que fracasaría, que el mercado ya estaba copado. Pero yo sabía que había sitio, que los productos disponibles no eran lo suficientemente buenos, que quedaba margen para la innovación”, recuerda. Hace 15 años, los analistas sentenciaban al segmento como saturado, hasta que llegaron las redes sociales a expandirlo. Especialmente TikTok, donde los vídeos sobre belleza se encuentran entre las categorías más vistas, según Statista, doblando a populares áreas temáticas de la historia de la viralidad como recetas o animales. El maquillaje ya no es solo un artificio, sino una manera de ponerse en escena en la pantalla mientras se habla de un desamor o de la última serie. Se ha convertido en contenido para ser consumido como entretenimiento. “Muchos encuentran relajantes los vídeos en los que se aplica maquillaje, que es esencialmente pintura; es casi como ver a Bob Ross”, dice la historiadora del arte especializada en historia del maquillaje Hillary Belzer, creadora del espacio virtual The Makeup Museum. “La gente encuentra satisfactoria la transformación, el antes y después”, añade. Además, la experta señala el placer casi voyerista de observar a alguien arreglarse. Un divertimento que no es nuevo, recuerda: “En el siglo XVIII en Europa, la realeza permitía que unos elegidos entraran en sus habitaciones privadas para verlos hacer su toilette, su aseo, era un privilegio. Una muestra de estatus y riqueza, no muy alejada de los vídeos actuales de influencers mostrando cómo se preparan”. Un atractivo escenario en el que Charlotte Tilbury encaja como pocos sus productos: “Vivimos en un mundo visual en el que todos pasan muchas horas en sus teléfonos, en Instagram, en Zoom, mirándose a sí mismos, viéndose en un espejo. Creo que es una época en la que cualquiera vive sus cinco minutos de fama en los que puede corroborar lo poderoso que es el maquillaje o el cuidado de la piel”.
Factores de éxito
La viralidad es clave, pero se revela insuficiente para mantener las ventas. Sobre todo, en cosméticos que no están entre los más económicos (36 euros un labial, 55 euros una paleta de cuatro sombras o 95 euros la versión estándar de su crema superventas). “Es una marca que una vez que se prueba genera mucha lealtad; sus ventas continúan creciendo año tras año”, revela Marisa Espinosa, directora de oferta y merchandising en Sephora, “desde sus inicios ha contribuido muy positivamente al desarrollo de la categoría make up en Sephora y por tanto en el mercado nacional. Con el paso de los años no solo no ha perdido relevancia, sino que cada vez ha originado más adeptos y clientes fieles”. Una devoción que sería impensable sin partir de un buen producto. “Cuando empecé a desarrollar para otras compañías y entré en los laboratorios con los científicos, vi que había bastante margen tanto comercial como creativo para innovar. Por ejemplo, con mis Airbrush Flawless Finish: no inventé los polvos compactos, ya existían, pero me frustraba con los que había porque quedaban apelmazados, se cuarteaban, marcaban las líneas de expresión… yo quería unos que fueran suaves, que difuminaran como un filtro. Con mis desarrolladores se me ocurrió la idea de imitar el efecto de un aerógrafo y formulamos un producto que combinaba maquillaje y tratamiento, un híbrido que entonces casi nadie hacía. Hoy estos polvos son número uno en Estados Unidos, en Europa y en Tmall en China. Cogí una categoría que parecía madura y provoqué una disrupción”, explica Tilbury.
Una filosofía que aplica tanto a los productos de maquillaje como a los cada vez más numerosos cosméticos de tratamiento, como esa Magic Cream que tanto gusta a Clooney o los recién lanzados Immediate Eye Revival Patches: unos parches para borrar el cansancio del contorno de los ojos. “Creo que entiendo bien el cuidado cutáneo, porque la piel es el lienzo sobre el que trabajo. Su textura y su calidad son tan importantes como el maquillaje. Cuando estaba en el backstage de los desfiles no tenía 28 días para mejorar la piel de las modelos, a veces tenía 28 segundos. Estaba, por ejemplo, en el de Chloé y me pedían un acabado natural y una piel jugosa y lo querían ya porque estaba llegando Anna Wintour. En esos momentos sacaba el tarro de crema que había preparado”. Precisamente la todopoderosa editora Anna Wintour decía en el documental The September Issue que la moda tiene algo que pone a la gente nerviosa. Podría haber añadido que la belleza también. Y ahí radica otra de las fortalezas de Tilbury, capaz de presentar el color sin intimidar: “Para acercar el maquillaje, los productos tienen que ser fáciles de usar y de elegir”, dice. Por eso su tienda online está repleta de consejos y trucos, pero también de artículos agrupados para conseguir determinado efecto. Algo similar ofrece en las fragancias que lanzó hace seis meses como primer resultado palpable de su alianza con Puig, maestros en el universo olfativo: seis jugos fabricados en España que se pueden filtrar con un test en la web. “En Puig tienen la mejor tecnología y son geniales con los extractos. Trabajé con un neurocientífico y con los mejores narices para descubrir cómo funciona el olfato y desarrollar aromas que potencian sentimientos”, agrega la inglesa.
Vías diversas para encapsular la idea de glamour en un par de vaporizaciones o en varias pinceladas al alcance de la mayoría. “Aunque el brillo de Hollywood como herramienta de marketing se remonta muchas décadas, desde Max Factor, Tilbury lo ha sabido actualizar para las generaciones más jóvenes”, comparte la historiadora Hillary Belzer. “Tomó la estética clásica del mundo del celuloide y la hizo parecer sencilla y moderna. Cualquiera de nivel medio puede lograr un acabado que imita al de las estrellas (o al menos algo parecido frente a la cámara). Además, lanzó la firma en el momento perfecto en términos de redes sociales y es muy hábil aprovechándolas. Sabe cómo trabajar con personas influyentes para que un producto se vuelva viral”. Tilbury conquista a las nuevas generaciones en TikTok, pero también a las mayores. Zetas y boomers confluyen frente a sus mostradores o en sus campañas en las que aparecen Bella Hadid, Twiggy o Joan Collins: “En una reunión para ver cuál iba a ser nuestro target dije que cualquiera entre 18 y 88 años. Todos se rieron de mí, pero mi idea era dirigirme a todos. Soy una marca de lujo, pero soy diferente a otras marcas de lujo en el sentido de que aquí cualquiera se puede sentir acogido. Lo maravilloso del maquillaje es que, aun siendo un producto de lujo, puedes acceder a él. Mi propuesta era hacer cosas que sentaran bien a todos los tonos de piel o a todas las edades. Por ejemplo, un producto que se hunde sobre las líneas de expresión puede servir si tienes 18 años, pero quizá no si tienes 50. Los míos se los recomiendan las nietas a sus abuelas o las hijas a sus madres”.
La artista tuvo la sensibilidad para adelantarse a movimientos que se han ido asentando. Como se ve en sus embalajes, en los que triunfan sin rubor rosa o dorado. Una iconografía que hasta hace no mucho era denostada, la estética girly (lo que tradicionalmente se ha entendido como “de chicas”), que ahora las redes reivindican y el mercado aplaude con lucrativos fenómenos como Barbie o Taylor Swift. “La gente pensó que estaba loca, pero luego vinieron muchos a hacer lo mismo. Fui disruptiva en cada área del producto o experiencia del cliente, desde los locales hasta los mostradores, que antes eran negros y nada divertidos”. Desde luego no puede ser acusada de falsa modestia. “Ahora, cuando vas a una tienda, puedes ver que ha cambiado. Agité el mercado de los embalajes o los expositores; los míos son como tocadores o mundos de fantasía”, añade Tilbury. A juego con su personalidad que a diario hechiza a millones de personas. La periodista de The New York Times y autora de Red Lipstick: An Ode to a Beauty Icon, Rachel Felder, lo sintetiza así: “A la marca de Charlotte Tilbury la empuja la autenticidad. Está su vasta experiencia como maquilladora, por supuesto, sus elegantes amigas de perfil elevado, además de su propia apariencia y personalidad. ¡Esa melena!, su maquillaje de ojos inspirado en los años sesenta… Sabe encontrar el equilibrio justo entre accesibilidad y aspiración, tanto en los envases como en los propios productos (y su facilidad de aplicación) o en su precio”.
No es la primera etiqueta lanzada por un maquillador famoso, antes estuvieron François Nars o Bobbi Brown, ni será la última. Quizá sí la más implicada. Le gusta controlar y viajar por los puntos de venta para comunicar a sus vendedores cada lanzamiento. Solo que los puntos se han multiplicado y la londinense aún no. Pero está en ello: “Soy solo una persona, pero me gustaría analizar la cara de todos, así que quiero convertirme en un algoritmo y enseñarle a pensar como yo, que al ver un rostro puedo analizar automáticamente una serie de proporciones. Con mis ingenieros estamos trabajando en esto”. En su aplicación ya hay una buena muestra del desarrollo y funciones que mejoran a la propia experta: “Puede identificar el tono de base mejor que el ojo humano; porque yo tendría que colocarme junto a una ventana para saberlo”. El algoritmo tiene tarea, porque ella posee esa visión desde pequeña, lo que lleva de vuelta a Ibiza: “Siendo mi padre artista entendí pronto la diferencia entre luces y sombras; al final, el maquillaje está hecho de contrastes, simetrías y proporciones”. A técnicas clásicas como la pintura agregó el destello de las estrellas y brillo en todas sus acepciones: “Me han descrito como la reina del glow y diré una cosa: la gente hace bien su trabajo porque el brillo siempre ha sido mi obsesión”.
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