Reino de las abuelas
Llegamos al Reino de las Montañas, ese desconocido islote en medio de Suráfrica que sufre una de las tasas más altas del mundo de infectados por el virus del sida, en torno al 23% de la población, sólo por detrás de Suazilandia y Botsuana. El deterioro de la sociedad es tal, que el Reino de las Montañas se está convirtiendo en el reino de las abuelas. Ellas son ahora la espina dorsal: las abuelas se hacen cargo de sus nietos y nietas porque muchos padres y madres, la generación intermedia, han fallecido por la enfermedad. Y ahí están ellas, dignas, con la cabeza bien alta, como la abuela de Maine, de siete años, que nos recibe en su humilde cabaña, en una comunidad de 20 familias. Cuando el niño posa para las fotos con su gorro de lana, su cazadora vaquera, sus botas de goma y su palo -en Lesoto, buena parte de sus habitantes son pastores, sólo hay un 19% de población urbana, y viven todo el año envueltos en una manta y con un cayado en la mano-, parece un hombrecito que le devuelve la mirada a su abuela, como diciéndole: tú, cuídame ahora, abuela, que soy muy pequeño, que dentro de cinco años ya me haré yo cargo de ti, y te cuidaré y te defenderé, y te traeré la luna y las estrellas y lo que haga falta. Porque el cielo queda más cercano en este pequeño país, que se sitúa todo él a más de 1.000 metros de altura, y donde apenas hay coches ni ruidos ni electricidad ni teles ni radios en ninguna de las comunidades que visitamos en una región del norte (no damos más datos para proteger el anonimato del menor).
Artículo 6 de la Convención sobre los Derechos del Niño
Todos los niños tienen el derecho intrínseco a la vida. Los Estados garantizarán en la máxima medida posible la supervivencia y el desarrollo de niños y niñas
Abuela y niño son seropositivos, pero su estado de salud es bueno; reciben tratamiento de antirretrovirales gracias a un programa de colaboración de Unicef con el Gobierno. La abuela se infectó cuando cuidaba de su hija, que murió en 2005. Reconoce que no sabía qué enfermedad padecía y por eso no adoptó ninguna precaución con la sangre de su hija. Apenas poseen nada abuela y niño, viven de lo que les dan los vecinos, familiares y ONG, y de algo que saca la abuela haciendo pequeños trabajos para otros y elaborando cerveza (es habitual en Lesoto: casas donde se fabrica cerveza artesanal; para identificarlas, suele ondear una bandera en la cabaña).
Aparte de la extensión del tratamiento, por lo menos ya se habla de la epidemia. Porque hasta hace sólo tres años era tabú, y en las zonas rurales la gente moría y moría, pero nunca se decía de qué, no se tocaba el tema. Los enfermos quedaban estigmatizados. De hecho, aún hoy día, cuando preguntamos las razones de la muerte de las madres de los niños que visitamos, nos dicen: VIH. Pero cuando preguntamos la del padre, la respuesta siempre es una: no se sabe. Y son ellos los principales agentes de la infección. La falta de trabajo en Lesoto lleva a muchos hombres a las minas y obras de Suráfrica; desahogan frustraciones y cansancio en prostíbulos, sin tomar medidas; y al regresar a sus casas se llevan puesto el virus, que transmiten a sus esposas, que siguen pariendo y trayendo al mundo niños con VIH (la media de hijos por mujer en las zonas rurales es de seis).
Maine, el hombrecito, nunca ha ido al colegio. El equipo de Unicef que nos acompaña se propone cambiar eso. Le compramos zapatos, un uniforme, una pequeña mochila, libros y cuadernos, lápices y goma de borrar para que el próximo curso se apunte. La abuela está de acuerdo. Hasta ahora no lo había enviado porque le veía demasiado chiquitito y frágil. La cabaña está rodeada de melocotoneros y albaricoqueros en flor. Es septiembre y comienza la primavera en Lesoto. La expresión de digna satisfacción de la abuela, su alegría cuando observa al niño quitarse las botas de goma que lleva día y noche para colocarse los zapatos, nos hace ver los melocotoneros y albaricoqueros aún más brillantes. Rosas, a pesar de tanta desgracia. Se agita fuerte el viento en las montañas y el polvo difumina el paisaje y los perfiles de las cabañas de adobe. Maine se ha puesto los zapatos con el pie cambiado; siempre lo hace, dice su abuela. Ríe y se los recoloca. Insiste el niño en estrenarlos para la sesión de fotos, entre maletas. Es así su casa, todo recogido en maletas, como si estuvieran en permanente mudanza, cuando lo cierto es que la vida de la mayoría de los habitantes de este tierno país transcurre entera en el mismo pueblo.
Presidiendo la estancia donde tomamos la foto, un gran reloj. Extraño en África, donde la luz y la oscuridad marcan el ritmo del día a día. La abuela nos explica por qué: para tomar puntualmente las dosis de la medicina frente al VIH.
"Cuiden unos de otros" Le pedimos a Maine un mensaje para los niños del mundo. Nos miró, bajó la cabeza, nos volvió a mirar y se escondió tras la falda y la manta a cuadros de su abuela. Fue ella quien nos respondió: "Que todo el mundo acepte a la gente enferma, y que cuiden unos de otros".
Sida
En el mundo, la incidencia del VIH en adultos de entre 15 y 49 años es del 0,8%. Alrededor de 15 millones de madres están infectadas, con el riesgo de que transmitan el virus a los hijos que tengan. En 2007, el 35% de estas mujeres recibían tratamiento para prevenir el contagio a sus hijos; en 2008 ese porcentaje subió al 45%. Lesoto. En este país africano, el zarpazo de la pandemia afecta al 23,2% de los adultos de entre 15 y 49 años. Hay 105.000 madres infectadas.
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