Despoliticemos el cine
Jaime Rosales, ganador de los 'goyas' a la mejor película y al mejor director con su filme 'La soledad', reflexiona en este texto sobre la "estéril polémica" sobre el sector en España y apoya el desarrollo de la norma ministerial
Existen dos hechos innegables cuya concomitancia merece una explicación. El primer hecho: el cine español -es decir, las producciones españolas que hacen los españoles dentro y fuera de España- es razonablemente bueno. Tiene una buena acogida internacional tanto de público como de crítica; posee figuras importantes en todos los ámbitos de la producción, con directores, actores, técnicos y productores de renombre internacional; y está en sintonía con el peso de nuestro país en el mundo.
El segundo hecho: el cine español no goza de buena prensa. Entiendo el concepto de prensa en un sentido amplio; en el sentido de opinión generalizada dentro del conjunto de la sociedad, más allá de la opinión específica de los medios de comunicación. Cabe preguntarse: ¿por qué? ¿Qué provoca esa animosidad? Los hoteles pierden clientes; los fabricantes de coches, también; las constructoras, no digamos; y ellos también reciben subvenciones. ¿Por qué esa especial negatividad con el cine? ¿Por qué siempre tanta polémica? Me aventuro a dar una explicación. Aunque no sea una explicación del agrado de muchos. El motivo por el que el cine español es tan polémico es por que una parte importante del colectivo que lo representa se ha significado políticamente en exceso. En un país tradicionalmente muy dividido ideológicamente, por los motivos que de sobra nos son conocidos, eso equivale a perder la mitad del público potencial y la mitad de la opinión favorable dentro de los medios de comunicación. ¿Qué pasaría si Zara o El Corte Inglés o Seat se significaran políticamente apoyando un partido? Lo mismo: perderían al 50% de su clientela potencial.
En un país tan dividido, significarse políticamente es perder espectadores
La orden ministerial no perjudica a las pequeñas producciones
Una sociedad que da dinero público por amiguismo tiene un tumor
La nueva orden no es perfecta: no es justo bonificar a las mujeres por serlo
Más allá de cuestiones mercantiles o mercantilistas, el que un colectivo profesional, en este caso los profesionales del cine, apoyemos determinadas facciones políticas y que esperemos luego recibir una contraprestación por ese apoyo, es algo tremendamente perjudicial para el sector y para la salud democrática del país. Esto es verdad sea cual sea su opción política. Una sola excepción admitiría la movilización colectiva de toda la industria del cine: el caso de una sociedad bajo una dictadura no democrática. En ese caso, y sólo en ése, la lucha contra el régimen se convierte en un deber moral ineludible.
Como ya no ocurre en nuestro país, pues gozamos de una sociedad democrática relativamente sana y respetuosa, opino que es igual de erróneo apoyar públicamente a una facción política que a otra. Por supuesto, cada individuo en democracia puede expresarse políticamente, faltaría más. Pero, desde mi punto de vista, la correcta expresión política del individuo en democracia reside en la facultad que le otorga el voto. Esa expresión y ese apoyo a un partido, ese derecho democrático irrenunciable e irrevocable, debería ejercerse siempre dentro de la esfera privada y no de la pública. La esfera pública de lo político debería permanecer dentro del ámbito exclusivo de los profesionales de la política, es decir, de los políticos y de los medios de comunicación. De lo contrario, todas las ramas de la actividad humana acabarán quedando contaminadas por la política partidista. Esto es lo que está ocurriendo, desgraciadamente, en nuestro país en todos los ámbitos y muy particularmente en el cine. Ésa es mi explicación a la negatividad que produce el cine en una parte de la ciudadanía en la actualidad de nuestro país. ¿Es una explicación simplista? Tratemos de imaginarnos todos cómo sería recibido el cine en España si no estuviera tan comprometido políticamente.
Cuestiones particulares
En estos momentos se está elaborando una nueva y polémica orden ministerial para la regulación de las ayudas a las películas españolas. Parte de esa polémica viene del hecho de que un conjunto de cineastas, compañeros muchos de ellos y amigos, han firmado una proclama. El motivo por el que yo no he firmado es que la proclama no es fiel a la verdad. Sean amigos o no, les guste o no oírlo, no es cierto lo que dicen: la nueva orden no perjudica a las pequeñas producciones en beneficio de las grandes. Lo que hace es separar -y en este caso como en muchos otros, separar es ordenar, de ahí que se trate de una orden ministerial- unas cosas de otras. La nueva orden sí permite que se realicen pequeñas producciones, por supuesto que lo permite, y lo hace por un cauce: el de las subvenciones sobre proyecto aprobadas por un comité. La aprobación por parte de ese comité exonera a la producción de todo tipo de performance posterior. No tiene mínimos de calidad ni de espectadores.
El número de películas pequeñas subvencionadas es mayor que con la ley anterior y las cuantías, también. No entiendo las quejas. La orden fomenta también la realización de películas grandes -de más de 2 millones de euros- por otro cauce: el de la ayuda automática, siempre y cuando se alcancen los 75.000 espectadores. Un productor que no desee someterse al caprichoso fallo de una comisión podrá optar automáticamente a esa ayuda siempre que su película obtenga ese mínimo de espectadores. Se recibe más dinero, de manera más fácil, pero se tiene que lograr un resultado a futuro en taquilla. Parece justo, ¿no? Esta orden -imperfecta, como todas- lo que intenta es reorientar y reducir la producción. Aunque no a costa de las pequeñas, como aducen mis compañeros firmantes, sino a costa de las medianas. Es innegable que se hacen más películas de las que el público demanda y de las que el mercado puede absorber. Eso es una realidad y algo hay que hacer al respecto, especialmente en el periodo de crisis actual, en el que los recursos son escasos.
Las películas medianas no gozan de prestigio crítico, ni del favor del público. ¿Por qué deben ser subvencionadas? ¿En base a qué? No son ni buenas, ni baratas. ¿A quién le interesan estas películas más allá de quienes las realizan? Y esto me lleva a hablar de algo que va más allá de esta orden en concreto. Tiene que ver con una mala comprensión de lo que es la cultura y de lo que es el arte. Y de qué criterios deberían regir la cultura y el arte.
Contrariamente a lo que he escuchado muchas veces, hacer una película no es un derecho. Es un derecho en abstracto, claro, como también lo es ir a la Luna, ser catedrático o montar un bar. Todo el mundo tiene el derecho a ir a la Luna, a ser catedrático o a montar un bar. Que ese derecho se convierta en una realidad no tiene que ser responsabilidad del Estado; tiene que ser el resultado del conjunto de acciones y méritos de un individuo para lograr materializar ese deseo-derecho abstracto en una realidad. Los poderes públicos, si se quieren justos, deben facilitar que lo logren aquellos individuos que más méritos hayan demostrado.
Primar los resultados
De ahí la importancia no sólo de conceder ayudas, sino de vincular la concesión de ayudas a la obtención de resultados. Una sociedad que mantiene una red de individuos que logran acceder a ese dinero público sin haber hecho otro mérito que el amiguismo y el clientelismo político, y que el trabajo resultante sea pobre en calidad, es una sociedad con un tumor. Es una sociedad injusta, y la ciudadanía expresará su desacuerdo. No es justo que el que haga menos méritos pase delante del que hace más. Como tampoco es justo que pasen unas personas por delante de otras por motivos de raza, sexo, ideología o religión.
Por eso la nueva orden no es perfecta ni justa en otro de sus apartados: el del erróneamente denominado Ley de la Igualdad. Que las directoras tengan una bonificación sobre los hombres, simplemente por su condición sexual, no es justo. Como tampoco lo sería que lo tuvieran los hombres de etnia negra, o las mujeres de religión musulmana, o los gallegos que hablan gallego. Y todas estas protecciones especiales no son otra cosa que el resultado de la presión ejercida por un lobby concreto. Cuidado. Lo mejor para las mujeres -como para el conjunto de la sociedad- no es que más mujeres dirijan películas, ni que vayan a la Luna, ni que sean catedráticas o que abran bares. Lo mejor para las mujeres -y para el conjunto de la sociedad- es que las mejores mujeres y hombres accedan a los mejores puestos y oportunidades.
Por cierto, y para acabar, la última película que he ido a ver y que me ha conmovido es Frozen river. Y no es buena porque la haya dirigido una mujer. Es buena porque su directora tiene talento. Y la última de Pedro Almodóvar: Los abrazos rotos. No es buena por ser española, sino por ser la obra de un gran maestro en estado de gracia. Por eso, despoliticemos el cine. Saldremos ganando todos: cineastas y espectadores.
Mañana, artículo del cineasta Manuel Martín Cuenca (La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas), uno de los firmantes del Manifiesto contra la orden.
Babelia
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