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Entrevista:

Una batuta para cambiar el mundo

Jesús Ruiz Mantilla

Para doña Engracia, su abuela, lo que el inquieto Gustavo Dudamel hacía con sus muñecos Lego dentro de la habitación era todo un misterio. Pedía montones, los coleccionaba obsesivamente. Pero no para jugar a hacer obras públicas, a los hospitales, a los piratas o a los bomberos. Los ordenaba por filas, en semicírculo, y les hacía escuchar música. Cuando se iba al colegio, cerraba la puerta y avisaba: "¡No me desordenen nada!". Cualquier desliz, cualquier tropiezo, podía desarmar su delicada orquesta de juguete.

Aquellos monigotes de plástico fueron sus primeros músicos. Los que le sirvieron de ensayo para que él definiera una vocación que hoy ha valido a este venezolano de 28 años ser la primera estrella despuntante de la dirección de orquesta del siglo XXI.

"Sé quién soy y quién quiero seguir siendo cuando llegue a Los Ángeles"
"El sistema musical de venezuela forma, ante todo, ciudadanos responsables"
"La tradición encorseta. Aportamos una visiónde la música sin límites"

En la dictadura de los clichés, la música clásica está rodeada. Para quien piensa que es un mundo perdido en manos de iniciados, pedantes y elitistas, la sonrisa de Gustavo Dudamel supone toda una ventana abierta. A aquellos que creen que las sopranos tienen que ser gordas; los pianistas, unos románticos, y los directores de orquesta, seres irascibles, circunspectos y déspotas sin un ápice de sentido del humor, la personalidad de Dudamel les dejaría sin habla.

No tiene humos raros. Es capaz de levantar al público y ponerles a bailar el mambo. Lleva en la sangre esa porción marchosa y picante que su padre, Óscar, ha sabido transmitirle después de haber sido trombonista en varias orquestas latinas de Venezuela. Así que Gustavo cree sobre todo que la música es alegría, emoción y otra cosa: apostolado para cambiar el mundo. Pero además cuenta con suficiente carácter como para dominar una increíble ola de sonido y energía de 200 músicos menores de 25 años en un auditorio. Los que suelen componer la orquesta estrella Simón Bolívar, la joya del sistema venezolano, de la que él es titular.

Fue en ese entorno donde Dudamel se formó. Desde muy joven, desde niño, José Antonio Abreu, el inventor del método de enseñanza musical que ahora quiere copiar todo el mundo, supo que en aquel chamaco había un líder a quien pasar la antorcha, un continuador de su obra capaz de romper más fronteras de las que él nunca soñó. También lo vieron otros asiduos colaboradores del sueño de Abreu, que el año pasado ganó el Príncipe de Asturias de las Artes. Maestros como Simon Rattle, Claudio Abbado, Zubin Mehta o Daniel Barenboim. En muchas cosas puede que fallen o carezcan de olfato, pero en todo aquello que sea identificar la luz y el talento para dirigir, no hay nadie que les dé gato por liebre. Es la señal de los semejantes.

Raramente se habían topado con esa piedra preciosa que define radicalmente las cualidades de uno de los de su casta. Con el puro carisma en bruto, que en su caso resultaba tan asombroso y tan prematuro. La manera en la que lo percibieron en Venezuela cuando vieron a Dudamel no se podía comparar a nada. El propio Rattle se lo dijo a su abuela Engracia: "Señora, casos como el de su nieto surgen una vez cada 100 años". Aquello fue como encontrar el santo grial para un mundo en el que los públicos huían de las salas de conciertos y la obra de Bach, Beethoven, Brahms, Mahler, Chaikovski, languidecía sin remisión.

La carrera de Gustavo Dudamel hoy es como una montaña rusa. Todo el mundo lo quiere, todo el mundo le hace la corte. Los teatros, los auditorios y los festivales deben guardar riguroso turno para programarle. Pero él está tranquilo. "Yo lo llevo bien. Para mí es una felicidad lo que me está pasando", comenta después de un concierto en Colonia (Alemania), donde ha ido ya por segunda vez a dirigir una de esas orquestas con poso, con tradición de siglos, ante un público en el que dominan las cabelleras blancas. Da lo mismo. Los entendidos también le han bendecido.

Aunque no tengan nada que ver con los jóvenes de Venezuela o América en cualquiera de sus latitudes. Ése es el público que le venera. Allí donde Dudamel es una estrella latina potente. Una estrella que multiplicará su magnetismo cuando el próximo mes de septiembre entre como director titular de la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles, donde sustituye a Esa-Pekka Salonen.

En California, en la tierra del glamour y la fábrica del cine, le esperan con un entusiasmo digno de las épocas en las que Leonard Bernstein sabía conjugar, como pocos lo han hecho después, la música clásica con la cultura popular. En cierto modo, Dudamel es un pequeño Bernstein. Los Angeles Lakers le han diseñado una camiseta con su nombre. La cadena de comida rápida Pink le dedica un perrito caliente en el que se puede leer pintado con mostaza: Pink loves Gustavo. La prensa le ha bautizado como The Dude (el colega, el nota) y hasta hace poco chismorreaban con el dilema de dónde se iba a instalar en la ciudad.

Las atractivas pero un tanto peligrosas artimañas de la fama le esperan con los brazos abiertos. Puede que corra el peligro de dejarse llevar por ellas. Pero parece tener claro que todo eso no es más que una anécdota. Agradable, halagadora, pero una anécdota. "Soy consciente de quién soy y de quién quiero seguir siendo", asegura Dudamel. Tajante.

Él viene del sur. De una Venezuela comprometida con el arte como arma de desarrollo social desde hace más de 30 años. "La música, antes que nada, debe crear buenos ciudadanos. El sistema, en nuestro país, lo que forma son ciudadanos responsables con su comunidad", comenta Dudamel. Sus prioridades son claras. El sistema penetra en los lugares de mayor conflicto y peligro para sacar a los chavales de ese entorno. Barriadas donde reina el narcotráfico, el robo, la prostitución. Frente a la delincuencia y un futuro con muchas posibilidades de truncarse, les ofrecen un instrumento y una labor creativa en grupo. Eso supone un revulsivo para todo su entorno. La familia tiene de qué sentirse orgullosa. Antes que el infierno de la calle, prefieren el refugio de los núcleos. Los resultados son espectaculares: actualmente, 280.000 niños y jóvenes de extracción social baja se encuentran acogidos en él. "¿Qué hace la música en esos casos?", dice Dudamel. "El trabajo en grupo con la orquesta fomenta los valores comunes. Aprenden a escucharse entre sí, multiplican su sensibilidad. Se centran en la solidaridad, el humanismo, todo lo que hace que busquemos vías de escape al equilibrio social en un mundo caótico como es éste".

Por eso, por esa conciencia de sus raíces, el joven director huye de las tentaciones que produce la adulación de su nuevo destino y se centra más en los programas que piensa aplicar allí. Lo ve como un lugar estratégico. "Lo es, es un puente entre el norte y el sur. Está bien conectado para que empecemos a hacer cosas allá. Vamos a crear escuelas al sur de Los Ángeles, con chicos negros y latinos en las que enseñaremos música según las bases del sistema. Ya hay más de 200 apuntados y están funcionando dos orquestas". También su mentor Abreu lo quiere hacer en el Bronx de Nueva York y en áreas de Florida, donde los venezolanos mantienen una buena colaboración con la New World Symphony de Miami, que dirige Michael Tilson Thomas, también responsable de la Sinfónica de San Francisco.

Es una prueba más de que la fuerza latina en Estados Unidos resulta imparable. Ya, los del antiguo patio trasero pueden empezar a dar lecciones de lo que siempre se ha considerado un puro arte del norte. La música clásica. El sistema venezolano se exporta hoy a Italia, a Alemania, al Reino Unido, a España, a Japón. Los resultados cantan. Abreu, en sus más de 30 años de trabajo, ha conseguido montar al menos una orquesta en cada ciudad de Venezuela y ha salvado con la música de la pobreza y la marginación a más de un millón de jóvenes y niños que lo han integrado desde que este hombre lo creó.

Dudamel es la cara joven de ese proyecto. Una vez más, para los amantes del cliché, para quienes creen que en Venezuela sólo hay petróleo, culebrones, concursos de misses y populismo chavista, una sorpresa: ese país latinoamericano es la referencia mundial en la enseñanza de la música clásica.

El director es consciente de los orígenes. "Yo nunca dejaré Venezuela, ni mi actividad con la Simón Bolívar", afirma. Ni su casa en Caracas, ni esa devoción por Nuestra Señora de Barquisimeto, la ciudad donde nació, en el Estado de Lara. "Amo a mi país, vuelvo cada dos o cuatro meses como mucho. Veo su futuro con optimismo, como un lugar que quiere crecer y que es conciente de sus posibilidades", comenta. ¿Incluso sin salir del punto de mira en el que le coloca su presidente Chávez constantemente? Dudamel torea diplomáticamente las preguntas incómodas. "No me importa que me pregunten por Chávez. Hay muchas cosas en mi país que producen polémicas y pueden conducir al pesimismo, pero es que yo soy extraoptimista. Con la música hacemos cosas importantísimas, estamos construyendo un futuro lleno de valores. El sistema es todo un símbolo, una bandera para Venezuela", asegura.

Aunque también tiene otros refugios. Gotemburgo, por ejemplo. La ciudad sueca donde él y su esposa, Eloísa Maturén, bailarina y periodista, residen por temporadas. Allí, Dudamel se ocupa de la Sinfónica de la ciudad, que empezó a dirigir en 2005. Eso es lo que dice también su amigo el violonchelista Johan Stern, miembro de la formación. "En Gotemburgo se aparta del mundo, se aleja de la vorágine", comenta Stern.

E implanta, por ejemplo, su particular manera de comportarse en público con la música. Sus lenguajes gestuales, su reivindicación de la fuerza del grupo. Una cultura que él aplica con los saludos. Jamás se sube al podio para recibir ovaciones en solitario. ?Da todo el protagonismo a los músicos, a las secciones que han dominado en la interpretación?, comenta el intérprete sueco. Dudamel lo explica: "En Gotemburgo, la calidad humana de la gente hace que la música sea una experiencia muy profunda". En cuanto a quiénes deben recibir los aplausos, no hay duda para él. Los músicos que salen al escenario. "Ellos me proporcionan todo, yo sólo canalizo su esfuerzo. Ellos me dan la magia, yo la devuelvo".

También les transmite esa particular lucha contra los límites, tan esencial en él. "Así es como me educaron: sin límites", afirma. Lo que, por otra parte, le lleva a relativizar la tradición: "Nuestro continente es una parte del mundo que hasta ahora no se relacionaba con la música clásica", asegura Dudamel. "Aunque teníamos nuestras figuras, como Claudio Arrau, Teresa Carreño, Villalobos, Ginastera. También Barenboim o Martha Argerich. Pero eso es bueno, aunque no quiero que lo que voy a decir suene irrespetuoso. Yo creo que la tradición limita. Resulta difícil salir de ella, encorseta. Nosotros aportamos una visión de la música que no tenga límites, aunque eso no suponga estar en un permanente estado de clímax".

El problema, como siempre, es la fidelidad. La libertad entroncada en una base. Él la encuentra en la música y en el ejemplo de maestros históricos a los que admira: "A Karajan, por su control, su parquedad a veces; a Bernstein, por su entrega y su desnudez. Puedes quedarte con ambas cosas, aunque sean dispares. Pero también admiro a Erich y Carlos Kleiber, a Rafael Kubelik". Y a los maestros vivos que le han bendecido: "De ellos he aprendido la humildad que demuestran ante la música que interpretan".

El propio Barenboim lo ha seguido de cerca. Desde que daba sus primeros pasos y despuntaba ganando concursos internacionales como el prestigioso Mahler. "Gustavo tiene un talento sin límite", dice. "Pero su desarrollo depende únicamente de su voluntad y su disciplina. Puede hacer lo que quiera y puede llegar donde a él le dé la gana. Pero no debe olvidar que el talento es sólo nuestro alfabeto. Y conociendo el alfabeto no se lee el Quijote. Debe tener la fuerza y la voluntad para aprender de su propia reflexión sobre la música".

Lo de Abreu es caso aparte. Él le ha acogido como a un pequeño saltamontes. El maestro se dio cuenta rápido de sus dotes. "Tenía un talento creciente, era muy estudioso. Pero lo que más le distinguía era ese doble carisma que tienen muy pocos. Un doble carisma que transmite por una parte al público y por otra a la orquesta. Eso y la humildad con la que ha afrontado sus avances es lo que más le hace prosperar", asegura el creador del sistema venezolano. Abreu no sólo le enseña música. Lo cultiva, lo guía. "Me recomienda libros", comenta Dudamel. Le llama y le dice: "Te tengo unas prenditas". Y así es como le ha hecho leer cosas desde un compendio de varios autores que se titula Titanes de la oratoria hasta El diálogo musical, de Harnoncourt, o El mito del maestro, de Norman Lebrecht.

Pero de lo que más hablan es de música. "Sus enseñanzas han sido fundamentales. El uso de la memoria, por ejemplo. Para él hay dos tipos de maestros: los que tienen la partitura en la cabeza y los que tienen la cabeza en la partitura". Importante. Por eso, Dudamel trata de interiorizar la música para sentirse más libre. Ha sido así desde el principio, desde que le enseñara a dirigir su pieza más temprana: la Primera sinfonía de Mahler. Aunque él confiesa que se hizo director después de ver a Abreu dirigir la Segunda (Resurrección), una de las obras más descomunales de la historia de la música.

Pero él empieza a ser también un referente para sus compadres de generación. Un director español, Pablo Mielgo, estrecho colaborador del sistema, resalta de él su luz y su liderazgo.

"Desde el primer día que pisé Venezuela sentí que Gustavo es para el país la bandera triunfadora de lo que allí se está desarrollando, el orgullo de un pueblo, la punta del iceberg", asegura el madrileño. "Cuando cualquier joven se sitúa delante de una orquesta, con independencia de su nombre y lugar, siente la responsabilidad de cumplir un sueño e intenta transmitir o adquirir conocimientos. Sin embargo, hay un ingrediente que ni se aprende ni se compra. La luz. Ése es el milagro de Gustavo. Desde el primer momento que pisa un escenario, ilumina cualquier rincón de la sala con esa vocación sincera de entregar a través de la música aquello que vivió desde la infancia", añade Mielgo. Pero eso no le resta cercanía, según su amigo. "Uno se sienta a la mesa con él y le regala conversación honesta y humildad. No se vislumbra ni por un instante un ego petulante tan típico de grandes figuras de nuestro medio, sino que aparece el joven que desea compartir experiencias entre parranda y música de Simón Díaz".

La semilla Dudamel está dando también sus frutos. No es el único. Le acompañan lo que en Venezuela ya empiezan a conocer como dudamelitos. Abreu está orgulloso de esa generación emergente de directores venezolanos: "Gustavo ha conseguido empujar a otros jóvenes que ven la carrera de la dirección musical como una forma de prestigio. Detrás de él viene una pléyade, toda una generación". Los nombres de Christian Vásquez o Diego Matheus darán que hablar en el futuro. Dos figuras que Pablo Mielgo también ha tratado a fondo y compara: "Los dos tienen un gesto muy bonito, gran memoria y formación de cuerda (violinistas). Es curioso que se puede percibir claramente la influencia de José Antonio Abreu a la hora de dirigir en los tres. Cuando ves los vídeos de Abreu de joven, son muy similares".

Así que Dudamel, ese fenómeno que vino del Trópico, no es caso aparte. El chico de los rizos revueltos, la sonrisa amplia y el gesto firme es el primero de una lista que sigue. Tiene gracia. Se convirtió en director porque en su día no pudo tocar la trompeta al tener unos brazos finos como fideos y ahora transita el camino de los dioses del podio. Parece traer toda una escuela detrás. Una escuela fresca y desprejuiciada. Una escuela que, como ha explicado Simon Rattle, está poblada de músicos "sin sentido de culpa", que si se equivocan lo vuelven a intentar hasta que sale. Una escuela plagada de energía y savia joven. Llamada a salvar la música clásica del anquilosamiento y el desapego de los públicos más jóvenes. Una escuela abarrotada de futuro.

El músico Gustavo Dudamel dirigirá, a partir de septiembre, la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles
El músico Gustavo Dudamel dirigirá, a partir de septiembre, la Orquesta Sinfónica de Los ÁngelesFEDE SERRA

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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