Mi vida en una chabola
Se calcula que en el mundo viven en poblados marginales más de mil millones de personas. Poblados como éste, El Vacie, a menos de cinco minutos del centro de Sevilla, el segundo asentamiento chabolista de Europa y el más antiguo de España, con 76 años de historia.
Durante 21 días, 24 horas al día, seré una más de las aproximadamente 1.250 personas que conviven en El Vacie. Renunciaré hasta a la más pequeña de las comodidades para saber cómo es vivir en uno de esos asentamientos anclados en la Edad Media. Compartiré con ellos trabajo, casa y comida, durmiendo en alguna de las 50 chabolas o de las 90 casas prefabricadas que componen ahora este arrabal, y así poder mostrar su realidad en 21 días, el programa de reportajes documentales que BocaBoca produce para Cuatro.
"Mis hijos nunca fueron al colegio porque no sabíamos que había que llevarlos, antes no sabíamos eso", dice Manuel
"Nos piden que traigamos mascarillas, dicen que el polvo del vertedero da cáncery que los niños no pueden venir aquí"
La Chata se dibuja en la pierna un corazón atravesado por una daga, con el bolígrafo que traje para ir escribiendo a lo largo de estos 21 días. Escribe: "Tana, te quiero".
Hace tres años que Tana, su marido, está preso porque intentó robar un coche. "Era culpable. El que la hace, la tiene que pagar", dice.
La llevo mirando un rato, desde que empezó el tatuaje. La Chata es una gitana de cintura de avispa, con la cara manchada de tanto sol. Aprendió a leer y a escribir sola. Lo cuenta su padre, Manuel, un hombre bigotudo que es del Sevilla, pero nunca se despega de su gorra del Barça. "Nunca fue al colegio porque no sabíamos que había que llevarlos. Antes no sabíamos eso". La Chata tenía 20 años cuando su vientre ya había dado vida dos veces.
Hoy me ha tocado levantarme a las seis y media de la madrugada para encender la lumbre y hacer café para todos. Hay que caldear el ambiente para que los niños puedan vestirse y desayunar antes de ir al colegio. El único sistema de calefacción de esta chabola es una estufa de leña rescatada de la basura. El calor sólo llega al que se arrima, porque las chabolas no tienen puertas, o si tienen, no encajan. Y en ésta, donde voy a vivir 21 días, el tejado es una lona de plástico. Las paredes son tablones de conglomerado roído por la intemperie y ennegrecido por el humo de la estufa. De una pared cuelgan dos espejos, lo justo para peinarse. Frente a la estufa están los fogones de la cocina.
-¿En invierno también vestís aquí a los nenes, Lole?
-A veces los vestimos en la cama.
-¿Y cómo los laváis?
-Con el agua que nos puso el Ayuntamiento en la calle.
-¿No está fría?
-¿Que si está fría? Hay mañanas que nos toca arrearle golpes a la cañería, porque el agua se ha congelado. Los niños lloran muchas veces.
Lole tiene 26 años, pero aparenta muchos más. Es paya, pero en la familia la quieren como a una hija. La acogieron cuando su marido se fue preso por participar en el mismo robo que el marido de la Chata. Uno a uno, la Lole y la Chata van levantando a sus hijos, cinco niños de tres a siete años, que van abriendo los ojos arrimados a la candela. Las maderas que arden ahúman el ambiente.
En la chabola donde duermo viven 12 personas de la misma familia. Ninguno de los siete hijos de Manuel se ha sacado el graduado escolar y, con trabajos sin cualificar, la crisis se ha cebado con ellos. Todos están en el paro. Para un gitano de El Vacie, chabolista, casi nunca hay trabajo. Ahora, menos. Y las ayudas de los servicios sociales del Ayuntamiento de Sevilla y de la Junta de Andalucía no dan para todo. Ayer sólo hubo una docena de huevos para comer en casa. Por eso fuimos a por chatarra.
La Chata y la Lole salían antes a pie con el carromato de un tío a coger chatarra y madera de los edificios en construcción que hay alrededor de El Vacie, pero la juez ha advertido a Lole que si la vuelve a pillar en un hurto, la empapela. Por eso ahora hay que irse más lejos, al vertedero de Puebla de la Sierra. Suele conducir Manuel, pero estos 21 días yo soy la chófer oficial, porque, a diferencia de ellos, sí tengo carné de conducir.
Manuel lleva más de 30 años conduciendo sin permiso. "Cómo me lo voy a sacar, si no sé leer ni escribir. Pero me voy a apuntar a una escuela que dicen que dan el carné a los analfabetos".
En la ventana del piloto falta el cristal. La puerta del copiloto se descuelga, hay que levantarla para que encaje al cerrar. La trasera, la de carga, no tiene cerradura. "Mira que tiene años y todavía va. Corre y no come nada, nada. Es una gloria", dice Manuel.
Mucha gente en el Vacie vive de la basura. De los restos inservibles de las empresas de hierros, que llegan calientes a los vertederos.
Cuando llegamos al vertedero la puerta está abierta. "A veces nos multan por no tener los papeles de la furgoneta en regla", dice Manuel. "Y nos piden que traigamos mascarillas, dicen que el polvo del vertedero da cáncer y que los niños no pueden venir aquí". Pero Manuel necesita que sus hijos le ayuden a sacar escoria, seis manos recogen más rápido que dos. A veces le acompaña Carlitos, de 15 años, que estudia segundo de ESO y quiere ganarse la vida haciendo tuning. O Moisés, de 11, que la mitad de los días no quiere ir al colegio.
Los hombres han empezado a bajar por una pendiente de vértigo, hecha de cenizas de la fundición de los hierros y de piedras. Yo me he quedado clavada en la cima, muda. Casi todos los que están aquí se han roto algún hueso buscando basura. Cuentan cómo una vez tuvieron que subir a un hombre a rastras con una cuerda porque, en una mala caída, quedó abajo con la pierna rota. Empiezan a levantarse las cenizas removidas en el descenso y se nos meten en los ojos y por la nariz.
El primero en llegar abajo ha sido Manuel, hundiendo la mano entre el polvo gris, apoyándose en piedras que se van deslizando bajo sus pies y resbalando, pero con la vista puesta en la pendiente por si saliera alguna punta metálica que indique que debajo puede haber escoria o una plancha. Las planchas son lo más buscado y cada vez se encuentran menos.
Veo a la izquierda que otro muchacho va bajando, por la derecha, otro más que no pasará de los 13 años. Un par de adultos han escogido otra zona más alejada para rebuscar. Entre todos van lanzando hacia arriba pequeños trozos de escoria, y yo, con el shock a cuestas, los voy guardando en la furgoneta.
De pronto, un ruido seco, un crack. Y mientras giro la vista, una roca empieza a desprenderse cuesta abajo. Manuel está abajo; junto a él, nuestro operador de cámara, de espaldas. Chillo. Y antes de que me dé cuenta, se levanta sin mirar hacia atrás, pone un pie aquí y otro allí, y en dos zancadas sale del fondo. La roca sigue rodando y acaba muy cerca de donde estaba él, que mira hacia arriba y me ve. Durante unos segundos de angustia estamos todos en silencio. "Joder, qué susto", dice.
A mí el corazón se me va a salir por la boca y supongo que a él también. Intento respirar hondo para tranquilizarme. Sigo mirando a Manuel, que ahora continúa como si nada hubiera ocurrido. Alguien le ha lanzado una cuerda que no había visto antes y están atando un fardo de escoria y algunos trozos de plancha que han encontrado. Arriba, José, el yerno de Manuel, ata la cuerda al parachoques de la furgoneta y da marcha atrás. Mientras el fardo sube la pared del vertedero, pienso que esta imagen la he visto en los reportajes sobre explotación infantil en el Tercer Mundo. Unos niños rebuscando entre las basuras de Lima, o de São Paulo, o de cualquier otro sitio. Y me sube un vómito de rabia mientras pienso que esto no es una cuestión cultural. Que esto lo provoca, en São Paolo y en Sevilla, la miseria.
Hoy no hay suerte y no se cogen ni 400 kilos. A 19 céntimos el kilo, la tarde habrá salido por 76 euros, a repartir entre cinco personas. Y entre el botín han escondido piedras para aumentar el peso.
Samanta Villar es periodista y presenta '21 días'. El próximo viernes, 24 de abril, a las 23.15, se emite en Cuatro el programa '21 días viviendo en El Vacie'.
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