"La ópera, si es buena, debe ser siempre transgresora"
No ha dirigido en escena, jamás ha cantado ni se ha puesto al frente de una orquesta. Pero igual que la historia de la ópera de los últimos 50 años no se concibe sin Maria Callas, la del presente, surgida a caballo entre el final del siglo XX y principios del XXI, no sería igual sin otro nombre: Gérard Mortier.
Este gran gestor cultural, nacido en Gante (Bélgica) hace 65 años, ha marcado desde el buen gusto un espíritu incansablemente transgresor que le ha dado a partes iguales tanta gloria como escándalos y la aparente tranquilidad de sus despachos, un antes y un después en las páginas de este arte mayúsculo.
En enero de 2010, Mortier llegará a Madrid para dirigir el Teatro Real, aunque ya ha comenzado a fondo sus clases de español. "Todavía me lío con los verbos", dice, "puedo pedir un café en el aeropuerto, pero comunicarme con el público... aún no". Eso es algo que él considera fundamental. Dominar la lengua para hacer cierto apostolado. No hay más que verle preguntar e indagar junto al compositor Philippe Boesmans y otros artistas de la ópera Yvonne, princesse de Bourgogne - que actualmente se representa en la Bastilla- como a este hombre le gusta batirse en la arena. Como le apasiona convencer, practicar la provocación intelectual, esa costumbre tan sana que aprendió con los jesuitas en Flandes, donde se crió cerca de los muelles, procedente de una familia obrera.
El nuevo rumbo que quiere marcar en el Real traerá cola. Polémicas. Entregas y rechazos. Pataletas de los sectores más reacios a nuevas propuestas y aplausos de otros muchos. Mortier jugará duro y desmontará verdades instaladas. Cree con la misma convicción que Lou Reed es más importante para la cultura actual que Pavarotti. O que Pedro Almodóvar es un Verdi de nuestro tiempo. Le tentará. También aumentará el repertorio contemporáneo y hará propuestas para atraer nuevos públicos.
Todavía es pronto para que suelte prenda, pero anda dándole vueltas ya a proyectos importantes. Una cosa es segura. Llega más sosegado que cuando desembarcó en Salzburgo en 1991 desde La Monee de Bruselas para sustituir a Herbert von Karajan al frente del festival. Allí, nada más instalarse realizó una declaración de guerra: colgó el retrato de un iconoclasta como Thomas Bernhard -el escritor que con más crudeza ha desgranado las miserias del alma austriaca- en mitad del despacho y la emprendió a mandobles con las vacas sagradas.
LOS RESULTADOS PRONTO empezaron a dar frutos. Acabó con la tiranía de los divos enfrentándose a Jesse Norman, Pavarotti o Carreras. Puso pilas a la comodidad en la que se había instalado una esclerótica Filarmónica de Viena y bajó los humos a directores musicales como Claudio Abbado o Riccardo Muti, con los que luego ha terminado arreglándose. Así trastocó todo el equilibrio y el statu quo de un arte que envejecía sin remisión. Dio el mando a los directores de escena más arriesgados de su tiempo, desde Herbert Wernicke hasta Patrice Chéreau, Luc Bondy, Klaus Maria Grüber o la Fura dels Baus, y, cómo no, a los gestores, que hoy lo conservan. Pero fue una cuenta necesaria porque el público rejuveneció y acudió en masa a llenar las localidades con otro aire.
En París ha seguido su manual desde que apareció en 2001 como director delegado. Lo ha hecho con tanto éxito como irritación por parte del público, y nunca se sabrá lo que hubiera podido aportar en Estados Unidos, donde renunció a dirigir la New York City Opera en noviembre pasado para fortuna del Real. Aquella dimisión fue la que hizo que la plaza madrileña le tentara, y su designación, casi inmediata, fue pan comido.
Ahora, tras las negociaciones, las idas y venidas y demás trasiegos, confiesa que aceptó por una razón tan caprichosa como convincente: "Si me hubiera ido a Berlín ya sabía lo que me iba a encontrar. Pero justo cuando tengo 65 años y en lo que debería pensar es en retirarme me he dejado llevar por la curiosidad. Elegí ir al lugar del que no conocía muchas cosas. Por eso quería trabajar en España. Para aprender todo lo que pueda de esta nueva experiencia". Como las paredes de sus despachos hablan, ya hay rastro en el que actualmente ocupa en la Ópera de París de su nueva pasión hispánica. Junto a Mozart y un busto de Beethoven, Mortier ha colgado un inquietante capricho de Goya. "Siempre me ha fascinado", asegura.
¿Prosperando con sus clases de español...? Es una lengua bellísima. Me costará todavía dominarlo para comunicarme con el público, pero con tiempo... Me voy de París en junio, antes me enfrento a un final de temporada intenso.
¿Cómo piensa despedirse? Pues tenemos la Lady Macbeth de Mzensk (Shostakovich), una gran producción que espero llevar a Madrid con Eva Maria Westbroek, para mí la gran soprano dramática del presente. También hemos hecho el estreno mundial de Yvonne, princesse de Bourgogne, del compositor belga Philippe Boesmans, basada en un texto de Gombrowicz con montaje de Luc Bondy. Y para el final he pedido a Anselm Kiefer, el gran artista, que prepare una gran instalación en la que Isabelle Huppert recitará pasajes de Isaías de la Biblia.
Inventando. Claro, porque creo que incluso el propio repertorio es pequeño. Hay que crear ideas que aúnen el repertorio con los intérpretes y quienes van a ponerlo en práctica. Es una cuestión más química que otra cosa. Siempre. No sirve decir que vas a convencer a un cineasta para hacer una ópera; es necesario saber qué título en concreto. No todos valen para cualquier opción. Muchas cosas se hacen sólo para llamar la atención y no se conciben para ver cómo funcionaría cada propuesta en su más profunda dimensión.
Con esas premisas, ¿ha elegido ya la ópera que quiere proponerle a Almodóvar? No, no. Todavía no. No creo que tenga posibilidades de convencerle por el momento, aunque lo intentaré. Hace tiempo quise que hiciera Don Giovanni, cuando estaba en Salzburgo. Ahora, conociendo mejor su trabajo, creo que haría bien cualquier pieza loca de Verdi. No con cantantes de la vieja escuela, sino con cantantes muy modernos.
Es una pena que usted y Puccini no se lleven bien, porque Almodóvar lo bordaría. Podría, podría... Un gran Gianni Schichi, ¿por qué no?
¿Ya ha escogido un escritor español para colocar en su despacho del Teatro Real? Me refiero, al igual que puso a Thomas Bernhard en Salzburgo... Bueno, aquello fue algo especial.
¿Una cuestión de principios? Eso es. Fue una cuestión de principios, aunque algunos críticos lo consideraron una mascarada, pero no era cuestión de discutirlo con nadie. En Madrid no querría hacer algo tan polémico. Pero si lo hiciera, me atrae mucho Lorca. Aunque estoy esperando para poder leerlo a fondo en español. Hay otros escritores hispanos, no necesariamente españoles, que me gustan muchísimo: desde Vargas Llosa hasta Carlos Fuentes y Julio Cortázar, aunque a quien adoro es a Octavio Paz.
Lorca sería una buena elección porque, así como Thomas Bernhard retrató la oscuridad del alma austriaca, Federico todavía pesa sobre la conciencia de los españoles. Más cuando hoy no se sabe con seguridad ni dónde está su cadáver. Lo sé, lo sé. Sé que se han compuesto óperas sobre algunas de sus obras de teatro. Una Yerma que ha hecho Villalobos, por ejemplo. No la conozco. Es muy difícil trasladar la gran literatura a la música, pero, bueno. Tendré que ver...
¿Cuál será su proyecto? Es muy pronto todavía. Por ahora no tengo un proyecto. Lo que tengo son mis convicciones, mis principios sobre cómo debe dirigirse un gran teatro de ópera.
Vino a decir cuando llegó a Salzburgo que aquélla era una ciudad dominada por la Iglesia, los turistas y los taxistas. No se haga ilusiones: en Madrid no se va a encontrar algo muy distinto en estos tiempos. ¿Ah sí? No sé. Por el momento, me gusta la ciudad. No soy un mediterráneo, soy un hombre del norte. Y de alguna manera me atrae esa rigidez madrileña y castellana. Se parece algo a Flandes.
Hay que encontrar conexiones, aunque sea a través de Carlos V. Pues sí. Están esas cosas, pero si ahondamos en Flandes, después descubrimos Brueghel, El Bosco, la exuberancia de los flamencos y sé que en Madrid encontraré algo parecido. Después está mi educación con los jesuitas. En san Ignacio de Loyola vemos esa formalidad, pero también una extravagancia impresionante. Hay que dejar claro que existe una gran diferencia entre la Iglesia católica y los jesuitas. Yo aprendí grandes cosas con ellos.
Por ejemplo... El pensamiento dialéctico. Enfrentar nuestras ideas a todo tipo de preguntas. Confrontarlas. Estudiábamos a Sartre, a Nietzsche, a Büchner, en los años sesenta. Eran muy avanzados. Lo más importante de todo en la vida es no ser dogmático, y a eso me enseñaron los jesuitas. Una cosa es tener convicciones, y otra, dogmas. Hay una gran diferencia.
Le va a venir bien ese pensamiento dialéctico. Ya hay mucha gente que critica su nombramiento. Aunque para alguien que se ha enfrentado a la Filarmónica de Viena, a los grandes divos, a las discográficas, será fácil convencerles. El hecho de que haya sectores críticos con mis propuestas es normal. Y me gusta. No hay críticas sin ideas. Es sano. Lo que no me gusta es que los argumentos que se empleen no sean serios.
Es que me parece que hablamos más de prejuicios que de críticas propiamente dichas. Me temo. De todos los prejuicios que se esgrimen contra usted, ¿cuál es su favorito? En París y Salzburgo me ha pasado igual. Uno de los que más gracia me hacen es el de que mi prioridad en la ópera no es la música, sino la escena. Lo primero que haré será trabajar con la orquesta y el coro a fondo para mejorar su calidad. Siento que están muy motivados para ello. En todas partes he hecho lo mismo. Y es una labor que quiero coordinar con el actual director musical, Jesús López Cobos, con quien me llevo muy bien. Empezaremos por ver los salarios. En el Liceo y en la Orquesta Nacional están mejor pagados. Es difícil contar con una orquesta de primera cuando no se les paga bien.
Cuando se miran sus batallas en otros lugares se aprecia que siempre ha tenido conflictos con músicos, pero jamás con directores de escena. Por eso a lo mejor la gente se confunde. Bueno, he tenido conflictos con varios de ellos. En Salzburgo fueron pocos por una razón muy simple. No existían como se les considera ahora. Eran muy poco importantes. Con los cantantes ha habido algunos.
Con grandes divos, sobre todo. Muy pocos. Pero seguirán surgiendo con algunos, como Marcelo Álvarez. Ha dicho que no quiere cantar conmigo en Madrid y estoy encantado. Lo único que le interesa son sus negocios en Milán, es muy mal compañero, por mí no hay problema. No se le puede comparar con otros como Ben Heppner o Juan Diego Flórez, con quien no he trabajado nunca, pero que me resulta muy aristocrático en escena, al estilo de Kraus. Le diré que es cierto que tuve mis diferencias con José Carreras, pero nunca con Alfredo Kraus. Puedo trabajar con grandes cantantes. Y de los directores musicales...
¿Vendrán a Madrid grandes directores musicales? Eso espero. Con Riccardo Muti también tuve mis diferencias, pero nos reconciliamos al irme de Salzburgo, y le invitaré a Madrid. Pero necesitamos directores que trabajen a tiempo completo con la orquesta al principio.
De aquellas guerras está claro que algo cambió en la ópera para siempre. Por supuesto.
Con eso llegó un nuevo equilibrio de poder. El de la escena y el de los despachos. Déjeme explicar lo que creo de eso. Cuando hacemos óperas no nos explicamos como individuos, sino que exponemos una idea y nos acercamos a fondo a la raíz de una obra maestra. No crea que eso lo acepta mucha gente. Por ejemplo. Si decido representar una ópera de Rossini, un gran compositor, revolucionario en su época, como Il turco en Italia, me gusta confrontarla con Fidelio, de Beethoven. Las dos se compusieron al tiempo. Pero Beethoven hablaba de un mundo mejor, y Rossini se limitaba a darnos placer tras las guerras napoleónicas. En ese contexto hay diferencias.
¿Pero acaso existe algo más revolucionario en países como España, o de gran peso católico, como el placer? ¿No deberíamos darle una oportunidad transgresora al placer? Bien, bien. Pero no de forma simplona. Hoy la gente no disfruta del placer así, me temo.
Hay un camino hacia la utopía basado en el placer, predicaba Epicuro. Debemos abordarlo de manera existencial. En España, pese a la dominación católica, existe un periodo que me fascina, el de la coexistencia de tres religiones. Duró casi 500 años y eso es muy fascinante.
Probablemente, rascando, eso forme parte de nuestra identidad de manera decisiva. Por supuesto, es una de sus grandes cualidades como país. Y es algo que más arriba de los Pirineos se desconoce. Por eso me gusta estar estudiando la historia de España. Como los vínculos con América Latina, que es algo que los franceses no tienen, ni los alemanes.
Pensando en lo que es el concepto de cultura hoy, el término en Europa, que tuvo su vertiente francesa y alemana muy poderosa, está dominado ahora por lo anglosajón. Quizá un poder que venga del sur lo reequilibre. ¿Puede ser un poder latino? Si tiene que ser un poder latino, vendrá sobre todo de España. No de Italia. Italia ha perdido su peso en la cultura. En gran parte porque ellos mismos se han dejado invadir por lo anglosajón. España, no tanto. Si caminas por Madrid, es de las pocas capitales en las que las grandes marcas mundiales no están colocadas una detrás de otra. Muy llamativo.
A no ser que vaya usted a las afueras... ¡Ah! ¿Entonces la invasión se nota en las afueras? El hecho de que el centro no haya sucumbido le da una fuerza, un carácter. Para eso estudio también. Para entender el carácter. En cuanto crea haber captado eso, empezaré a programar, a proponer. Creo que en Europa la gente no comprende bien ese carácter, esa personalidad española. En París me pasó con la concepción de Centroeuropa. Los franceses la desconocen y he trabajado a fondo para acercarla. Si Europa no ha triunfado como idea todavía es porque no nos conocemos entre nosotros.
¿Europa es su obsesión? Sí, es mi obsesión política. Si la tengo es porque creo que es la única salida que tenemos para sobrevivir en este mundo. Me ha parecido esperanzador que en los últimos días haya sido Europa quien haya encontrado cierta salida para el conflicto de Gaza. Respecto al mundo árabe, España tiene mucho que decir. Convivieron juntos muchos siglos.
Ya, pero aquello acabó y todo quedó nublado por una tremenda fuerza oscurantista que en muchos aspectos subsiste. Le aviso. Ya, y yo no puedo cambiar eso, aunque puedo aportar algo de luz con mi trabajo. Yendo también a sus raíces, a sus herencias. Desde el teatro musical español, la zarzuela, hasta el flamenco.
¿La ópera es eso? ¿Luz? ¿Qué puede enseñarnos la ópera en estos tiempos? Yo creo que vivimos en una época en la que las relaciones no son excitantes por ausencia de contacto físico. Se hacen principalmente por Internet, virtuales. La gente se relaciona en clubes en los que nunca se ve. Pero sabemos que la amistad consiste en apretarse las manos primero y luego mirarse a los ojos. Los grandes sentimientos se han convertido en algo virtual, como el dinero. ¿Existe todo el dinero que tenemos? ¿Y estos sentimientos los experimentamos? Necesitamos el contacto físico. Por eso la ópera, mediante el canto que es la expresión del alma, puede devolvernos el poder de una sensibilidad perdida. El poder de la pasión, la excitación de los violines. Cada cantante es Orfeo, el símbolo mitológico, preparado para pasar a la otra dimensión para recuperar a Eurídice. Atraviesa el río de la muerte para conseguirla de nuevo. Es un viaje transgresor, y la ópera, si es buena, debe ser siempre transgresora. Te trasladas a otro mundo, y esa provocación tiene hoy más sentido que nunca. Me da miedo el mundo virtual. No tocar a tus amigos, no pelearte con ellos, no reír.
Observo que en su despacho ni siquiera tiene instalado un ordenador. Pero eso es para que me filtren los correos. Aunque le diré que los ordenadores nos hacen ganar tiempo en la misma medida que nos lo hacen perder. Eso es.
¿Podemos vivir sin ellos? Podemos. No quiere decir que esté en contra de la tecnología ni el progreso. Adoro a Leonardo da Vinci, a Einstein, pero cada invento tiene ventajas y desventajas.
Provocación y transgresión como puntos de partida. Pero ¿no cree que ambas cosas andan de capa caída? ¿Por qué?
Porque nos hemos vuelto demasiado cómodos. Bien. Pero precisamente por eso estamos obligados a practicarlas, ambas. Más cuando tenemos retos por delante como los que tenemos. ¿Qué ha sido derrotado al final, el marxismo o el capitalismo? ¿Qué pasa con la ciencia, el cambio climático, las tecnologías? Somos partícipes de esos cambios. El centro de poder se mueve de Occidente a Asia. Nada está arreglado ni solucionado, el mundo está en permanente cambio, en constante convulsión. Debemos implicarnos en todo eso. Ser conscientes de que vivimos en una época crucial, muy importante. Nosotros no vamos a ser decisivos en ello, pero podemos ayudar a concienciar, a reflexionar sobre todo eso desde un teatro de ópera. Sin imponer nada. No puedo soportar a aquellos que andan convencidos de que portan la verdad.
Hay que esconderse de ellos. Como quizá de otras cosas, como la industria discográfica, que usted azuzó de lo lindo en Salzburgo. ¿Ya no están en posición de imponer? Es más. Ya no existen, se han hundido por hacer las cosas mal. Salvo las pequeñas e independientes. Las que tienen una visión. Han sobrevivido. Un disco, de todas formas, es un gran invento. Pero para estudiar. Un disco es una fotocopia, y un DVD, un documento. Hay que darles cierta importancia, pero no más.
La experiencia es lo que cuenta. El contacto con la emoción. Exactamente. Como ahora esa moda de llevar la ópera al cine. Necesitas la emoción en directo. Me interesa la pregunta lanzada por Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo, cuando un personaje salta de la pantalla a la vida real.
¿Dónde están ahora las presiones en el mundo de la ópera? Pues en profetas falsos que dicen que se debe acercar la ópera a nuevos públicos yendo al cine a ver una Madama Butterfly del Metropolitan. Primero, es muy peligroso porque promociona cosas anticuadas. Lo que hace el Metropolitan ojalá desaparezca. Pero para que la ópera triunfe en el cine necesitas también éxitos de taquilla y todo queda en moda, imagen. No hay sentimiento, alma, nada auténtico. Me opongo radicalmente a eso. En una reciente entrevista en Le Monde me dijeron: "Se sube usted demasiado tarde a este tren". Yo les dije que nada de eso. Que lo que pasa es que no quería montar, sencillamente. ¡Menos mal que el tren se ha largado sin mí! Por supuesto, hay excepciones. Una apertura de temporada, cosas así.
En el Real se ha hecho alguna vez en la plaza de Oriente, con una pantalla. Ya, pero es que yo tengo otros planes. ¿Por qué no hacer alguna función en la plaza misma? O en El Escorial...
Dicen que llegará a Madrid pacíficamente, no con el hacha levantada. ¿Está más calmado que cuando llegó a Salzburgo? Bastante más. En Salzburgo debía causar un shock. Madrid es diferente. En Madrid debo convencer al público que ya existe para que se adentre en otras cosas y animar a quien no va para que se acerque. A la juventud, sobre todo. Ésa ha sido siempre mi fuerza, el público joven. Debo ir con cuidado, con tacto.
Pero es que a muchos nos gusta el Mortier guerrero. Ya, bien. Pero es que, más que vencer en la batalla, primero hay que saber cómo ganarla. Eso sólo puede ser conociendo las cosas a fondo, no como los estadounidenses en Irak, a las bravas. Me arriesgo, a mi edad, y me sigue gustando pelear.
¿Ha sido usted un intruso en un mundo al que no pertenecía por sus orígenes humildes? El mundo de la ópera siempre ha sido glamouroso, pero a la clase obrera le ha gustado mucho porque también es popular. La grandeza de Almodóvar, porque yo creo que él es un Verdi de nuestra época, es porque consigue conmover a todos. Sin diferencias sociales. Además, Beethoven, Mozart, tampoco pertenecían a ese mundo.
No es cuestión de clases diferenciadas económicamente, pero sí de clases emocionales, sentimentales, sensoriales. En la ópera conviven ambos. Entran quienes necesitan aparentar su posición y quienes buscan una experiencia interior intensa, verdadera. Necesitamos que sean esos quienes se puedan permitir la experiencia.
Por eso también hay que diferenciar lo que usted ha separado entre cultura popular y cultura populista. ¿Siguen mezclándose los términos? Si hablamos de música, hay que diferenciar entre puro entretenimiento y gran arte. Lo que distingue a Bob Dylan, Jacques Brel y Sarah Vaughan de las Spice Girls y esa basura. Pero es que hay basura también en la ópera, que quede claro.
Pues los primeros a los que se debe convencer es a muchos compositores contemporáneos. Deben saber que, como usted decía, Lou Reed tiene más que aportar al mundo que Pavarotti. Cierto, cierto. Con la música contemporánea hay un gran problema. Hay que terminar con el dogmatismo en ese campo. No me interesa cuando éste se impone.
¿Necesitan un baño de eclecticismo? El mundo es ecléctico. No nos interesan las escuelas en solitario. Nos interesa quien sea capaz de contar una historia utilizando lo mejor de cada una de esas escuelas, mezclándolas, conociéndolas sin empeñarse en andar sólo un camino.
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