La calle y la esperanza
Seguro que muchos de ustedes ya se han fijado en esto: en Barcelona se da un caso único entre todas las ciudades del mundo: hay cuatro ganadores de un gran premio literario, el Planeta, concentrados en apenas 500 metros. Si me permiten citarme a mí mismo, nací junto al Paralelo, muy cerca del teatro Cómico, las piernas de sus vedettes y todos los sueños de purpurina; en la calle de la Cera, muy cerca de la plaza del Padrò, había nacido Vázquez Montalbán, al lado de un cine barato donde los chavales fabricaban sueños low cost, tanto que esos sueños nacían en sábado por la tarde y morían el sábado por la noche. Un poco más allá, rozando ya el milagro, otros dos Planeta eran vecinos y amigos: Maruja Torres y Terenci Moix. Maruja fabricó su vida de escritora entre los cristales de los bares que en su niñez veía desde la calle y los anuncios del cine Goya, y Terenci la fue encontrando en los pasos perdidos que llevaban a la desventura del Peso de la Paja.
Allí, envolviendo a los cuatro, estaba el viejo barrio donde todas las cosas eran verdad, aunque no sea siempre grata. Estaba, ante todo, la pequeña patria: Vázquez Montalbán dijo una vez que la verdadera patria está en la pared sobre la cual has orinado de niño. Estaba también la realidad de los días, la de los hombres que no tenían derecho a un futuro y, peor aún, la de las mujeres que no tenían ni derecho a un pasado. Estaba el mercado de libros viejos de Sant Antoni, que era otra entrañable fábrica de sueños, aunque muchos de ellos ya nacieran muertos. Estaba el decrépito cine Rondas, donde con la entrada los futuros escritores compraban el derecho a imaginar un mundo mejor, o al menos otro posible. Estaba la única moneda con la que los escritores podían comprar su mundo futuro: hecha con pedacitos de esperanza.
Maruja Torres, además del Planeta, ha ganado el Nadal, o sea, ha ido ahorrando una a una las monedas necesarias para comprar la fe en sí misma. Maruja las ha necesitado porque nadie le ha regalado nada. La infancia no le dio más que una calle recta, una ventana gris y una mirada que, sin embargo, taladraba el aire. La juventud no le regaló más que una belleza directa y agresiva y una serie de empleos subalternos no ya de mileurista sino de milpesetista. Esa juventud y esos empleos la hicieron ser convenientemente acosada por los poderosos fácticos. Maruja fue allí auténtica pionera en la defensa de la mujer, su verdad, su lucha y su independencia.
Fue pionera también en el periodismo sufrido, el de la calle y sus verdades, el de las empresas que no se sabría si tendrían dinero para pagar a fin de mes. Fabricó para sí misma un lenguaje directo, valiente, y logró -porque era el lenguaje de la verdad- que lo entendieran y amaran millones de lectores. Maruja, al condenarse a la soledad de la escritura, ha renunciado a muchas cosas, excepto a su autenticidad y su mirada que sigue taladrando el aire.
Hace muchos años, cuando el Nadal se daba en el Café Suizo y apenas reunía a 20 personas, un escritor-niño de 19 años se encontró tal noche como la de ayer con Josep Pla, quien le preguntó con su estilo socarrón: "¿Qué, joven? ¿Se presenta hacia la gloria?". Por supuesto, el jovencito no consiguió gloria alguna, pero si hoy Pla viviera le diría a Maruja en el viejo café, sin interrogante alguno: "Hacia la gloria".
Babelia
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